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No son 30 pesos, son 30 años

El estallido social que tomó por sorpresa a Chile y al mundo es el típico fenómeno inesperado, pero completamente esperable. Los buenos indicadores macroeconómicos y la fortaleza institucional, atípica para la región, llevaron al presidente Sebastián Piñera a caracterizar al país como el “oasis de América Latina” apenas nueve días antes de que comenzaran las fuertes protestas. Sin embargo, este oasis era más bien un espejismo que hacía aparecer a una parte de la sociedad como si fuera el todo.

La desigualdad socioeconómica, geográficamente concentrada, generó en Chile una segregación territorial que es común en América Latina, pero en Santiago tiene el agravante de que los extremos están a pocos kilómetros de distancia. Según datos de la Universidad de Chile, en esta ciudad conviven barrios que ostentan el pbi de Noruega (superior a 70,000 dólares per cápita) con otros cercanos al pbi del Congo (casi mil dólares per cápita). Los años de crecimiento económico lograron reducir la pobreza absoluta y otros indicadores asociados a ella, como la mortalidad materno-infantil, pero la desigualdad es mucho más difícil de paliar.

Las condiciones estructurales de desigualdad, afianzadas por un modelo construido en la dictadura, reproducen y magnifican la disparidad entre los sectores sociales. Este fenómeno es evidenciado en la elitización de la política. Si Chile fue vanagloriado por la academia como uno de los sistemas políticos más institucionalizados y con las organizaciones partidarias más estables, en parte es porque la misma estructuración de la política descansa en manos de unos pocos.

El masculino es adrede. Chile fue (casi) el último país en incorporar cuotas de género para las elecciones legislativas nacionales y lo hizo de una manera bastante incompleta, con cupos por partidos y distritos, manteniendo el voto por candidatura individual. En estas condiciones, no resulta sorprendente que una cuota de 40% se tradujera en menos de 23% de incorporación de mujeres a las cámaras legislativas. Las cuotas no consiguieron cambiar una característica típica del sistema político chileno: la dominación masculina.

El cambio de registro electoral voluntario y voto obligatorio a empadronamiento obligatorio con vo-to voluntario, que debutó en las elecciones municipales de 2012, dejó en evidencia la orfandad en la representación política de la mayoría de la sociedad chilena. La participación electoral literalmente se desplomó: en esas elecciones alcanzó 43.2% y en las municipales de 2016 bajó más aún, a 34.9%. Ni siquiera la contienda presidencial de 2017 entusiasmó a la población, ya que sólo 46.6% concurrió a las urnas.

Parte del problema es que un sector de la clase política quiso leer las altas cifras de abstencionismo como indicador de la estabilidad democrática y moderación de la sociedad chilena. En esa lectura, a la ciudadanía le daba igual quién ganara las elecciones porque estaba satisfecha con el rumbo de país. Sin embargo, las motivaciones detrás del abstencionismo entrañan cuestiones bien variadas: pueden incluir conformidad con el sistema, pero también apatía y descontento extremo. Si bien resulta muy complejo discernir lo que hay detrás de la no participación electoral, una parte sin duda supone cierto malestar con los partidos políticos chilenos.

Otro síntoma del malestar en Chile se manifiesta en las protestas sociales. Las protestas no comenzaron en 2019, sino que vienen desde las movilizaciones de los movimientos estudiantiles de 2006 y 2011, que ya habían luchado por una educación gratuita y de calidad. De ahí en adelante, una multiplicidad de colectivos sociales se organizaron en contra de las Administradoras de Fondos de Pensiones y otras reivindicaciones puntuales, tanto en la esfera nacional como regional. De algunos de estos movimientos surgieron nuevos liderazgos políticos que se incorporaron al Congreso, gracias a la formación de nuevas organizaciones partidarias y a la reforma de la ley electoral, que comenzó a funcionar a partir de las elecciones de 2017. El sistema proporcional inclusivo y moderado permite la representación de nuevas fuerzas, como el Frente Amplio de la izquierda y Evolución Política de la centro-derecha.

