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Muerte Cruzada

En un episodio más de la inestabilidad que caracteriza la vida política de varias naciones de América Latina, el presidente de Ecuador, Guillermo Lasso, decidió echar mano del mecanismo de protección que para los dos poderes de elección popular dispone la Constitución de ese país. Disolvió la Asamblea Nacional (Poder Legislativo) y anticipó el fin de su mandato, mediante la convocatoria a elecciones anticipadas para renovar tanto al Legislativo como al titular del Poder Ejecutivo.

Aunque en Ecuador llaman a ese mecanismo “muerte cruzada”, por implicar la desaparición de los dos poderes, en realidad es un mecanismo de protección al presidente, quien mantiene sus poderes e incluso lo acrecienta, al permitirle gobernar mediante decretos ejecutivos. La Asamblea quedó disuelta. Lasso sigue ejerciendo el cargo hasta que haya elecciones y se valide el resultado.

El conflicto entre los poderes Ejecutivo y Legislativo es un hecho recurrente en nuestros lares. Desde el caso de Abdala Bucaram en el mismo Ecuador, destituido en 1997 por la Asamblea, que lo declaró incapacitado mental. Los casos de Fujimori en Perú y el más reciente en ese mismo país, con la destitución y encarcelamiento de José Pedro Castillo, quien previo a su destitución intentó un golpe de Estado. Ahora mismo estamos viendo los problemas de gobernabilidad que enfrentan diversos gobiernos que deben lidiar con bloques de oposición en sus respectivos congresos, como en Brasil, Colombia o Argentina.

En general, los conflictos de ese tipo se agudizan por la irrupción de gobernantes que construyeron sus victorias electorales y fundan la legitimidad de sus políticas en discursos y acciones de corte populista, de derechas o de izquierdas. Cuando los populismos arrasan con la disciplina de las finanzas estatales y provocan crisis económicas graves, como el caso de Argentina, los conflictos se agudizan y ponen en jaque la continuidad institucional y la sobrevivencia de la propia democracia. Son frecuentes los casos en que los choques de poderes terminan por afectar al Judicial y a las cortes supremas.

La democracia pasa por un momento crítico, no sólo en nuestra zona, también en Estados Unidos, en donde se anticipa un conflicto de consecuencias potencialmente catastróficas por el intento de Donald Trump de regresar a la Casa Blanca. En Europa, la victoria del populismo de derechas en Italia anticipa problemas en Francia, Alemania, España y los países nórdicos, en los que personajes carismáticos, de corte populista, esperan su oportunidad para asaltar el poder, usando los mecanismos de la democracia.

El discurso populista y antidemocrático se basa en la permanente invocación al “pueblo” como fuente de legitimidad y excusa para todo exceso. Es “el pueblo” el que supuestamente motiva y explica las acciones autoritarias contra los otros poderes, o contra instituciones que no se alinean a los dictados del populista que gobierna sin respetar los pesos y contrapesos que la democracia supone e impone.

El denominador común a los populismos, de derecha a izquierda, es esa invocación al “pueblo”, como si se tratara de un ente físicamente asequible, único e indivisible.

La estabilidad y permanencia del sistema constitucional de poderes ha sido característica de México desde la promulgación de la Constitución de 1917. Superado el episodio reeleccionista, con el asesinato en 1929 del presidente reelecto, Álvaro Obregón, la estabilidad mexicana se explica por dos factores: el principio de no reelección absoluta para el presidente de la República, y la imposibilidad de que el Ejecutivo disuelva las Cámaras del Poder Legislativo, cuyo complemento es que éstas no pueden destituir al titular del Ejecutivo. Es un equilibrio cruzado, que ha soportado el paso del presidencialismo autoritario (1929-1997) a los gobiernos divididos (1997-2018) y el regreso, sin tocar baranda, del presidencialismo extremo y la subordinación de la mayoría legislativa a los dictados del presidente López Obrador (2018-2023).

Decía Giovanni Sartori (“Partidos y Sistema de Partidos”, 1976) que el secreto de la estabilidad política de México es que su presidente tiene poderes absolutos, como si fuera el César romano; con una pequeña diferencia, sólo por seis años. Después, el ostracismo. Esa regla pétrea, en su límite de poder sexenal, también soportó el tránsito a la democracia y las tres alternancias presidenciales que hemos tenido hasta hoy (2000, 2012 y 2018). Habrá que ver si soporta las intenciones de maximato, que se anuncian con bombo y platillo cada mañanera.

Alterar los equilibrios entre poderes que dispone nuestra Constitución es jugar al aprendiz de brujo y correr el riesgo de desatar procesos de inestabilidad de consecuencias funestas para la aún endeble democracia de México. Es el caso de la presión/agresión que sobre el Poder Judicial y la SCJN se ejerce desde Palacio Nacional. La consulta popular que se plantea para que “el pueblo” decida si los ministros de la Corte son electos por voto universal, directo y secreto, es una engañifa para ocultar la táctica de atemorizar y debilitar a los ministros y ministras de la SCJN que no aceptan la subordinación a la voluntad presidencial.

Al igual que ocurrió antes con el INE, el engaño encubre el objetivo presidencial: controlar a la Corte, mediante el terrorismo verbal contra sus integrantes. Subordinar a los otros dos poderes y poner a su servicio a todas las instituciones del Estado, es el plan D, del dedo presidencial.    


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Jorge Alcocer V.

Director fundador de Voz y Voto. 

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