Aprendizajes post pandemia
Cuando la pandemia del COVID-19 llegó a América Latina, la región más desigual del planeta, el contexto regional general presentaba (y aún presenta) altos niveles de desigualdad entre la población, tensiones políticas (en algunos países más que en otros) y desconfianza en las instituciones, lo que complejizó la gestión de la crisis sanitaria. Además, los altos niveles de informalidad en el empleo, en un contexto de avance desenfrenado del virus y donde la medida más extensamente implementada por los países fue el confinamiento de la población, tornaron todo mucho más difícil aún. Las personas que trabajan y viven “al día” no tenían cómo #QuedarseEnCasa.
Si nos centramos en el contexto sanitario, la pandemia evidenció problemas prexistentes e incluso los exacerbó, como por ejemplo la falta del personal sanitario y/o la precariedad de las condiciones de trabajo que padecen y la falta general de recursos para el sector. En América Latina y el Caribe existen tantos sistemas de salud como países, aunque nos guste clasificarlos analíticamente en grupos. Todos ellos sí presentan, en mayor o menor medida, una fuerte fragmentación en el acceso a los servicios e insumos (medicamentos, vacunas y otros dispositivos médicos).
Frente a este escenario, general y sanitario, de una u otra forma, los países de la región fueron respondiendo a lo que sería una crisis sin precedentes que no solo presionaba al sector sanitario, sino que tensionaba al sistema político en su conjunto. Por ello, los países implementaron medidas para mitigar contagios y gestionar la demanda a los servicios de salud y en paralelo otro tipo de medidas “complementarias” para evitar el colapso económico y social en una región que ya arrastraba importantes dificultades. La combinación de medidas (económicas, de empleo, de educación, de género, sanitarias, entre otras), la forma en que fueron implementadas, la coordinación entre gobiernos nacionales, subnacionales y locales varió de forma importante entre los países, de igual forma sucedió con los resultados obtenidos.
Transcurridos casi tres años desde que se inició la pandemia, podemos sintetizar algunas reflexiones o “lecciones aprendidas” (o que me gustaría que aprendamos):
El rol del Estado ha sido fundamental para la gestión de la crisis. Algunos países lo han hecho mejor que otros, es cierto, y es posible discutir sobre los niveles deseables de participación e injerencia de los estados, pero a esta altura resulta muy difícil negar su importancia. Tanto saliendo a gestionar las cuestiones sanitarias como de otra índole, en medio de una crisis que detuvo las actividades económicas, nos obligó a reestructurar el sector de educación, de empleo, servicios, etc.
La salud se ha colocado en el centro de la agenda de políticas públicas por un tiempo prolongado. Algo a lo que no solemos estar acostumbradas y que debería contribuir a repensar y reforzar el rol de nuestros sistemas sanitarios como pilares de los estados de bienestar. Frente a la pandemia (esta que nos tocó vivir o cualquiera otra crisis por el estilo que pudiera llegar a producirse en el futuro) hay dos formas de proceder paralelas y complementarias: anticiparse y dar respuesta. En la primera, a mi entender, fue donde peor lo hicimos de forma generalizada; la sensación ha sido la de ir “detrás del virus” sin tener capacidad para prever escenarios de lo que vendría. Respecto a la segunda, de una u otra forma, los países han respondido. Incluso allí donde líderes políticos negaban la propia existencia del virus, fueron los gobiernos sub-nacionales los que implementaron medidas para gestionar la crisis. Resulta fundamental, en este sentido, que seamos capaces de repensar los mecanismos con los que contamos o que necesitamos para enfocarnos en la anticipación de cara al futuro.
El modelo de investigación y desarrollo (I+D), y creo que esto aplica incluso a nivel global (los puntos anteriores en parte también) ha evidenciado, aún más, que no funciona y necesita reconfigurarse. Cuando hablamos sobre el acceso a los medicamentos y vacunas, generalmente la discusión se centra en las últimas etapas (compras y distribución) y en realidad las dificultades en el acceso son consecuencia de la forma en la cual está encarada la investigación y el desarrollo desde los inicios. Desde cómo se diseñan las agendas de investigación y por qué se decide invertir en ciertas áreas y no en otras, algo que está fuertemente regido por el lucro que pueda derivar de allí y no enfocado en responder a las necesidades de salud de la población. O en cómo, muchas veces, los Estados invierten en las fases iniciales de I+D, que luego son cooptadas por el sector privado, derivando en que no haya retorno de la inversión pública y que paguemos incluso dos veces por lo mismo. Hasta la opacidad en las negociaciones entre los Estados y las compañías farmacéuticas, criterios de patentamiento (y re-patentamiento) de productos y la (no) regulación de precios de los medicamentos que llegan a presentar precios exorbitantes, entre otras cuestiones.
El modelo de I+D, presenta deficiencias en todos sus eslabones. Esto se evidenció aún más durante la pandemia, fundamentalmente cuando se comenzó a instalar la idea (en 2020) de que una vacuna nos permitiría de algún modo “volver a la normalidad”. Meses más tarde aparecieron no una sino varias vacunas y en un tiempo mucho menor al que estamos acostumbradas. Pero luego el acceso a esas vacunas fue completamente inequitativo. Mientras que algunos países (sobre todo del norte global) vacunaban a un ritmo constante a su población, otros países demoraron meses en adquirir dosis y comenzar a vacunar en su territorio.
La “salida” de la crisis desatada por el COVID-19 resultó completamente desigual. No suficiente con lo anterior, la complejidad que significó organizar y poner en marcha una campaña de vacunación masiva de esta magnitud, en medio del auge de movimientos en contra y resistencias de grupos de negaban (niegan) el conocimiento científico, el virus, la pandemia y la importancia de vacunarse no solo como un hecho individual, sino también como una responsabilidad colectiva.
En definitiva, necesitamos articular esfuerzos intersectoriales desde los Estados y fortalecer las instituciones para brindar respuestas integrales a las problemáticas actuales, lo que dependerá también de decisiones políticas a la altura de las circunstancias. No deberíamos permitirnos volver a ir detrás de los problemas, necesitamos diseñar estrategias para anticiparnos y resolver no solo cuestiones coyunturales, sino además estructurales previas que afectan a la protección social y bienestar de la población.