Un año después, en 2018, son los feminismos quienes toman la calle (y las universidades) para demandar el fin de la violencia sexual, una educación no sexista y los derechos reproductivos para las mujeres. El Mayo del 18, como se dio en llamar, mostró una nueva organización de protestas y movilizaciones sociales, sin liderazgos evidentes y con mucha horizontalidad entre sus integrantes. La mayoría de estas características son compartidas por las protestas de las últimas semanas, en particular, por la ausencia de figuras de liderazgo que fueran interlocutores válidos para negociar y dialogar con el gobierno.

Así, el trasfondo de la crisis que estalló el 18 de octubre de 2019 respondía a dos factores. Por un lado, la desigualdad socioeconómica sostenida por los dos pilares del modelo heredado de la dictadura de Pinochet: el modelo económico que privatizó y desregularizó los servicios sociales básicos y la Constitución de la República, que volvió casi imposible cualquier reforma a ese modelo económico y político dentro del sistema. Por otro, unas élites políticas desconectadas con la ciudadanía y con sus propias bases sociales. El recambio generacional y la aparición de nuevos partidos en los últimos años no fue suficiente para reencantar a la sociedad con la política y las demandas superaron los canales institucionales establecidos, en una especie de déjà vu huntingtoniano en pleno siglo xxi.

 

“No son 30 pesos, son 30 años”:

una revuelta contra la tecnocracia

 

Cuatro días antes del inicio de la crisis, estudiantes de colegios secundarios comenzaron una protesta contra los 30 pesos (menos de cinco centavos de dólar) de aumento al transporte público en Santiago, con un llamado a evadir el pago del metro. El gatillo que disparó la crisis es una muestra precisa de las estrategias del gobierno chileno. Por un lado, el alza del pasaje se decide por una Comisión de Expertos, formada principalmente por ingenieros mediante un algoritmo de precisión tecnocrática. Por otro, la respuesta del gobierno a esta protesta comandada por jóvenes consistió en un despliegue de la fuerza pública digno de un atentado terrorista.

La evasión del pago del pasaje es una infracción que se penaliza con una multa, aun así el gobierno reaccionó criminalizando la protesta. Las movilizaciones que comenzaron el viernes 18 de octubre mostraron un fuerte componente espontáneo e inorgánico. Manifestaciones multitudinarias pacíficas y cacerolazos intensos conviven con una ola de violencia que deja como saldo más de veinte estaciones de metro incendiadas la primera noche, destrozos al mobiliario urbano, paraderos de autobuses y a la señalética pública; además, en los días siguientes, incendios en supermercados y saqueos a tiendas.

La represión de la protesta, sin embargo, no distinguió entre delincuencia y manifestantes. Según datos del Instituto Nacional de Derechos Humanos y de Human Rights Watch, hubo veintiséis muertos, 241 personas con mutilaciones debido a heridas oculares, 2,808 heridos y hospitalizados, así como 671 querellas presentadas por violencia sexual, violaciones, torturas y tratos crueles.

Los primeros días las reacciones del gobierno se focalizaron en intentar reestablecer, infructuosamente, el orden público por medio de la represión y criminalización de la protesta. La declaración del estado de emergencia y del toque de queda en varias regiones del país demostró ser una medida insuficiente para contener las movilizaciones y el desorden generalizado. De hecho, resultaba sorprendente que los jóvenes, en especial, desafiaran abiertamente la prohibición de permanecer en las calles durante el toque de queda, enfrentándose a las fuerzas militares tanto de manera pacífica como violenta. La lectura del orden público como un problema sólo de fuerza (y no de fuerza junto a la crisis de legitimidad), demostró una grave miopía por parte del gobierno, la cual redundó en altos costos humanos e infraestructurales durante esos primeros días. El desconcierto en el interior del gobierno se hizo evidente con la frase del presidente Sebastián Piñera: “estamos en guerra”, para luego ser contradicho por el general del ejército a cargo del estado de emergencia.

