Junio 03, 2019 | Por: Lisa Sánchez
La llamada “guerra contra las
drogas” que se libra en México desde 2006 ha causado un sinfín de consecuencias
negativas sobre la salud, la seguridad y los Derechos Humanos sin por ello
resolver el problema original que pretendía atender: la producción ilícita de
sustancias y su consumo. Dados sus altísimos costos sociales, recientemente
visibilizados por la sociedad civil y reconocidos por el máximo tribunal del
país, la política de drogas enfrenta severos cuestionamientos y parece estar a
punto de cambiar con el nuevo gobierno. Pero, aunque debemos celebrar la
existencia de una voluntad política que parecería proclive al cambio, preocupa
la ausencia de acciones concretas que ayuden a revertir la lógica de abusos que
se desató en nombre de la salud pública.
La explosión de violencia
causada por la declaración del combate frontal al narcotráfico constituye una
demostración irrefutable de la dimensión y el alcance de las llamadas
“consecuencias no deseadas” de la guerra contra las drogas. Sin embargo, muchas
otras áreas del quehacer nacional se han visto igualmente afectadas sin que se
repare adecuadamente en ellas. De acuerdo a las cifras oficiales provistas por
el INEGI, durante los sexenios de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto
(2006-2018) más de 251,000 personas murieron en episodios de violencia
relacionados con el combate al narcotráfico. Las mismas cifras indican que
cuando el presidente Calderón asumió el cargo, México vivía la menor violencia
de su historia y que, durante su gobierno, la tasa de homicidios se triplicó
para alcanzar niveles de 24 homicidios por cada 100 mil habitantes en 2011. Y
aunque la tendencia al alza tuvo dos momentos de reversión, los últimos años
han vuelto a registrar un repunte importante de la violencia letal que no
parece tener fin. Ninguna prohibición, vale esta masacre.
Pero la violencia no es el
único indicador de cómo las políticas de drogas afectan nuestros derechos. La
corrupción, por ejemplo, fluye también habilitada por los enormes recursos
financieros que actualmente se encuentran a disposición de los principales
beneficiarios del tráfico de drogas y les permite asegurar y expandir sus
negocios a través del soborno y la compra de autoridades a todos niveles. La
efectividad de esta forma de corrupción se ha ido perfeccionando mediante la
introducción de otras prácticas nocivas como la extorsión, fenómeno que, a su
vez, provoca la paulatina normalización de una cultura de impunidad que
debilita aún más a las instituciones y aprovecha la necesidad económica de las
comunidades más pobres para concentrar allí el grueso de las actividades
ilícitas. El resultado es la erosión de la gobernabilidad y la
desestabilización de regiones enteras donde los habitantes, abandonados por el
Estado, se ven obligados a emigrar, delinquir o morir.
Irónicamente, la creciente
militarización de la lucha anti-drogas que hoy se expande hacia otros delitos
sólo ha servido para socavar la seguridad pública gracias a los incentivos
perversos que la presencia del ejército en las calles genera. Sólo en 2010, la
combinación de inseguridad y violación sistemática de los Derechos Humanos a lo
largo de la zona fronteriza México-Estados Unidos condujo a más de 230,000
personas a huir de sus hogares (Norwegian Refugee Council, 2010). Esta
migración específica es, a su vez, alimentada por el creciente número de
civiles muertos en operaciones militares. De acuerdo a investigaciones de la
Dra. Catalina Pérez-Correa, del Centro de Investigación y Docencia Económica (CIDE),
el índice de letalidad del Ejército mexicano ha alcanzado niveles de 19 civiles
muertos por cada herido (Forné, Pérez-Correa, Gutiérrez., 2015); un fenómeno
que incluso podría interpretarse como la autorización de facto para
aniquilar supuestos criminales sin llevarlos a juicio.
De la misma manera, los últimos
años han sido testigos del endurecimiento de las sanciones por delitos
relacionados con drogas y el uso excesivo de la detención preventiva, ambos
importantes factores que inciden en el aumento del número de personas privadas
de su libertad. Otra realidad a resaltar la constituyen la gran mayoría de
personas que se encuentran tras las rejas por delitos menores relacionados con
drogas. Según datos de la entonces PGR, entre 2006 y 2014 fueron detenidas
453,069 personas en el ámbito federal por delitos contra la salud, de los
cuales el 73.27% fueron arrestados por posesión y consumo (Pérez-Correa, 2015).
