Más mujeres con voz y voto

Con reciente ocasión de una nueva edición de los premios Oscar constatamos, una vez más, que las mujeres tienen escasa voz y voto. Más de 50% de las películas nominadas no aprobaron el test de Bechdel,1 lo que significa que en ellas no existe algo tan simple, real y cotidiano como dos mujeres con nombre propio que hablen entre sí, siquiera 30 segundos, de algo que no sea un hombre. También sabemos que solo 31% de los papeles con diálogo corresponden a mujeres y 23% de las películas tienen a una mujer como protagonista porque las historias que llegan a la pantalla son, en su gran mayoría, historias acerca de hombres. Asimismo, son mujeres apenas 28% del total de los jueces que conforman el jurado que vota en los Oscar para elegir la mejor película. En política, diríamos que no se alcanzó siquiera la cuota del 30%.

La ausencia de la voz y el voto de las mujeres, lamentablemente, no se limita al cine. Ellas ocupan únicamente 30% de los puestos en investigación en el mundo, 20% de las posiciones de liderazgo en las industrias tecnológicas y han recibido menos del 5% de los premios Nobel que se han entregado hasta el momento en sus 119 años de existencia, desde que se otorgara por primera vez en 1901. ¿Por qué la política habría de ser una excepción?

Según datos del reporte 2020 elaborado por el World Economic Forum, que mide las brechas de género en salud, educación, trabajo y política, resta un largo camino por recorrer para lograr la paridad. Si en 2018 se calculaba que se necesitarían 108 años para cerrar las brechas entre hombres y mujeres, en 2019 descendió a 99.5 años, lo que equivaldría a toda la vida de una persona muy longeva. De acuerdo al informe, la mejora obtenida este año puede ser atribuida mayormente a un aumento significativo del número de mujeres en la política, área en la que el tiempo calculado para cerrar la brecha de género descendió de 107 a 95 años en los últimos 12 meses. Las mujeres en el mundo ahora ocupan 25.2% de las bancas en las cámaras bajas de los parlamentos y 21.2% de las posiciones ministeriales. Sin embargo, a pesar de lo esperanzador que ello sea, el informe llama la atención sobre el hecho de que la política continúa siendo el área en la que, a pesar de los avances, se ha realizado el menor progreso hasta la fecha.

La pregunta obligada que debemos hacernos es: ¿por qué? Si deseamos mejorar el panorama de las mujeres en la política debemos primero –y, antes que nada– comprender las causas que subyacen y explican la existencia de la brecha. Como en la mayoría de las cuestiones de la vida, la respuesta no es lineal y, como sucede con casi todos los problemas complejos, la explicación es multidimensional. Porque soy psicóloga de profesión, voy a referirme únicamente a la dimensión psicosocial del problema, que está conformada por un conjunto de variables que han sido identificadas como obstáculos que inciden en el hecho “curioso” de que un grupo que constituye la mitad de la población, contrariando el sentido común y toda lógica, no ocupe la mitad de las posiciones de liderazgo e influencia política y configure, por contrario, una franca minoría.

La primera y más básica de esas variables es un estereotipo prevalente en nuestras culturas, que indica que el liderazgo es masculino. Dada la posibilidad de elegir entre un jefe hombre o una jefa mujer al momento de ingresar a un nuevo trabajo, la mayoría de las personas aún se inclina por la preferencia de un hombre. Existe un sesgo inconsciente de género que nos hace pensar que el liderazgo es masculino y que los hombres son líderes “por naturaleza”. Cuando una mujer lidera, debe probar reiteradamente que está en capacidad de hacerlo y que posee habilidades de liderazgo, porque desafía un estereotipo culturalmente muy arraigado.

Bien sabemos que el género nada tiene de natural. Es una construcción social. Sin embargo, hemos establecido una identidad y una superposición casi perfectas entre el liderazgo y los rasgos que arbitrariamente hemos establecido en nuestra cultura que definen a lo masculino, mientras que no sucede lo mismo entre lo que definimos como femenino y el liderazgo. Ese sesgo inconsciente de género, derivado de los procesos de socialización y de los aprendizajes que realizamos desde la infancia y a lo largo de nuestras vidas, resulta en prejuicios respecto de las habilidades para liderar que creemos que tienen varones y mujeres. Ello ubica a las mujeres en situación de desventaja en las preferencias de la ciudadanía y de los votantes a la hora de elegir a las personas que consideran idóneas para solucionar los problemas públicos y políticos, como si la fortaleza, la capacidad, la ejecutividad, la racionalidad o la buena toma de decisiones tuvieran género y fuesen parte del equipo genético con el que nacen provistos los varones, no así las mujeres.

En el suelo fertilizado por ese estereotipo crecen todo tipo de arquitecturas psicosociales, entre las que sobresalen las “estructuras de cristal”, que constituyen verdaderos obstáculos para que las mujeres tengan voz y voto en la arena de las posiciones y decisiones políticas. La más conocida son los “techos de cristal”, que consisten en una barrera organizacional, vertical, transparente y efectiva que hace que, aunque las mujeres cuenten con preparación y experiencia, se estanquen y avancen hasta los niveles medios de las organizaciones de todo tipo, entre ellas, las partidarias. No se trata de los muros de cemento visibles que impedían a las mujeres el acceso a los mismos derechos que a los hombres, como votar, sino de una superficie superior invisible. No hay leyes o códigos explícitos de exclusión. Son normas y prejuicios implícitos, no escritos, sutiles y difíciles de detectar. Como muestra, baste un botón: en 2020, sólo 19 países de 193 tienen una mujer jefa de gobierno o de Estado.

