La democracia en el aire.
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Trampas, balas y amenazas en la elección de 2024
La elección de 2024 es la primera elección presidencial tras el terremoto del 2018. Se trata, pues, del primer proceso de renovación tras la implosión del régimen de partidos de la transición y, tal vez, de la última elección del régimen del pluralismo. Lo primero no necesita mucha elaboración: los electores del 18 destrozaron el sistema partidista que se fue construyendo a lo largo de la última década del siglo XX y las primeras del siglo XXI. Tres partidos nacionales razonablemente institucionalizados que se alternaban los puestos fundamentales del gobierno federal y los gobiernos locales. Tres organizaciones con ambición presidencial y de tendencia centrista.
Los votantes del 18 decidieron castigar severamente a los partidos tradicionales y darle su confianza entera a un partido apenas creado. Desde la alternancia del 2000 la ciudadanía había sido cautelosa con sus apuestas de cambio. Si castigaban al partido en el poder, limitaban, al mismo tiempo, la acción del nuevo partido gobernante exigiéndole negociar con la oposición. 2018 terminó esa cautela: a Morena la presidencia y la mayoría en las asambleas legislativas. El poder ejecutivo y el legislativo volvieron a reunirse en una misma coalición.
La segunda afirmación es, desde luego, más discutible. ¿La última elección del régimen pluralista? Tal vez parezca exagerado afirmarlo, pero resulta crucial advertir que en las elecciones del 2024 la naturaleza del régimen está en juego. El sexenio lopezobradorista fue un gobierno cuyo propósito explícito fue desmontar los acuerdos de lo que hemos convenido en llamar “transición.” Instituciones neutrales para arbitrar el conflicto, órganos autónomos para escapar de las trampas partidistas, comisiones técnicas para incorporar el largo plazo a la política pública, complejos mecanismos de control de poder que restringían el presidencialismo del régimen previo. Consensos que exigían negociación y diálogo. Al final de la administración, la pregunta que vale hacer es si ha terminado ese régimen de la transición y ha nacido otra criatura política. Si el gobierno de López Obrador fue un gobierno autoritario en un régimen democrático, como lo describe Ricardo Becerra, ¿hemos pasado ya a un sistema que es, en lo esencial, autocrático?
Uno de los datos que nutren la interrogante es el desarrollo mismo de las campañas. Ésta no ha sido una contienda ordinaria: hemos sido testigos de una elección sin ley. Dos ilegalidades han estado presentes a lo largo de todo el proceso. La primera ilegalidad es la de la trampa ignorada, la segunda, la de la violencia sin castigo. El proceso del 24 tuvo la marca de la ilegalidad desde el arranque: violando la norma, el proceso inició cuando el presidente decidió dar el banderazo de salida. El impulso presidencial valió más que el calendario de la ley. Lo más relevante fue que el Instituto Nacional Electoral se convirtió en cómplice de la transgresión al solicitarle a los contendientes que se esmeraran en la simulación. El árbitro recomendó a los jugadores que se esmeraran en la apariencia: que los contendientes no se describieran como “precandidatos,” que las propuestas no se llamaran “propuestas”, que el cargo por el que peleaban no se llamara candidatura.
El INE renunció a ser autoridad electoral y se convirtió en espectador de ilegalidades. Con pasividad han actuado el instituto y el tribunal frente al presidente de la república, quien, cotidianamente, ha violado el deber de neutralidad que dicta la legislación electoral para respaldar a su candidata y para criticar ferozmente a la oposición. En éste y en otros ámbitos, somos testigos de una elección en la que el poder electoral abdica de sus funciones esenciales. Pero, como decía arriba, el proceso político de 2024 no solamente ha estado marcado por la trampa, sino también por la violencia que cancela la libertad de sufragio.
La organización Data Cívica, Animal político y México Evalúa han hecho la radiografía de la violencia electoral. El panorama que presentan es devastador. En espacios significativos del territorio nacional se impone el crimen sobre la libertad electoral. El reporte “Votar entre balas. Entendiendo la violencia político-criminal en México”, que puede encontrarse en línea, da cuenta de la manera en que el crimen organizado incide en los procesos electorales, particularmente en las contiendas municipales de algunos estados de la república. Desde septiembre de 2023 hasta el último día de abril, 80 personas han sido víctima de un ataque violento por parte del crimen organizado. De ellas, 67 eran precandidatos o candidatos y 13 eran funcionarios de partido. La violencia también ha desalentado la participación. Se tiene registro de que cerca de un millar de aspirantes a distintos puestos de elección popular han renunciado a su ambición. Tan solo en el estado de Chiapas han renunciado, según lo ha contabilizado el instituto electoral local, 515 personas.
Como decía arriba, las campañas iniciaron antes de tiempo. Considerando la relevancia del proceso, es notable la ausencia de un debate real y de propuestas creativas. La candidata del oficialismo ha hecho una campaña maniatada. Su estrategia ha sido la mimetización con su promotor. Repetir disciplinadamente los lemas, las fórmulas, las respuestas de López Obrador y presentarse como la cuidadora de su legado. Podría decirse, incluso, que, a lo largo de la campaña, la candidata Sheinbaum ha acentuado esa identificación y ha cancelado el intento tímido de proponer acentos distintos que podía imaginarse al principio de su campaña. En cuanto a la reforma política, ha hecho suyas, con vehemencia, las propuestas de López Obrador de rehacer la arquitectura básica de la transición y construir un nuevo régimen. Régimen que estaría basado en el hiperpresidencialismo, en la militarización y en la terminación de la democracia constitucional.
La candidata opositora ha tenido una campaña de altibajos. Logró colocarse al frente de la coalición gracias a la agilidad, a la frescura y a la firmeza con la que enfrentó al presidente López Obrador y logró arrebatarles la candidatura a los cuadros tradicionales de los partidos, pero no terminó de ensamblar las piezas de su coalición para caminar coordinadamente. Con todo, logró definir la trascendencia de la elección: una decisión que va más allá de la conformación de un gobierno, una elección en donde se juega, ni más ni menos que la sobrevivencia de la democracia liberal.
Por supuesto, la elección del 2024 no es la competencia por un solo puesto. Es una elección gigantesca en donde se elegirán más de 20 mil cargos. La implantación territorial del pluralismo está, por lo tanto, en el aire. La pista del congreso federal es hoy más trascendente que nunca. Con una agenda tan abiertamente antiliberal, la composición del poder legislativo es crucial. Morena convoca a lograr la mayoría calificada para aprobar, con esa aplanadora, las propuestas de reforma constitucional. Incluso la mayoría simple de la coalición opositora daría a la coalición gobernante un enorme poder, si es que se concreta, con el nombramiento de un nuevo ministro, la anulación de la Suprema Corte como tribunal constitucional. Valdría anticipar también que la dinámica de la siguiente legislatura no estará definida solamente por la decisión de los votantes en junio, sino también por las dirigencias de la oposición. ¿Sobrevivirá la coalición opositora para hacer frente a los proyectos autoritarios de Morena si conserva en la presidencia?
En cada episodio electoral se repite la fórmula de que la siguiente no es elección ordinaria. Que en la votación se decide mucho más que un gobierno. En este caso, el lugar común está más que justificado.