De la misma manera, y de acuerdo a los datos arrojados por la Primera Encuesta
en Centros Penitenciarios Federales de 2012, el 35.9% de los presos
sentenciados a nivel federal lo están por delitos relacionados con la
mariguana. Por su parte, y aunque las mujeres representan sólo el 5% de la
población carcelaria, alrededor del 50% de las procesadas fueron sentenciadas
por delitos contra la salud (Azaola, Pérez-Correa., 2012). Semejante realidad
pone de manifiesto el gran daño colateral que implica la ruptura del tejido
social producto de la desintegración de familias enteras por la detención de
alguno de sus miembros.
Finalmente, y según cifras
provistas por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), entre
diciembre de 2006 y diciembre de 2011 se recibieron 11,680 quejas en contra de
la Secretaría de Defensa Nacional, la Secretaría de Marina, la (extinta)
Secretaría de Seguridad Pública y la PGR. Esto sin contar el aumento en el
número de personas maltratadas al momento de su detención (que crecieron 37.31%
para las patadas, 37.45% para asfixia y 44.85% para toques eléctricos en el
caso de los delitos de drogas) (Magaloni, 2015), o las violaciones graves a los
DDHH perpetradas por actores estatales en los paradigmáticos casos de
Ayotzinapa, Tlatlaya y Tanhuato.
Al analizar todos estos datos
queda claro que el enfoque actual no ha servido. Pero ¿sabemos con qué tipo de
política queremos sustituirlo? La respuesta es sí. La guerra contra las drogas
no es más que una opción política y por lo tanto, la decisión de ponerle fin
también lo es. No por nada, el proceso de exploración de alternativas ya está
en marcha en otras partes del mundo con opciones que van desde la no
persecución de ciertos delitos de drogas hasta la despenalización efectiva de
la tenencia y el consumo, y la regulación legal.
Pero antes de ahondar en los
detalles, es importante tener claro lo que se pretende lograr con la reforma.
La mayor parte de la política de drogas se ha dedicado a perseguir la sola meta
de reducir o eliminar el consumo creando un mundo libre de dichas sustancias.
La Historia sugiere, sin embargo, que ésta no es una meta realista y que los
intentos de controlar los niveles de consumo mediante la aplicación de medidas
punitivas no son eficaces (Murkin, 2012). De ahí que un enfoque más pragmático
y efectivo debe aceptar que en toda sociedad existirá siempre un nivel de
demanda y que éste siempre será preferible abastecerlo por una vía legal que
criminal. De la misma manera, un enfoque sensato hacia las drogas deberá
privilegiar la reducción de los daños asociados al consumo y minimizar las
externalidades causadas por los esfuerzos de control. En resumen, una política
de drogas integral deberá tener como objetivos la protección de la salud
pública, el mejoramiento de la seguridad, la protección de los grupos
poblacionales más vulnerables y la eficiencia del gasto.
Ahora, sabiendo que el statu
quo ha causado tanto daño, quienes defendemos la idea de la reforma
argumentamos que ésta no puede ser tímida, y debe intentar, en la medida de lo
posible, transitar hacia un modelo de mercados regulados garantizando en el
proceso que el consumo y la posesión de pequeñas cantidades de drogas sean
efectivamente despenalizados. Por razones históricas, culturales y pragmáticas,
tanto activistas como académicos y especialistas en políticas públicas hemos
propuesto que el cambio comience con la mariguana, aunque esto de ninguna
manera excluye la necesidad de continuarlo con otras sustancias. De hecho, y
aunque en las siguientes páginas me concentraré en el estado del debate
mexicano sobre la legalización del cannabis, es preciso mencionar que
actualmente existe en el ambiente político un interés particular para regular
también la producción de amapola para usos médicos, algo que no se había visto
en décadas anteriores.
El debate sobre la necesidad de
legalizar el cannabis y reformar las políticas de drogas en México no es algo
nuevo. Sin embargo, la proliferación de los esfuerzos orientados a la reforma
coincide con dos factores decisivos: la entrada al debate de actores no
asociados a la lucha cannábica y la intensificación del sentido de urgencia
para detener no sólo la guerra sino sus impactos legales –específicamente el
régimen de excepción para la persecución de los delitos de drogas que se
habilitó desde 2008 cuando Calderón permitió el arraigo, la puesta a
disposición ante un juez en los 4 días subsecuentes a la detención (y no a las
48 horas como estipula el Código Penal para el resto de los delitos), la
incomunicación en la cárcel, la reclusión en prisiones especiales y el derecho
al anonimato del acusador contra los infractores de las leyes de drogas
(Madrazo, 2012).
