Género e inclusión
Una no nace, sino que se hace mujer
Simone de Beauvoir
El término género se introdujo en el pensamiento anglosajón como una herramienta de clasificación gramatical sin la pretensión de hacer referencia a los atributos de las personas; fue a mediados del siglo pasado que el feminismo extendió su significado para subrayar las distinciones derivadas de la diferencia entre los sexos –que aún se resisten a desaparecer bajo la pretendida neutralidad de la lengua– y más aún para separar lo biológico de aquello que es producto de la construcción social.
A partir de este momento se empezó a usar al género en oposición al sexo para justificar, por un lado, que los comportamientos y rasgos de la personalidad son una realidad distinta a la del cuerpo y, por el otro, que es la sociedad la que ha marcado los roles de lo que consideramos lo femenino y lo masculino.
De esta forma, el género ha sido relevante en la lucha por revertir los significados que hemos dado a las diferencias corporales o sexuales que sitúan a las personas en un plano de opresión: si la distinción entre hombres y mujeres, entre lo femenino y lo masculino no deriva de lo biológico, sino de lo social o cultural, si es la sociedad la que confiere un determinado sentido a las diferencias corporales, entonces nuestra forma de entender a los cuerpos no puede considerarse como una idea fija, inmutable o inalterable.
Es decir que, si el género es la interpretación que como sociedad hemos venido haciendo de nuestra manera de convivir y de ver al mundo, entonces es algo que podemos y debemos deconstruir para adaptarnos a las exigencias de nuestra realidad. Pienso, por ejemplo, en la imperante necesidad de replantearnos nuestra encorsetada sujeción a la feminidad y masculinidad que excluye a la diversidad de identidades y expresiones de género.
Asimismo, comparto la necesidad de replantearnos las formas erradas en las que muchas veces usamos el término género llegando a la paradoja de utilizarlo como sustituto de sexo, pese a haber sido definido precisamente en oposición a lo biológico. Resulta también llamativo el que muchas veces se utilice de manera neutra o incluso abusiva hasta el punto de correr el riesgo de convertir al género en un absurdo y en un encubridor de las relaciones de dominación y de violencia que con el mismo se han pretendido subvertir.
A continuación, pasaré a referir algunos casos en los que las confusiones en el uso del género pueden llevar, directa o enmascaradamente, a conseguir algo que se encuentra en las antípodas de aquello por lo que se introdujo, que fue precisamente la lucha por la igualdad y la inclusión.
La primera reflexión es con relación a la utilización del término género como sustituto de mujer. Joan Scott nos dice que, en su acepción más simple, el género se utiliza como sinónimo de mujer encontrando una serie de obras literarias, artículos o congresos que, al hablar, por ejemplo, de la historia de las mujeres, sustituyen en sus títulos “mujeres” por “género”. La autora se pregunta si esta práctica se ha introducido con el propósito de destacar la seriedad académica de la obra al hacerla parecer más neutral y objetiva, o si el término género se utiliza muchas veces para desmarcarse directamente del feminismo.
Leyendo a Scott recordé el cuestionamiento que alguna vez me hicieron sobre la racionalidad de utilizar la expresión perspectiva o enfoque de género en lugar de hablar directamente de perspectiva feminista o de perspectiva de los derechos de las mujeres. El planteamiento giraba en torno a la utilización de los roles que han generado la subordinación de las mujeres como una perspectiva para alcanzar la igualdad cuando, según, lo sensato era eliminar dichos roles o eliminar el concepto mismo de género.
Encuentro que de alguna manera esas dudas derivan del entendimiento de la perspectiva de género como aquello que se ocupa únicamente de las cuestiones relacionadas con las mujeres, sin atender a que, como afirma Marta Lamas: la información sobre la situación de las mujeres es necesariamente información sobre los hombres, o más aún, es información sobre nuestra forma de entender a la igualdad y que, el término género, involucra no solo a las mujeres, sino también a las denominadas ¿minorías sexuales?
