Epílogo de un proceso inconcluso
No es exagerado afirmar que Chile concita por estos días una atención inusual. Su decisión de redactar una carta magna representa un momento de excepción, algo inédito en la vida política de cualquier país, aunque, en los últimos años, su frecuencia ha aumentado en el marco de un discurso que promueve el cambio constitucional como forma de profundizar la democracia en América Latina.
Su proceso de transición a la democracia, considerado generalmente como exitoso, se vio abruptamente alterado, en octubre de 2019, por una crisis social y política sin precedentes y que la clase política trató de encauzar a través de la elaboración de un nuevo texto constitucional que permita reemplazar a la Constitución de 1980, heredada del régimen militar.
El 4 de septiembre de 2022 tendrá lugar el último hito de un itinerario constituyente iniciado hace aproximadamente un año. Se trata del plebiscito ratificatorio del texto elaborado por un órgano constituyente que, de resultar aprobado, no solo resultaría histórico para Chile, sino para el desarrollo constitucional en perspectiva global dada la cantidad de innovaciones que —de acuerdo a los especialistas— contiene.
En el presente artículo, se situará dicho plebiscito en el marco más amplio de un proceso que surgió para dar respuesta inmediata a la crisis de gobernabilidad que desató el estallido social, aunque la necesidad de un nuevo pacto social democrático es un anhelo de más largo aliento con trazos reconocibles en el devenir reciente del país. Al mismo tiempo, se dará cuenta de las principales características del proceso constituyente para, finalmente, identificar algunos escenarios posibles post plebiscito que han surgido previo a la realización formal de dicha consulta electoral. Las opciones inscritas en la papeleta del voto, consistentes en “apruebo” y “rechazo”, se han visto desbordadas frente a una nueva realidad: la expectativa de reformar el texto que se plebiscitará, cualquiera que sea el resultado. Tal situación levanta desafíos extraordinarios para el gobierno de izquierda conducido por Gabriel Boric desde el 11 de marzo de este año.
Plebiscito de salida: eslabón de una larga marcha
El próximo 4 de septiembre, los chilenos deberán ratificar, mediante sufragio obligatorio, la propuesta de texto elaborada por una Asamblea Constituyente elegida para tal fin hace un año. Se busca, con ello, darle una mayor legitimidad ciudadana y evitar la abstención que, para la elección de los integrantes de dicha Asamblea, alcanzó el 58.49% de abstención pasiva (sufragio voluntario), sumado a un 2.93% de abstención activa (votos nulos y blancos) de todo el padrón electoral.
Será el tercer plebiscito que Chile realiza en su etapa democrática reciente, la que se inició con otro plebiscito en 1989 para que la ciudadanía definiera si quería extender el mandato de la dictadura por ocho años más (1990-1998) o si se llamaba a elecciones presidenciales y parlamentarias, ganando la segunda opción por poco más de 55% de los votos.
La elección viene a suponer el epílogo –en principio– de un cauce diseñado por la clase política para intentar frenar la violencia desatada en el marco del estallido social del 18 de octubre de 2019, la mayor crisis social y política de su historia reciente. El episodio, suscitado como reacción a un alza del precio del boleto del metro de Santiago durante el segundo mandato del gobierno de centro derecha de Sebastián Piñera (2018-2022), duró varios días. Combinó marchas pacíficas multitudinarias con episodios de destrucción y de vandalización de infraestructura pública (veinte estaciones del tren subterráneo fueron dañadas o incendiadas), a lo que el gobierno respondió con un decreto de estado de emergencia y toque de queda.
La clase política solo logró contener la ola de indignación a través de un mecanismo denominado “Acuerdo por la paz social y la nueva Constitución”. Firmado el 15 de noviembre de 2019, fue suscrito por diversas fuerzas políticas con el objetivo de revisar la institucionalidad vigente del país y sentar las bases para un proceso constituyente que permitiera llegar a un nuevo pacto político y social.
La propuesta incluía un plebiscito para abril del 2020 en el cual se harían dos consultas: si se quería o no una nueva constitución y qué tipo de órgano debería redactarla. Realizado finalmente el 25 de octubre de 2020, debido a la pandemia del Covid-19, obtuvo un categórico resultado de 78.31% a favor de una ley fundamental, así como la vía de una convención constitucional cuyo único fin sería redactar el nuevo texto, con un plazo de nueve meses, que podría prorrogarse por una sola vez, por tres meses más. Sesenta días posteriores a la devolución del nuevo texto constitucional por parte de dicho órgano, tendría lugar un referéndum ratificatorio con sufragio universal obligatorio. Su creación y regulación fueron efectuadas a través de la Ley No. 21.200, publicada el 24 de septiembre de 2019, que reformó la Constitución Política de la República para incluir el proceso de redacción de una nueva carta magna.
