Colmillo político
Durante la administración de Andrés Manuel López Obrador los tiempos electorales han sido puntualmente cronometrados desde Palacio Nacional. El interés, la experiencia y la indudable habilidad para controlar las cuestiones electorales que ha demostrado tener AMLO a lo largo de su ya muy larga trayectoria política no se dejaron de lado en el tramo final de su gestión, justo cuando se desarrolla el proceso sucesorio donde él busca, requiere y desea tener el protagonismo.
Hay que recordar que por convicción propia, por los no tan buenos resultados federales que obtuvo entonces Morena, o por simple y agudo colmillo político, López Obrador abrió el juego sucesorio apenas concluyeron las elecciones intermedias de 2021, cuando puso sobre la mesa los nombres de quienes a su juicio eran candidatos viables a sucederlo postulados por su propio partido, y también desde las oposiciones.
Hace unos días, al igual que entonces, recién concluyeron las últimas jornadas electorales en los estados de México y Coahuila el presidente anunció el banderazo de salida en el proceso sucesorio en su partido, contradiciendo lo que él había anunciado en múltiples ocasiones. Hay que recordar que ofreció no intervenir en las decisiones que tomara Morena en esta materia, solía decir que el partido tenía sus propios tiempos, que la convocatoria saldría en septiembre y hacia diciembre se decidiría quién sería el candidato a sucederlo, que él no intervendría pues goza de una licencia que le impedía participar activamente.
Pero la realidad hoy es muy distinta. Los motivos detrás de su decisión sólo podemos imaginarlos. Bien pudiera tratarse de una crisis en Morena donde la presión de los aspirantes pone en riesgo la unidad interna, de aprovechar el desconcierto y desorganización de las oposiciones, del temor de un inusitado despertar de la sociedad civil organizada, o hasta de complicaciones personales por motivos de salud, entre otras posibilidades. El caso es que López Obrador decidió tomar las riendas del asunto participando abiertamente, dictando las reglas del juego sucesorio, buscando mantener el control no sólo de lo que sucederá de aquí a junio de 2024 sino hasta de la conformación del siguiente gobierno y de la integración de las legislaturas que entrarán en funciones, las cuales el presidente pretende le aprueben tres reformas constitucionales fundamentales en la consolidación de su proyecto.
El pasado lunes 5 de junio, con el pretexto de festejar el triunfo morenista en el estado de México y distante de su práctica cotidiana, AMLO convocó a una cena en un restaurante del Centro Histórico a cuatro aspirantes internos, a los gobernadores de Morena y a la dirigencia del partido, reunión en donde se les dio a conocer la estrategia a seguir para decidir la próxima candidatura a la Presidencia así como también la consecuente operación cicatriz.
De tal manera, quedaron identificados como contendientes Claudia Sheinbaum, Marcelo Ebrard, Adán Augusto López y Ricardo Monreal. Según trascendió, fue con ellos (básicamente con los dos primeros) que López Obrador definió las condiciones de la contienda interna que una semana más tarde fueron aprobadas por el Consejo Nacional de Morena. También estableció una ruta para mantener la unidad interna del grupo mediante el compromiso por parte del ganador de respetar importantes posiciones para los vencidos (las coordinaciones de las bancadas en la Cámara de diputados y en el Senado, así como una posición de primer nivel en el gabinete entrante). A los gobernadores les corresponderá la operación del proceso; y a la dirigencia, la cínica tarea de simular que lo que sucede no se trata del relevo presidencial sino de la elección de lo que se llamó un coordinador de los comités de defensa de la cuarta transformación, con el claro propósito de violar la normatividad electoral y burlar a la autoridad electoral.
Según lo planeado, el domingo 11 se llevó a cabo la reunión del Consejo Nacional de Morena presidido por el gobernador Alfonso Durazo. Y tal como se había acordado con AMLO se dieron a conocer las reglas previamente redactadas por el propio presidente de la República.