Un ejemplo de lo anterior lo encontramos en “La Ley General para la igualdad entre mujeres y hombres”, que define a la perspectiva de género como una metodología que permite identificar, cuestionar y valorar la discriminación, desigualdad y exclusión de las mujeres que se pretende justificar con base en las diferencias biológicas. Visto así, el mecanismo parece ser un asunto exclusivo de las mujeres –postura que me temo comparte la mayoría de las decisiones judiciales– lo que entonces me llevaría a cuestionar, como lo hace Scott, el porqué de la transferencia lingüística de mujer por género, esto es, sobre la razón para no nombrar directamente a las mujeres, o en si debemos entender que se les incluye aun sin nombrarlas.
El problema entonces estriba en cómo hemos venido utilizando a la perspectiva de género, pues contrario a la norma previamente citada, dicha expresión va más allá de la lucha por los derechos de las mujeres, abarcando la inclusión de grupos que se han encontrado en estado de vulnerabilidad y, en este sentido, resulta esclarecedora la definición dada por el Protocolo para juzgar con perspectiva de género de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, como el método de análisis que pretende generar una nueva forma de creación del conocimiento en la que se abandone la necesidad de pensarlo todo en torno al sujeto aparentemente neutral. Y es que el mundo se ha construido sobre la falacia del sujeto universal y neutral que en realidad se resumía en hombre, blanco, heterosexual, propietario, sin discapacidad y educado.
De esta manera, la perspectiva de género reconoce todas las realidades: la diversidad de géneros, la existencia de mujeres y de hombres y la complejidad de las relaciones sociales y, visto así, su finalidad no se puede entender como algo limitado a los derechos de las mujeres. La perspectiva de género entonces pretende entender cómo funciona realmente el género, y si bien en un inicio se utilizó para visibilizar la situación de las mujeres, no debemos olvidar que la idea del sujeto neutro y universal abarca todos los ámbitos, y en muchos casos esto da como resultado una suma de opresiones, por lo que el replanteamiento no puede hacerse desde esferas separadas.
En esta misma línea Silvia Tubert nos invita a reflexionar sobre el concepto violencia de género cuando, según su opinión, lo propio sería hablar de violencia de hombres hacia las mujeres. La autora nos dice que esta utilización produce el indeseable efecto de ocultar lo que se debe visibilizar: la dominación masculina y la subordinación femenina.
La segunda reflexión es con relación a la utilización del término género como sustituto de sexo; así, desde la doctrina se nos dice que esto lo podemos encontrar en cuestiones cotidianas, como cuando se habla del progenitor del género opuesto, y en cuestiones más controvertidas como la antes mencionada conducta de violencia de género.
Llevando este argumento al ámbito de la justicia electoral encontramos que el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) ha venido construyendo una línea jurisprudencial en materia de género dentro de la que ha destacado las barreras o resistencias que han existido y aún existen para impedir que se alcance la igualdad sustantiva en el ámbito de lo político.
Una de esas barreras es la violencia política contra las mujeres por razón de género reconocida en el ámbito electoral mexicano vía jurisdiccional, previa a la intervención del órgano legislador, y que ha sido definida como: “todas aquellas acciones u omisiones de personas, servidoras o servidores públicos que se dirigen a una mujer por ser mujer [esto es, basadas en elementos de género], que tienen un impacto diferenciado en ellas o les afectan desproporcionadamente, con el objeto o resultado de menoscabar o anular sus derechos político-electorales, incluyendo el ejercicio al cargo” (jurisprudencia 48/2016).
Como vemos, la definición parte de una consideración de los roles o comportamientos de género que han desterrado a las mujeres del ámbito de lo público a lo doméstico; por ende, la pregunta aquí es si la utilización de un término considerado más neutro oculta la connotación que el sexo ha tenido para las mujeres: subordinación, invisibilidad, asimetrías, discriminación, en otras palabras la pregunta es si el planteamiento de la conducta como violencia política contra las mujeres por razón del sexo generaría un efecto distinto y positivo.