Las respuestas sustantivas a las demandas llegaron casi una semana más tarde con el retroceso del alza del pasaje y la presentación de una agenda social de reformas que incluían mejoras a las pensiones más bajas, ampliación de convenios para bajar el precio de los medicamentos, creación de un ingreso mínimo garantizado, contramarcha con el alza de las tarifas eléctricas, aumento de impuestos a los sectores de mayores ingresos y reducción de  dietas y escaños parlamentarios. Hubo que esperar cinco días más para el recambio de ministros, quizás la señal política más esperada. Sin embargo, las protestas no se calmaron, dando a entender que muchas de las reformas de la agenda social eran percibidas como insuficientes, al igual que los cambios en el gabinete. En un contexto en el que las encuestas encontraban la más baja aprobación del gobierno y cada vez mayor desconfianza hacia las instituciones del Estado y la democracia representativa, las posibles salidas institucionales a la crisis parecían reducirse peligrosamente.

 

El Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución: buscando una salida institucional

 

En la madrugada del 15 de noviembre, a menos de 24 horas de otra ola de violencia que alimentó rumores de un nuevo estado de emergencia que finalmente no se concretó, casi todos los partidos políticos con representación en el Congreso firmaron un Acuerdo para llevar a cabo un plebiscito. Este tema estaba en la agenda desde hacía varios años. La presidente Michelle Bachelet había intentado sin éxito realizar una reforma profunda a la Carta Magna vigente. La coalición actual de gobierno, Chile Vamos, mostraba divisiones al respecto, con la Unión Demócrata Independiente (udi) firme en su contra y con evopoli más a favor, pero en general promoviendo una reforma vía el Congreso y no por medio de un órgano constituyente elegido a tal efecto.

Que los partidos hayan acordado dejar en manos de la ciudadanía esta decisión fue una forma de reconocer el malestar con la representación imperante y dar cabida a las demandas de otras formas de participación expuestas en las movilizaciones. El cambio constitucional es necesario para avanzar con una agenda de reformas más profundas, la Constitución actual pone muchas trabas a medidas de cambio más allá de que estén refrendadas por la votación popular. En palabras de su creador, el abogado Jaime Guzmán, “La Constitución debe procurar que, si llegan a gobernar los adversarios, se vean constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhelaría, porque –valga la metáfora– el margen de alternativas que la cancha imponga de hecho a quienes juegan en ella sea lo suficientemente reducido para ser extremadamente difícil lo contrario”.

El plebiscito programado para el mes de abril de 2020 dejará decidir a la ciudadanía respecto a dos cuestiones: primero, si la Constitución debe cambiarse y, segundo, cuál debería ser el órgano para ello, dando como opciones la celebración de una Convención Constitucional con el único fin de redactar una nueva constitución o una convención mixta, compuesta por 50% de los parlamentario/as actuales y 50% de convencionales electos/as. Si bien las manifestaciones se han calmado un poco luego del anuncio del Acuerdo, esto ha ido de la mano de una agenda centrada en la seguridad y criminalización de las protestas, que a la fecha se encuentra en consideración del Congreso. En paralelo a este proceso, una comisión técnica compuesta por delegados de los partidos políticos se estuvo reuniendo con el propósito de establecer el marco legal para el llamado al plebiscito y el mecanismo de elección de convencionales. Sin embargo, no llegaron a consensuar una posición respecto a cuál es el mejor sistema electoral para la convención.

Las encuestas muestran un apoyo abrumador a la elaboración de una nueva constitución (más de 80%) y a la opción de que la convención sea totalmente electa (más de 65%). Los partidos políticos se ataron las manos al dejar que la ciudadanía decidiera sobre la constitución, pero el acuerdo estipula que el sistema electoral para elegir convencionales es el que hoy se emplea en la elección de diputados. El sistema electoral actual, de lista abierta en distritos pequeños y medianos con D’Hondt y una cuota de género de 40% por partido a escala nacional, es insuficiente para dar cabida a las demandas de participación y representación de la sociedad en la eventual convención constitucional.

