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Justicia ambiental y democracias

La justicia ambiental es un desafío que atraviesa la democracia en América Latina y obliga a repensar la forma en que los derechos colectivos se garantizan y se hacen efectivos. En el contexto de debates recientes sobre reformas políticas y nuevas agendas ciudadanas, reflexionar sobre el derecho a un ambiente sano no es un asunto secundario, sino una pieza clave para fortalecer la legitimidad democrática.

Además de ser un derecho humano reconocido internacionalmente, el derecho a un ambiente sano es también una condición necesaria para tener una vida digna y plena. Desde la perspectiva de Amartya Sen, que entiende el desarrollo como la expansión de capacidades para vivir como se valora, el ambiente sano es una de esas condiciones materiales que permite a las personas ejercer sus libertades. Si el derecho al ambiente tiene tal importancia, esto nos lleva a preguntarnos ¿cómo se puede ejercer la ciudadanía plenamente cuando se vive junto a un basurero a cielo abierto, en un barrio sin acceso a agua potable ni áreas verdes, expuesto permanentemente a enfermedades y contaminación?

En América Latina, millones de personas enfrentan cotidianamente esta realidad. El acceso al ambiente sano no es universal, sino profundamente diferenciado por clase social, raza, geografía y género. Esta desigualdad ambiental no es solo un problema ecológico, sino una deuda democrática estructural, porque limita el goce de derechos básicos y reproduce exclusiones históricas que los sistemas políticos no han logrado resolver a través de los mecanismos democráticos existentes.

Para desarrollar esta idea, este texto muestra cómo la desigualdad ambiental en América Latina es resultado de decisiones políticas que colocan los intereses económicos por encima del bienestar colectivo. Aborda la relación entre la representación política y la justicia ambiental, cuestiona el papel de las instituciones democráticas que no siempre garantizan derechos básicos y explora alternativas que pueden fortalecer la capacidad de las comunidades para defender su territorio y participar en decisiones que afectan su vida cotidiana.

América Latina es una de las regiones más desiguales del mundo, y esa desigualdad también se expresa en disputas territoriales y ambientales. En el libro Comunidades y conflictos socioambientales: experiencias y desafíos en América Latina, múltiples experiencias ilustran cómo el acceso a bienes naturales está mediado por relaciones históricas de poder. Por ejemplo, el trabajo de Esperanza Martínez en Ecuador muestra cómo las comunidades amazónicas, pese a sus estrategias de participación y defensa, enfrentan sistemáticamente la contaminación petrolera y la expansión extractiva, muchas veces sin garantías legales ni protección estatal efectiva. Martínez plantea que estas desigualdades no son accidentes, sino el resultado de decisiones políticas que priorizan la renta extractiva por encima del bienestar ambiental de las comunidades.

La desigualdad ambiental también se reproduce en el ámbito político. Aunque se han logrado avances importantes en la representación de comunidades en espacios de decisión, la región sigue siendo profundamente hostil para quienes defienden el territorio. Según el último informe de Global Witness, 166 defensores y defensoras ambientales fueron asesinados en América Latina en 2023. No es un dato aislado, sino parte de una tendencia preocupante. Hay situaciones en que el Estado no solo es incapaz de garantizar derechos, sino que además actúa como facilitador de intereses privados. El caso de los “11 de Jericó” en Colombia, en el que líderes comunitarios fueron judicializados por oponerse a un proyecto minero, ilustra cómo los marcos legales se usan a veces para deslegitimar la defensa del ambiente. Así, la desigualdad ambiental se manifiesta en varios niveles del sistema político: en el diseño de normas, en la implementación de políticas públicas, en la debilidad de la representación y en la falta de garantías efectivas para ejercer derechos en contextos de disputa.

Esto alza el interrogante de si es posible hablar de justicia ambiental en democracias que no logran garantizarla. Esta pregunta no busca desestimar el modelo democrático, sino que obliga a profundizar sus alcances. Las democracias latinoamericanas, con todos sus límites, han sido espacios donde las luchas por el territorio y el ambiente han podido adquirir visibilidad, legitimidad y sentido político. Procesos judiciales impulsados por comunidades, consultas populares, fallos constitucionales y movilizaciones colectivas muestran que hay posibilidades reales de disputar el modelo de desarrollo desde adentro del sistema. Pero esto exige repensar el vínculo entre ciudadanía y ambiente. La justicia ambiental no puede seguir siendo vista como un asunto sectorial o técnico, sino que debe asumirse como un componente esencial de una democracia sustantiva.

Resolver estos conflictos es complejo, porque involucra una diversidad de actores sociales, económicos y políticos, así como distintas visiones sobre lo que debe ser el ambiente, el desarrollo y la justicia. Sin embargo, en América Latina se han identificado varias medidas para enfrentar estos desafíos. En el plano legal e institucional, destacan la implementación de marcos normativos para la responsabilidad ambiental y las acciones colectivas, la integración de políticas de agua y suelo con prioridades de saneamiento para las poblaciones más pobres, y el desarrollo de evaluaciones estratégicas y medidas de compensación explícitas.

En cuanto a participación comunitaria, se han promovido consultas locales, referendos comunitarios, redes de base y estructuras de gobernanza alternativas, que permiten a las comunidades involucrarse activamente en decisiones que afectan sus territorios. En términos de gobernanza, las mejoras por una pueden resultar de una mejor coordinación entre niveles de gobierno, mayor transparencia en el acceso a información pública y la construcción de nuevos pactos sociales que prioricen la justicia ambiental.

No obstante, su implementación enfrenta importantes desafíos, como una débil capacidad estatal para hacer cumplir la ley, la constante priorización de intereses económicos por encima de los derechos ambientales, o incluso, marcos jurídicos e institucionales que son complejos, fragmentados o inaccesibles para las comunidades afectadas. El reconocimiento de estos límites es importante para la implementación de alternativas, no obstante, a pesar de estos es necesario realizar avances que permitan a las comunidades gozar plenamente de sus derechos.

La desigualdad ambiental en América Latina es una expresión clara de exclusión histórica y política que limita la capacidad de muchas personas para vivir dignamente. Esta realidad no es solo resultado de desastres naturales o carencias técnicas, sino de decisiones estructurales que benefician a unos pocos mientras sacrifican territorios enteros. Por eso, hablar de justicia ambiental no es solo defender un derecho sectorial. Es preguntarse qué reformas políticas, qué formas de representación y qué decisiones colectivas necesitamos para que la democracia pueda garantizar la dignidad y la igualdad de todas las personas, sin excepciones. Por eso, la defensa del ambiente sano es también la defensa de una ciudadanía plena, y por eso hablar de justicia ambiental es, en última instancia, hablar de las bases de la democracia.


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Amanda Murillo Trujillo

Politóloga y estudiante de Economía de la Universidad del Rosario, Colombia. Asistente de investigación en el semillero Desigualdad y política social de la Universidad del Rosario. Integrante del Observatorio de Reformas Políticas de América Latina (IIJ-UNAM y OEA).

@amandaj_mt


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