Es precisamente en respuesta a
este régimen que la sociedad civil especializada en política de drogas
introdujo al poder legislativo diversas iniciativas de ley con las que se
pretendía impedir la excesiva criminalización del usuario de mariguana, y
legalizar su producción y comercialización para uso recreativo, medicinal o
industrial (dependiendo del proyecto) (Barra, 2015). Sobra decir que ninguna de
estas iniciativas ha prosperado y que lo que sigue sucediendo es el endurecimiento
sostenido de las respuestas estatales. Sin embargo, como las consecuencias
nocivas de este enfoque son también cada vez más visibles, el vigor del
movimiento se ha intensificado.
Pero para lograr este
crecimiento se necesitó ejercer presión desde muchos lugares y, sobre todo,
forzar un debate a través de la exploración de nuevas estrategias de incidencia
que incluyeron tanto las vías tradicionales (presión mediática, cabildeo y
educación pública) como las no tradicionales (el famoso litigio estratégico).
Es precisamente a partir de éste último que las cosas parecerían empezar a
cambiar. Iniciado en 2012 por México Unido Contra la Delincuencia (MUCD), el
litigio estratégico en materia de drogas ha logrado hasta el momento que la
Suprema Corte de Justicia de la Nación declarara inconstitucional la
prohibición administrativa de la mariguana (por considerar que el Estado
incurre en una intromisión excesiva en la vida privada de los individuos al
prohibir una sustancia cuyo daño relativo es menor al de otras sustancias
legales y violar el derecho al libre desarrollo de la personalidad de aquellas
personas que, sin dañar a terceros, eligen consumir) y acumulara 5 fallos para
constituir la jurisprudencia necesaria para obligar a un cambio legislativo.
Así, hoy en día nos encontramos
frente a una cuenta regresiva en la que el Congreso de la Unión deberá legislar
de acuerdo al criterio de la Corte y emitir las reglas de un mercado regulado
de cannabis que ya no extienda su prohibición. ¿Cuál será el resultado de todos
estos esfuerzos? No lo sabemos. De lo que sí estamos seguros es que el trabajo
continuará por mucho tiempo más, pues aún ante la posibilidad de lograr algún
tipo de reforma, queda la titánica tarea pendiente de lograr la misma justicia
para los usuarios de otras drogas y para las víctimas de una política punitiva
que no se restringe al cannabis.
En la antesala de lo que
esperamos sea el inicio del cambio legislativo sobre mariguana, un incansable
grupo de reformistas seguimos visibilizando la impostergable necesidad de tener
una conversación seria sobre el tema y hablar sobre las opciones políticas a
futuro. Hoy en día sabemos que la prohibición nos ha sido vendida como una idea
de prevención que protege a la humanidad cuando en realidad sólo se preocupa
algunos, desconociendo el sufrimiento de otras personas involucradas voluntaria
o involuntariamente en el circuito de las drogas.
Sabemos que las políticas
punitivas causan más daños que beneficios y que mantenernos ciegamente en esta
lógica previene el desarrollo no sólo de mejores políticas de drogas sino de
acciones más amplias que pudieran coadyuvar a alcanzar el tan esperado
desarrollo y la paz. Tristemente, incluso estas certezas tienen todavía
dificultad para instalarse al centro del debate y propiciar un proceso de
reforma nacional que asuma el reto de revertir el daño. Sin embargo, las
pequeñas batallas ganadas por la sociedad civil en los tribunales podrían ser
el inicio de lo que esperamos sea el fin de la prohibición y de sus consecuencias
sobre nuestros derechos.
Bibliografía
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México, 2012
· Azaola, E. y C. Pérez Correa. Resultados de la Primera Encuesta
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CIDE, México, 2012.
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· INEGI (2015). Estadísticas de mortalidad: Defunciones por homicidios.
[En línea] Disponible en: http://www.inegi.org.mx/lib/olap/consulta/general_ver4/MDXQueryDatos.asp?proy
· Internal Displacement
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· Madrazo, A. Los costos constitucionales de la guerra contra las
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· Magaloni, Ana Laura (2015). “La arbitrariedad como método de trabajo: la
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de las instituciones del sistema de justicia penal federal, CIDE, México,
2015.
· Murkin, G. ¿Se incrementará el consumo de drogas? Explorando una
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· Pérez-Correa, C. “La marihuana no es importante ¿O sí?” [En línea]
Disponible en: http://horizontal.mx/la-marihuana-no-es-importante-o-si/.
· Silva, C., Pérez-Correa, C. y R. Gutiérrez. Índice de letalidad
2008-2014: Disminuyen los enfrentamientos, misma letalidad, aumenta la opacidad.
[En línea] Disponible en: http://www.juridicas.unam.mx/novedades/letalidad.pdf.