Se trata de reglas que establecen la ruta a seguir, las fechas y la encuesta como mecanismo de selección del ungido con base simplemente en el conocimiento popular de cada uno de ellos. Contemplan también lineamientos de buena conducta, civilidad y armonía que desde ya pueden identificarse como llamados a misa, cuyo cumplimiento son sólo buenos deseos, porque si bien involucran la palabra de los cuatro aspirantes, no comprometen a los grupos que los respaldan y promueven, ni tampoco al juego sucio que se dará bajo la mesa. Y omiten cualquier referencia a los gastos en que pudieran incurrir los participantes, así como la pertinencia de presentar informes una vez concluido el proceso.
Al anunciar el inicio de esta precampaña, AMLO también estableció el calendario. Los aspirantes deben renunciar a sus cargos a más tardar el 15 de junio, e iniciarán su promoción en búsqueda de los sufragios de la ciudadanía para que el ganador sea conocido el 6 de septiembre. Esto es, setenta y dos días de una competencia totalmente ilegal en donde lo único relevante será apreciar si los participantes tratan de congraciarse con el electorado o solamente con el gran elector.
Con relación a la encuesta, ésta será realizada por la Comisión de Encuestas de Morena, y será complementada con otras cuatro encuestas espejo elaboradas por casas independientes aprobadas por los contendientes, las cuales muy probablemente no coincidan en sus resultados con la de Morena. En este punto percibo un desafío logístico mayor, así como una grave amenaza de fractura interna. En primer lugar porque hasta hoy día nadie puede constatar la validez de las encuestas realizadas desde su fundación por Morena, pues éstas nunca han sido dadas a conocer. Enseguida, porque la definición de la pregunta o batería de preguntas seguramente será motivo de cuestionamientos, inconformidades y conflictos internos, dado que a Ebrard le conviene que se plantee una sola pregunta, mientras que a Sheinbaum la otra opción.
De igual modo, el costo de estos estudios se verá reflejado en la calidad de los mismos, lo cual evidenciará el uso ilegal de recursos. Y por último, el levantamiento de la encuesta, hasta donde sabemos, será realizado por al menos ocho o nueve personas (el encuestador, el coordinador, y los representantes de cada uno de los candidatos) que físicamente se presentarán con una urna simulada ante los ciudadanos elegidos en la muestra para recabar sus opiniones. La inviabilidad de la estrategia es obvia.
No obstante, una vez arrancado el proceso, las condiciones se han salido del control de los organizadores y del máximo líder, y evidencian las divisiones y seguramente muy pronto las rupturas dentro de Morena. Un proceso al que se sumaron Manuel Velasco del PVEM y Gerardo Fernández Noroña del PT (quienes servirán de comparsa y tal vez, también para fraccionar el voto) y, sorpresivamente, también se apuntó Yeidckol Polenvsky cuya intencionalidad no queda clara, pero que incontrovertiblemente se centra sólo en dos figuras: Sheinbaum y Ebrard.
Del lado de los principales contendientes ha habido sorpresas y tensiones inocultables. Colocados en la parrilla de salida, no arrancan alineados. Sheinbaum se ubica como la puntera, con una ventaja importante en los estudios de opinión realizados hasta ahora, impulsada por la Presidencia, arropada por la mayoría de los integrantes del Consejo Nacional, echando mano de cuantiosos recursos económicos y humanos del gobierno de la ciudad y jugando en una cancha dispareja desde hace por lo menos dos años.
A poca distancia está Marcelo Ebrard, el primero en forzar la marcha, desafiando las condiciones de la contienda con la intención de que ésta sea auténtica e imponiendo su estrategia de lucha interna y, de paso, también imponiendo la agenda. Tengo para mí que Ebrard no busca una alternativa en otro partido, sino que genuinamente pretende ganar el proceso dentro de Morena, para lo cual le es indispensable que la contienda sea relativamente pareja. En ese escenario, sin duda, él puede remontar su posición pues resulta una figura atractiva para un universo de votantes más amplio que sólo los obradoristas.