Aunque existe la tentación a mirarlo como respuesta inmediata a las demandas presentadas en el marco de dicho estallido, el anhelo por una nueva constitución refrendada en democracia y que logre superar la de 1980, que es la que rige actualmente en Chile y que ha sido heredada del régimen militar, cruza buena parte de su devenir histórico reciente al punto de que, ya durante el segundo gobierno de Michelle Bachelet (2014-2018), se impulsó un itinerario constitucional que finalizó con un proyecto de nueva carta magna presentado al Congreso en 2018, sin llegar a fructificar. A lo anterior se suma el hecho de que la actual Carta Fundamental ha sido objeto de sucesivas reformas. La más significativa se llevó a cabo en 2005, durante el gobierno de Ricardo Lagos (2000-2006). Un acuerdo político permitió introducirle cincuenta y cuatro reformas. Además, en ese momento desapareció la firma de Pinochet del documento, siendo reemplazada por la del presidente Lagos. De agosto de 2005 a 2017, ha experimentado veintidós reformas más.
Para autores como Manuel Antonio Garretón (2018), uno de los factores que impiden que Chile tenga un régimen político completamente democrático se debe a que se mantiene la vigencia de la Constitución heredada de la dictatura con un sello de tipo neoliberal con predominio del mercado. Por otra parte, el escritor Ariel Dorfman (2022) es enfático en afirmar que el fin de la transición tendrá lugar “el día en que se proclame la nueva constitución política de Chile”.
La escritura constitucional: descrédito de un promisorio proceso
Chile ha tenido, a lo largo de su historia independiente, diez textos constitucionales. El primero se redactó en 1811, bajo la administración de la Junta de Gobierno. El que estuvo más tiempo vigente fue el de 1833, activo hasta la elaboración de un nuevo documento en 1925.
Como se ha señalado, la sustitución de la Constitución de 1980 se ha instalado en la sociedad chilena con carácter de gesta épica que, pese a intentos por distintas vías, solo ha logrado cobrar impulso gracias al itinerario constitucional desatado por las movilizaciones de octubre de 2019 que pusieron en jaque la institucionalidad vigente. Ante tal situación, tal como señalan Castillo y Selamé (2022), “la clase política buscó dar credibilidad al organismo constituyente mejorando las condiciones de entrada para actores tradicionalmente excluidos por medio de mecanismos de paridad de género, escaños reservados para pueblos indígenas y mayor apertura a la participación ciudadana de candidaturas independientes. Dichas condiciones de competencia, además de una concurrencia masiva de electores jóvenes que no votaron en procesos anteriores, dio lugar a una convención en la que primó una inspiración anti status quo”.
De esta forma, se constituyó, por primera vez en los doscientos años de vida independiente de Chile, un cuerpo colegiado electo para redactar su norma fundamental por votación popular de 155 integrantes, aplicándose por primera vez en la historia del mundo un mecanismo de paridad que posibilitó un resultado final de setenta y siete mujeres y setenta y ocho hombres. Igualmente, ocho de los constituyentes eran abiertamente integrantes de la comunidad lgtb: cinco gais, una lesbiana, una pansexual y una bisexual.
Otra característica de la convención fue el promedio de edad de sus integrantes, alcanzando un promedio de 44.5 años. También contó con la integración de representantes de los pueblos originarios a través diecisiete escaños reservados.
Desde una perspectiva ideológica, su composición se orientaba a la izquierda, pero sin hacer necesariamente parte a todos sus integrantes de partidos políticos. De hecho, la gran sorpresa de la elección fue el éxito obtenido por las candidaturas independientes, que llegaron a ocupar casi un tercio de los escaños del órgano constituyente al verse favorecidos por las reglas electorales particulares que se usaron para esa elección. La centro-derecha, por su parte, quedó con menos de un tercio de los representantes, el quórum mínimo requerido para bloquear las propuestas.
Solo las normas aprobadas por 2/3 de sus integrantes serían incluidas en la nueva carta magna, haciéndose la discusión sin anteproyecto. De esta forma, solo sería considerado aquello que tuviera un 67% de apoyo en la Convención.
Durante su trabajo, uno de sus objetivos fue permitir la participación de la ciudadanía, lo que se posibilitó a través de mecanismos como audiencias públicas y la presentación de iniciativas populares de norma (IPN) bajo ciertos requisitos. Igualmente, recibió considerable apoyo tanto desde el mundo de la academia como de distintos organismos internacionales.
Paradójicamente, un proceso generado para intentar recomponer los vínculos de confianza entre la ciudadanía y la política comenzó a perder apoyo progresivamente. Al día de hoy, ad portas de realizarse el plebiscito ratificatorio del texto constituyente, en la mayoría de las encuestas de opinión la opción “rechazo” supera en diez puntos a la del “apruebo”.
Desde una perspectiva más general, reconocidos constitucionalistas, tanto a nivel mundial como latinoamericano, colocan el texto a contraluz, valorando sus contribuciones y advirtiendo de sus problemas. Roberto Gargarella (2022) ha afirmado: “pone a Chile en la línea del modelo predominante en América Latina”. Al tiempo que lo reconoce como “un paso muy importante”, es crítico con la forma en que el documento aborda la organización del poder ya que no se habría adecuado a la incorporación de derechos. Por su parte, Tom Ginsburg (2022) lo sitúa en línea con la tendencia constitucional global. Afirma que “refleja un proceso de inclusión de un grupo amplio de la sociedad chilena con más derechos, atención al género, al medio ambiente y a la población indígena, especialmente a través de la idea plurinacional”.