La carrera por las posiciones de liderazgo no implica para las mujeres sólo romper techos. También, recorrer “laberintos de cristal” porque, en comparación con los hombres, deben sortear muchos más obstáculos. Acceder a ellas requiere considerablemente más tiempo para las mujeres, así como recorrer caminos más complejos y extensos, a pesar de contar con formación, méritos y experiencias similares. Retomando la analogía con el mundo del cine, Minnie debutó en las pantallas al mismo tiempo que Mickey en 1928, entretuvo a millones de espectadores durante décadas, protagonizó más de 70 películas, es un personaje central en los parques temáticos de Disney y le tomó 40 años más que a Mickey llegar a la nominación y obtener una estrella en el Paseo de la Fama en Hollywood, en 2018.

A los techos y laberintos los acompaña una tercera pieza de cristalería psicosocial: las “paredes de cristal”, o segregación horizontal que relega el acceso de las mujeres a ciertas áreas. No sólo existe un techo de cristal en la ocupación de carteras ministeriales, sino que cuando llegan a ministras, la mayoría está a cargo de áreas identificadas con tareas de cuidado y estereotipos de lo femenino: educación, bienestar social, medioambiente y familia. Pocas en obras públicas, defensa, ciencia y tecnología.

Finalmente, otra estructura que opone férrea resistencia a las posibilidades de desarrollo de una carrera política para las mujeres son los “suelos pegajosos”. En el Reino Unido, de acuerdo a la Oficina Nacional de Estadísticas, los hombres destinan 16 horas semanales y las mujeres 26 a tareas domésticas. En Australia, los datos del último censo indican que los varones ocupan menos de 5 horas semanales en esas actividades, mientras que ellas emplean en promedio casi 10. En Argentina, según las estadísticas oficiales disponibles, los hombres que participan en el trabajo doméstico no remunerado dedican a esa actividad aproximadamente 24 horas por semana y las mujeres 45. Si jugamos a sumar, por término medio ellos invierten en las tareas del hogar menos de 1 día de su semana y 52 de su año, mientras que ellas casi 2 por semana y 100 días cada año.  Los “suelos pegajosos” no son una barrera organizacional como las tres anteriormente comentadas, ni una barrera psicológica-cognitiva como los “techos de cemento”, que consisten en autoexclusiones y autolimitaciones que se imponen las propias mujeres debido al miedo a las consecuencias y al alto costo que perciben que tendrá para sus vidas personales y sus familias desempeñarse en la política. Los “suelos pegajosos” son, en cambio, una barrera psicosocial y cultural ligada a prácticas concretas referidas a lo doméstico, que naturalizan el espacio privado como femenino y que “pega” o adhiere a las mujeres a las tareas de cuidado tradicionales, obstaculizando sus posibilidades de desarrollo al requerirles que “equilibren” el trabajo dentro y fuera del ámbito doméstico, limitando su acceso a la política.

En los últimos años he tenido la oportunidad de trabajar y de conocer a más de 3500 mujeres de la política en toda América Latina, a lo largo y a lo ancho de países tan diversos como México, Guatemala, El Salvador, Honduras, Costa Rica, Panamá, República Dominicana, Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia, Paraguay, Chile, Argentina y Uruguay. Sin importar si son candidatas o políticas electas en funciones; magistradas, legisladoras, ministras o secretarias de Estado; de grandes ciudades o de pequeñas localidades; representantes de mayorías o minorías étnicas; jóvenes o mayores; las historias que todas ellas comparten y cuentan son una única historia que se repite, además, una y otra vez. Una historia de obstáculos económicos, políticos y psicosociales que actúan como barreras a sus posibilidades de acceso y permanencia en cargos políticos.

Es hora de mojarse los pies. Es hora de comprometerse activamente para derribar esas barreras, comenzando por dejar de tolerar y reproducir los estereotipos, que son esos ladrillos sobre los que se erigen los techos, los muros, los pisos y los laberintos que ubican a las mujeres en franca y visible desventaja a la hora de ejercer su derecho fundamental de participar en los asuntos públicos. Un derecho cuyo pleno ejercicio los Estados tienen la obligación de garantizar: su derecho a tener voz y voto en condiciones de igualdad.

Mientras eso no suceda, cada vez que miremos a una niña de cinco años de edad deberemos guardar la secreta esperanza de que viva más de 100 años para que pueda disfrutar de un mundo paritario.

1 Es un método para evaluar si un guion de película, serie, cómic u otra representación artística cumple con los estándares mínimos para evitar la brecha de género.


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Virginia García Beaudoux

Especialista en comunicación política y liderazgo con perspectiva de género. Consultora de ONU Mujeres, de la Comisión Interamericana de Mujeres de la OEA y del Instituto Internacional para la Democracia y Asistencia Electoral (IDEA), entre otros organismos internacionales.

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