De ahí que sus propuestas hayan enfrentado en primer lugar a Claudia Sheinbaum a quien pretende sacar de su área protegida. Al día siguiente de la famosa cena presidencial Ebrard tomó la delantera. Congruente con su propia propuesta en torno a la conveniencia de que los aspirantes renunciaran a sus cargos, fue el primero en anunciar su salida del gabinete. También ha pugnado por que se realicen debates donde confía en tener un mejor desempeño que Sheinbaum, y desafió el dicho de López Obrador en el sentido de no aceptar el veto a ciertos medios de comunicación tildados de conservadores. De hecho, se ha vuelto el personaje más atractivo en los medios de comunicación estos últimos días, aun cuando las reglas aprobadas por el Consejo Nacional propusieron una campaña por tierra. Tanto así, que hasta figuras políticas relevantes del extranjero le han enviado sus parabienes.
Más allá del espectáculo que nos brindan los aspirantes a la silla del águila y del resultado del mismo, resulta verdaderamente inaceptable que todo este juego sucesorio dirigido por el Ejecutivo federal se haya planeado y se desarrolle violando sistemáticamente la Constitución y la ley electoral. No sólo por las faltas en sí mismas, sino también porque esto puede dar lugar a una serie de recursos que podrían complicar sobremanera y eventualmente judicializar un proceso electoral cuya complejidad, desde ya, se puede adelantar sólo al considerar la gran cantidad de cargos en disputa, además de resultados que eventualmente serían de pronóstico reservado.
Los tiempos del proceso electoral federal son precisos: arrancan la primera semana de septiembre. Para buscar una postulación por sus partidos o coaliciones, la normatividad prevé que los precandidatos pueden hacer proselitismo durante dos meses, de finales de noviembre a finales de enero. Previo a ello los partidos que pretendan coaligarse deberán presentar su solicitud a la autoridad notificándole el método a seguir para designar a sus candidatos. Lo cual para el caso de Morena será un asunto concluido.
Durante ese lapso de precampañas se definen las candidaturas y arrancan las campañas electorales. Lo que ocurra antes, entre septiembre y finales de noviembre son actos anticipados de la precampaña que están prohibidos y sancionados por la ley, hasta con la negación del registro.
Definidas las precandidaturas al finalizar noviembre, empiezan las contiendas internas que llevarán a la determinación de las candidaturas en febrero. Para entonces el elegido de Morena llevará más de medio año en campaña, con la consecuente ventaja sobre el resto de los competidores. Pero también con un cúmulo de faltas que en cualquier momento podrían restarle fuerza, presencia, legalidad y legitimidad a su candidatura.
El tema de la fiscalización desde siempre ha resultado muy incómodo para AMLO. No obstante, la normatividad vigente exige la presentación de informes y la rendición de cuentas. No queda claro cómo lo solventarán en el caso de Morena pues la ruta planteada claramente busca darle la vuelta a la ley y evitar la transparencia y la rendición de cuentas.
Aunque Mario Delgado haya propuesto un minuto de silencio porque según él el dedazo está muerto, lo que estamos viviendo es lo contrario, y peor. Morena, encabezada por el presidente López Obrador plantea una absoluta y burda simulación, una inaceptable burla al juego democrático. Hay que recordar que cuando existía el dedazo priista, México no había transitado hacia un régimen democrático, no teníamos un marco jurídico eficiente que regulara y castigara tales hábitos. Hoy sí; no obstante estamos presenciando la versión corregida y aumentada de esa práctica, la cual implica no solamente el dedo del presidente, sino el involucramiento total del Ejecutivo federal como articulador y operador central del proceso de sucesión.
En un contexto donde los políticos reproducen esos viejos modos, la normatividad vigente es clara y obliga a la supervisión cuidadosa y sanción por parte de las autoridades electorales de tales métodos. El Instituto Nacional Electoral, cuyo Consejo General ha sido parcialmente renovado hace pocas semanas, tendrá en este asunto que demostrar fehacientemente su compromiso con la legalidad. De igual modo, el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación demostrará a través de sus sentencias el histórico papel que juega actualmente.
Y en última instancia, será la ciudadanía vigilante la que a la hora de votar tendrá que considerar la congruencia en el actuar de los políticos que aspiran a dirigir al país, así como su compromiso con la legalidad. Por fortuna, por más vericuetos y atajos que sigan en su camino, sólo la voluntad ciudadana será capaz de encumbrarlos o derrumbarlos. La auténtica esperanza de un mejor futuro para este país está hoy más que nunca vinculada a una ciudadanía activa.