David Landau (2022) plantea que “el texto refleja en algunos sentidos las tendencias constitucionales centrales de la región, pero también algunas tendencias globales. Entre las primeras, la paridad, el contenido vinculado a temas medioambientales, el proyecto de constitución ecológica”. Avanza también con algunas críticas como “la forma como está formulada la consulta indígena, así como el punto sobre las reformas al sistema de justicia”.
Finalmente, Gabriel Negretto (2022) reconoce en él bondades tales como la limitación de la excesiva concentración de poder en el Ejecutivo, el fortalecimiento de las mayorías legislativas, la descentralización territorial del poder, la expansión de los derechos sociales y la posibilidad de la participación directa de los ciudadanos en la toma de decisiones colectivas. Entre sus deficiencias, apunta a que “la gran ausencia de la propuesta son normas tendientes a mejorar la gobernabilidad limitando la creciente fragmentación partidaria del país”.
Tanto para Ginsburg como para Negretto, el resultado que las encuestas prefiguran para el plebiscito no deja de resultar una novedad en la experiencia comparada. Así, el primero reconoce su imposibilidad para recordar en el mundo “un plebiscito de este tipo donde fue solo una mayoría mínima la que aprobó la constitución”. El segundo plantea que “es atípico que quienes favorecen su aprobación aleguen que aprueban para reformar”.
Escenarios post plebiscito: en busca de una tercera vía
El plebiscito contará con una sola papeleta, presentando la pregunta de si el votante aprueba o rechaza la nueva constitución. De ser aprobada, entraría en vigencia de inmediato, derogando automáticamente la anterior. Por otro lado, de ser rechazada la, decenas de veces reformada, Constitución de 1980, seguiría rigiendo los destinos de Chile.
Sin embargo, el debate que el desempeño de la convención constitucional ha generado ha llevado a las encuestas a contribuir a la ampliación del margen de opciones, las que, aunque no estarán formalmente en la papeleta, han permitido que surjan alternativas más matizadas expresadas en “aprobar para mejorar” y “rechazar para mejorar”. Progresivamente se ha ido instalando una sensibilidad que representaría a un 52% de los chilenos que quiere reformas desde las dos opciones antinómicas en pugna. A ello contribuye el hecho de que la opción “aprobar para reformar” triplica a la de quienes aprobarían el texto a secas.
De esta forma, y luego del respaldo que recibieron las candidaturas de listas de independientes que enarbolaron críticas a la política tradicional para integrar la Convención Constituyente, la política tradicional vuelve al primer plano en su intento por articular una vía de salida frente a la disyuntiva que anticipa el posible resultado del plebiscito.
Así, por un lado, los sectores de derecha, a los que se les reclama la obstaculización permanente de cualquier intento de reforma sustantiva del texto constitucional heredado de la dictadura, han presentado un compromiso de diez puntos para reformar la Constitución, si llegase a ganar la opción “rechazo”, que lleva por título “Una nueva Constitución para Chile. Compromiso de Chile Vamos con una casa para todos”.
En la misma línea de facilitar fórmulas en caso de ganar el “rechazo”, el Congreso de Chile aprobó la reforma constitucional de los senadores Ximena Rincón y Matías Walker de avanzar hacia el fin del quórum de 2/3, rebajándolo a 4/7, forma de posibilitar reformas al Código Fundamental vigente.
Por su parte, los partidos que integran el oficialismo (Socialismo Democrático y Apruebo Dignidad) han llegado a un acuerdo según el cual, de ganar el “apruebo”, se introducirán cambios al texto que se someterá a plebiscito, erigiéndose el presidente Gabriel Boric en principal garante del mismo. La decisión no es antojadiza dado que, desde el propio gobierno, se señaló hace tiempo que la aprobación del texto constitucional tenía carácter estratégico para el desarrollo de su programa y, por otra parte, se ha comenzado a instalar la idea de que el resultado del plebiscito será interpretado como un plebiscito a la gestión del propio Boric.
Dado que Chile es uno de los países de América Latina que más tardíamente incorporó las cuotas de género en su legislación electoral, y encontrándose también rezagado en lo que respecta al reconocimiento de la paridad por ley, uno de los aspectos distintivos del borrador constitucional que se confía en que pueda conservarse en la próxima etapa de reformas que se avizora, es el relativo a la incorporación de la paridad como principio orientador de la democracia del siglo XXI y que es posible identificar desde su primer capítulo denominado “Principios y disposiciones generales”. Concretamente, en su inciso segundo se señala que “(Chile) se constituye como una república solidaria. Su democracia es inclusiva y paritaria”, aspecto que se desarrolla luego profusamente en capítulos posteriores.
Como sea, el próximo 5 de septiembre encontrará a los chilenos en un escenario donde sus líderes deberán dar muestras, tal como lo hicieron cuando tuvo lugar el estallido social del 18 de octubre, de grandes dosis de imaginación política.