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30 años de Voz y Voto

Gloria Alcocer me mandó el artículo mío que apareció hace treinta años en el primer número de Voz y Voto. Y junto con él la solicitud para escribir una breve nota sobre la revista a lo largo del tiempo. Lo hago con gusto. 

Aquel viejo texto se titulaba “El laberinto del optimismo” y empezaba así: “No encuentro razones de peso para que las elecciones sean creíbles entre nosotros y, al mismo tiempo, estoy convencido de que lo mejor que nos puede pasar, como país, es que las elecciones acaben siendo un método absolutamente confiable”. Y creo no equivocarme si afirmo que a lo largo de tres décadas el esfuerzo de gobiernos, partidos, legisladores, académicos, periodistas, organizaciones de la sociedad civil, estuvo acicateado por esa necesidad: lograr asentar la confianza en las elecciones como el único método que ha inventado la humanidad para que la diversidad política pueda convivir y competir. 

En aquel año, 1993, ya habíamos experimentado el impacto de la reforma de 1977 que permitió la entrada al escenario electoral a fuerzas políticas a las que se mantenía hasta entonces artificialmente marginadas, que le inyectó un cierto pluralismo a la Cámara de Diputados y aire fresco a la vida política nacional. En 1986 una nueva reforma había traído algunas novedades venturosas como la creación de la Asamblea de Representantes del Distrito Federal junto con una fórmula más adecuada para la integración de la Cámara de Diputados (en los escenarios más probables, más proporcional entre votos y escaños), junto con la configuración de la autoridad electoral más facciosa (a favor del PRI) de la historia reciente. No obstante, los conflictos electorales se multiplicaban y la fórmula diseñada para otorgar legitimidad a gobiernos y congresos parecía ser fuente de lo contrario: ilegitimidad, por el desaseo en la organización electoral y el cómputo de los votos. Las elecciones de 1988, las primeras presidenciales realmente competidas de la historia reciente de México, develaron con claridad que ni las normas, ni las instituciones ni los operadores estaban capacitados para actuar y procesar con imparcialidad los resultados electorales. Ello colocó al país al borde de una crisis constitucional y, venturosamente desde la oposición y el gobierno, se entendió que México no podía ir a otras elecciones con las mismas reglas e instituciones. En 1989-90 se pactó una muy relevante reforma que remodeló de raíz el sistema electoral creando al Instituto Federal Electoral, que remplazó a la Comisión Federal Electoral, y creó un nuevo tribunal, el Federal Electoral, en remplazo al Tribunal de lo Contencioso Electoral. 

Esa era –a grandes trazos– la situación cuando nació Voz y Voto. Existía la necesidad de asentar y hacer creíble el expediente electoral dado que ningún exorcista iba a ser capaz de erradicar la pluralidad política que modelaba al país, al tiempo que nuestra historia reciente ilustraba que estábamos lejos de contar con elecciones limpias, equitativas y confiables.

Los años que siguieron, y fueron acompañados por la revista, resultaron claves en el proceso democratizador. Las reformas de 1993, 1994, 1996, 2007 y 2014, rediseñaron normas, instituciones, prácticas, rutinas, que acabaron por asentar a las elecciones como la fórmula a la que los libros de texto le atribuyen la virtud de dejar en manos de los ciudadanos la decisión de quién y quiénes deben gobernar y legislar. Y Voz y Voto no solo informó, documentó y analizó lo que sucedía en el terreno electoral, sino que sus planteamientos e iniciativas (en conjunto con muchas otras, por supuesto) coadyuvó a construir un espacio enterado para el debate en la materia. 

Bastaría observar los fenómenos de alternancia en los ejecutivos de los tres niveles de gobierno, los congresos plurales, las oscilaciones políticas en la conformación de los mismos, la coexistencia de presidentes de la República con gobernadores de tres, cuatro o cinco formaciones políticas, y de gobernadores con presidentes municipales de igual número de partidos, y compararlo con lo que sucedía hace treinta años, para constatar el enorme cambio que se produjo en México. Un cambio gradual, venturoso, pactado, que supuso la substitución (paulatina) de un sistema autoritario por otro democrático. 

Pues bien, si alguien quisiera enterarse con puntualidad de ese proceso, ahí tiene las páginas de la revista Voz y Voto. Una fuente indispensable para rastrear la ruta de nuestro proceso democratizador, los obstáculos que hubo que remover, las posiciones de las diferentes fuerzas políticas a lo largo del trayecto, el comportamiento de los órganos electorales, el desarrollo de las elecciones federales y locales, etcétera. Un esfuerzo editorial digno de encomio (inicialmente encabezado por Jorge Alcocer y ahora por Gloria) que da cuenta de una larga etapa de la vida política en México.

No obstante, todos lo sabemos, la historia no tiene estaciones terminales. Y hoy en México, desde el gobierno soplan potentes vientos antidemocráticos. No se valora lo construido a pesar de que quienes hoy gobiernan el país llegaron al poder gracias a las normas e instituciones diseñadas en las décadas anteriores. Es claro –para quien quiera verlo– que la presente administración está a punto de destruir mucho de lo fundamental construido en materia electoral. Ello dentro de una concepción más vasta que se afana por erosionar la división de poderes para concentrarlos en la Presidencia, que persigue retóricamente a las voces disidentes, que vive su relación con la Constitución y las leyes como si fueran estorbos que limitan la voluntad del titular del Ejecutivo, que desprecia a los partidos opositores y los trata como si fueran fuerzas antinacionales, que no entiende ni valora ni tiende puentes de comunicación con ese archipiélago de organizaciones al que genéricamente denominamos sociedad civil, que quisiera unos medios alineados acríticamente a la voluntad presidencial, en una palabra, que se afana en una regresión autoritaria. 

Y si lo anterior no es una alucinación sino una realidad que se despliega ante nuestros ojos, entonces, esfuerzos como los de Voz y Voto tienen hoy igual o quizá incluso mayor pertinencia que en el pasado. México vive un momento difícil, tenso y estratégico. Lo que suceda en los próximos meses definirá –grosso modo– si la política se desarrollará en un marco democrático o autoritario. Desde la coalición gobernante ya ni siquiera se maquilla el deseo de alinear al país bajo el manto de una sola voz; no obstante, lo construido en las últimas décadas resiste (o resiste a medias, según el caso), pero sobre todo, una sociedad masiva, diferenciada, marcadamente desigual, pero también en la que palpitan diferentes intereses, ideologías y sensibilidades, demuestra una y otra vez que la única forma de organización política capaz de ofrecerle cauce de expresión civilizado es la democracia que supone elecciones libres y auténticas. 

El futuro no está escrito. El conflicto está en curso y su desenlace es incierto. No obstante, Voz y Voto tiene una clara misión que se alimenta de su pasado: informar, documentar, analizar, proponer con un claro sentido: fortalecer y ampliar nuestra germinal democracia. No es una misión cualquiera, pero la revista ha demostrado a lo largo de los años que más allá de las reacciones viscerales, de los alineamientos acríticos, de las ocurrencias y campañas publicitarias, es posible generar un espacio para la conversación racional y enterada. Hoy más necesaria que nunca.

Felicidades en este aniversario a todos aquellos que han hecho posible que Voz y Voto sea un punto de referencia fundamental en el debate político. Se le necesita. Y mucho.

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José Woldenberg

Profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.

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