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Disfrutar del teatro para pensar

Y la vida agarró camino por su cuenta sin tomarnos en cuenta. Un accidente ocurrió y un virus brincón pasó de una especie (o una mutación) a otra y quedó claro, como dijo Kertész, que La vida no tiene nexo alguno con el sentido.1 O tal vez se plegó al sentido que le impuso ese semi-bicho sin más consigna que la de replicarse. ¡Qué curioso! Parecería que esa necedad de la realidad de adulterarse tomó nuestro afán de crear réplicas al pie de la letra. Ya lo viral se había apoderado de nuestra atención y ahora impuso su lógica soberana de robarse vidas. Y mientras la humanidad estaba divertida jugando al contagio, subyugada por el vértigo de la multiplicación –sin importar si era de panes, mentiras, tonterías o grandes descubrimientos–, fuimos incapaces de apertrecharnos para sortear una catástrofe de índole conocida.

Esta cosa que no acaba de tener vida y no se puede ver a simple vista, impuso su rigor de invisibilidad también a aquello que –por definición– surgió para ser visto: el teatro.2 En este tenor, la realidad también se puso a jugar con el lenguaje y, junto con la viralidad, ha impuesto la virtualidad. Expresiones tales como «asistir a un espectáculo», «presenciar una función», «ver a una persona», requieren ahora de precisiones que antes implicaban redundancia. También, traicionando su significado primario, el teatro se presenta virtualmente… una de las muchas palabras que perdió su sentido original que era: posibilidad que no se ha realizado. Y no, definitivamente ver teatro mediante una pantalla –ya sea en tiempo real (antes sólo había ése) o diferido– no es lo mismo que asistir al teatro y formar parte de esa red de espectadores imprescindibles. Así como, en palabras de Juan Villoro: «el libro está dormido hasta que no recibe el impulso, el soplo del lector que lo revive»,3 una obra de teatro exige ser vista en tiempo real, en persona completa, a la mitad de un foro con más personas que no prescindan del sentido del olfato… con aroma de presencia, podríamos decir.

Hablaré de una obra que vi en persona pero que se puede ver virtualmente y seguramente volverá a estar en cartelera para delicia de todos.

Según el propio Villoro, escribe Conferencia bajo la lluvia4 para investigar sobre la tensión entre dos emociones y probabilidades que reclaman con igual fervor su prevalencia: la del pavor de que las palabras nos lleven al delirio (y de paso, nos desnuden el alma en público) y el entusiasmo por dar una conferencia. Con este objetivo, crea un bibliotecario taciturno al que parece que le lloviera el alma, un ser moroso y amoroso pero ajeno a los avatares normales de la vida. Pierde el hilo de la conferencia que tiene programada (sobre la lluvia) y en su lugar nos ofrece una confesión sobre ese extravío en el que, como él mismo dice, seguramente es más feliz. La realidad cotidiana se le aleja constantemente y, anclado en el silencio de su biblioteca, cavila sobre poesía y amor y lluvia y sus desdichas y su gatito. Un personaje así es un bocatto di cardinale para cualquier actor, exquisitez que –sin embargo– reclama una actuación sutil en un marco de mesura inteligente. Afortunadamente, ambas exigencias las satisfacen cabalmente Arturo Beristáin y Sandra Félix.

El bibliotecario de la obra ha dedicado su vida a poner los libros en orden y los libros han puesto en desorden su propia vida. Del mismo modo, cuando un actor, cualquier actor, lucha por apropiarse del texto y meterlo en orden, si es buen actor y tiene técnica, acontece algo paradójico: el material dramatúrgico se le impone y acaba por trastocarle la vida. En este malabar interviene el inconsciente del actor, ese acervo de vivencias que el actor corteja solícitamente para hacer brotar las emociones que exige el personaje. Ese material, tan sumergido en la propia experiencia que no se puede mirar de frente, es indispensable para la transmutación actoral y acaba por cerrar el ciclo que insufla vida a un personaje. Pero, como por desgracia la vida es limitada y, por ende, también lo son las vivencias de las que un actor puede echar mano, es necesario crear algunas e implantarlas imaginariamente («forjar vividuras», exigía Héctor Mendoza). Y Arturo Beristáin es un maestro en ese menester. Por su parte, la iluminación nos acompaña con discreción para indicarnos hacia dónde mover nuestro ánimo para acabar de encuadrar las emociones.

La armonía de la obra, sin embargo, es fruto del temple del dramaturgo; un dramaturgo que sabe que «el teatro corre en un plano muy diferente a la literatura» y, en consecuencia, acepta la revisión de lo que, como decimos los teatreros, «no funciona» adecuadamente. Como un mago que no hace alarde de su truco, Villoro reconoce que el texto dramático termina por pertenecer más al actor que al autor y mediante ese gesto de retiro honorable, se hace a sí mismo aún más presente, porque su pluma se acopla a la danza del conjunto.

Por el momento no podemos ver teatro, pero podemos pensarlo para después verlo. Y también debemos pensar que –para tener la garantía de verlo– es indispensable que exista la Compañía Nacional de Teatro que nos asegura, a diferencia de muchas otras compañías, la estabilidad de un repertorio de calidad. Y entonces, también es indispensable pensar en lo que significa la reestructuración del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (fonca).

1 Kertész, I. (1975). Sin destino. El Acantilado. http://www.acantilado.es/catalogo/sin-destino/

2 El término procede de Theatron que significa: «lugar donde se mira» y «lo que se mira».

3 Todos los comentarios que imputo a Juan Villoro proceden de la entrevista que concedió en la Biblioteca Nacional de México sobre su obra Conferencia sobre la lluvia, y del prólogo a la segunda edición de la misma obra.

4 Obra del repertorio de la Compañía Nacional de Teatro. Autor: Juan Villoro. Género: Monólogo/Teatro. Fecha de publicación: 2013.

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Emoé de la Parra

Actriz y directora de teatro.

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