Este resultado parecería escaso porque Chile no puede tener otra constitución con problemas de legitimidad de origen y, para ello, el modo en que se elige a quienes elaborarán la constitución y el hecho de que todos estén representados en ella (la legitimidad de origen) resulta fundamental. Si se emplea el mismo sistema electoral que el que elige en la actualidad a los diputados, se crearía una convención con una composición similar a la del actual Congreso, lo cual no parecería deseable para asegurar una legitimidad adecuada a la diversidad de la sociedad, en un contexto de altísima desconfianza hacia los partidos políticos.

Las demandas por parte de la ciudadanía para la convención pueden resumirse en la posibilidad de que participen candidaturas no partidarias –o extrapartidarias– de pueblos originarios y que la convención se integre a partir de la inclusión de criterios que respeten la paridad de género. Ninguno de estos objetivos puede lograrse con el sistema electoral vigente. Habiendo fracasado los partidos políticos en consensuar los mecanismos de elección, se abren dos caminos de acá en más, los cuales incluyen la aplicación de las reglas actuales, arriesgando la percepción de legitimidad de la convención, o una reforma en el Congreso, dilatando los tiempos e incorporando más actores al proceso de deliberación.

 

Un violador en tu camino: no sin nosotras

 

Además de la discusión para integrar la eventual Convención Constitucional, esta última semana se vio caracterizada por una disminución de la violencia y un avance en la agenda de seguridad en medio de informes lapidarios sobre la violación de derechos humanos realizados por Amnistía Internacional y Human Rights Watch. Sin embargo, lo que ocupó los titulares de los medios nacionales e internacionales fue la protesta pacífica de la performance del grupo LasTesis. “Un violador en tu camino” es una canción y coreografía que se estrenó en la movilización del 25 de noviembre en el marco del Día Internacional contra la Violencia hacia las Mujeres. La canción se nutre de ideas sobre la violación en tanto delito político y el papel del Estado como opresor de las mujeres y garante del orden patriarcal vigente, así como de una cita irónica a la letra del himno de los carabineros, quienes fueron denunciados durante esta crisis por acciones violentas caracterizadas por un sesgo sexista.

La performance de LasTesis llega justo en el momento que se tambalea la posibilidad de tener una Convención Constitucional realmente paritaria y con representación de pueblos originarios. También en el momento en que se legisla la criminalización de la protesta, a pesar de los pedidos de reforma de la institución policial y la denuncia de las organizaciones nacionales e internacionales de defensa de los derechos humanos sobre la violencia sexual por parte de personal de las fuerzas de seguridad. La contribución de LasTesis reside además en mostrar el poder y el alcance de la protesta pacífica. Con manifestaciones multitudinarias en Chile, México, Francia, Argentina y Turquía, LasTesis vienen a mantener viva la llama de las protestas feministas de 2018 y articular demandas transversales de todas las mujeres de todos los rincones del mundo.

La salida a la crisis política en Chile requiere de un delicado equilibrio difícil de conseguir, vinculado con mantener la institucionalidad relegitimándola a la vez. Para eso es necesario incluir a todas las voces posibles del país. En este contexto, volver a la normalidad ya no parece ni factible ni deseable. Para ello se necesita construir una nueva normalidad basada en un pacto social renovado más inclusivo y más justo.


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Julieta Suárez-Cao

sora Asociada del Instituto de Ciencia Política de la Pontificia Universidad Católica de Chile; investigadora del Observatorio de Reformas Políticas de América Latina del IIJUNAM y la OEA y coordinadora de la Red de Politólogas #NoSinMujeres. Correo electrónico: julieta.suarez@uc.cl

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