A mi juicio, en este caso específico una definición de la violencia por el sexo y no por el género atribuiría el comportamiento directamente a causas biológicas y podría llevarnos al craso error de considerar que, si las distinciones que nos oprimen tienen un origen fisiológico o natural entonces aquellas podrían tener un carácter inmutable, quitándonos las esperanzas de todo cambio.
Por otro lado, considero que definir a la violencia política por el sexo podría conllevar también al indeseable efecto de excluir de su ámbito de protección a las mujeres trans, y lo hago pensando tristemente en los discursos transexcluyentes que desconocen a la identidad de género y que consideran como lo único verdadero al sexo asignado al nacer. Es aquí donde resulta pertinente repensar a Simone de Beauvoir para deconstruir al fundamentalismo biológico y para reflexionar en aquello que te hace ser mujer.
En este punto, quiero compartir a Linda Nicholson que nos dice que el sentido de ser mujer se descubre a partir de un entramado muy complejo de características en las que el contexto juega un papel fundamental. De esta forma, la vagina puede ser una más de las características que, durante un largo periodo de tiempo, cumplió un papel fundamental; pero hoy existen personas que se sienten mujeres sin haber nacido con una vagina, pues en este auto reconocimiento juegan un papel fundamental las experiencias y vivencias personales.
Soy mujer más allá de mi sexo: una vagina no me define como mujer, y por eso celebro sentencias como la emitida por la Sala Superior en la que confirmó que las expresiones discriminatorias dirigidas a menoscabar o anular el ejercicio de los derechos políticos-electorales de las mujeres trans constituyen violencia política por razón de género, con todas las implicaciones que ello conlleva (SUP-REP-252/2022): porque las mujeres trans son mujeres y no hay, ni puede haber, una categorización de mujeres de primera y de segunda.
Finalmente, quiero referirme al problema de la construcción del género desde una perspectiva binaria conservando una especie de relación mimética con el sexo. Este binarismo, como ya hemos tenido ocasión de asistir, tiene un alto impacto en el ámbito de lo electoral en donde la paridad y los mecanismos de alternancia para garantizar la participación política de las mujeres se construyeron sobre un asunto dicotómico o binario.
Anchoy Sánchez nos dice que en la construcción de la paridad hemos aceptado como realidad a una imagen simplificada de lo existente: el hombre y la mujer, lo femenino y lo masculino, que desplaza tácitamente a las personas que no se identifican dentro de la misma, con lo cual, sin darnos cuenta, hemos estado excluyendo de la participación política a quienes no se mueven en la cancha de este dualismo. Con esto no pretendo ni mucho menos negar el papel indispensable de la paridad como principio o de las acciones afirmativas dirigidas a la inclusión de las mujeres, pero sí considero que debemos seguir cuestionándonos sobre los efectos perversos del binarismo que ha dejado fuera de la cancha de juego a un grupo importante de la sociedad.
Este asunto ha sido, en los últimos tiempos, uno de los mayores retos a los que se ha enfrentado la justicia electoral mexicana, la cual, a través de la construcción de una línea jurisprudencial “no cis género” ha reconocido, entre otras cosas: que la identidad de género es una manifestación del derecho a la vida privada y del libre desarrollo de la personalidad, que la autoadscripción simple es el único elemento para determinar la identidad de las personas (SUP-JDC-304/2018 y acumulados) y que el cumplimiento de la paridad debe armonizarse con la participación política de personas que se reconocen como no binarias. Estableciendo que estas últimas se deben contabilizar en el porcentaje correspondiente a los hombres, por ser el grupo históricamente privilegiado en el acceso a los cargos públicos (SUP-JDC-74/2022).
Añadiría que es necesario enfatizar que la paridad, indispensable para revertir la situación de discriminación histórica que han sufrido las mujeres, no puede generar exclusión; en ese sentido, el género debe ser un aliado indispensable para alcanzar la igualdad sustantiva, por lo que es imperativo empezar a utilizar una perspectiva de deconstrucción de lo que hemos venido entendiendo por género para dotarlo de un contenido que incluya a todas las identidades, pues el tema de la inclusión es una tema de humanidad: el tema de la inclusión es un tema, sin lugar a dudas, de derechos humanos.