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Ojalá no pase

El presidente envió al Congreso una propuesta de reforma electoral constitucional un día antes de que finalizara el período ordinario de sesiones. Lo hizo sin consulta ninguna, sin siquiera dar oportunidad de que los partidos dijeran algo al respecto. Hay que recordar que incluso las primeras reformas del ciclo que transformó el sistema electoral, las de 1977 y 1986, cuando el PRI tenía mayorías calificadas en ambas cámaras, estuvieron precedidas de “audiencias” en las que se escucharon no solo las voces de los partidos, sino también las de periodistas, académicos, políticos.

No creo que nadie se haya sorprendido. Luego de más de tres años de gobierno sabemos que el titular del Ejecutivo cree que sus intenciones son las únicas valiosas y que el resto de los poderes constitucionales, órganos autónomos del Estado, partidos, medios, organizaciones de la sociedad civil, solo deberían de tener la función de ser ecos de la voluntad presidencial. 

Los partidos opositores han reiterado que esa reforma no pasará y sabemos que los votos de los partidos Morena, Verde y PT, no alcanzan para una reforma de carácter constitucional. Y además, creo que ni siquiera los aliados de Morena verán con buenos ojos las pretensiones del presidente. No obstante, vale la pena revisar la iniciativa porque no deja de ser expresiva de las pretensiones del gobierno.

Contra lo construido y que funciona1

Como toda construcción humana las instituciones que sostienen el sistema electoral pueden afinarse, reformarse, pero lo que pretende la reforma constitucional que envió el presidente a la Cámara de Diputados implica la destrucción de lo construido y que ha cumplido con su misión. Hoy tenemos elecciones auténticas, los resultados dependen de las oscilaciones de los humores públicos y la diversidad política ha logrado convivir y competir en forma pacífica.2 No obstante, las baterías del gobierno se orientan hacia el entramado electoral que le permitió convertirse en la primera fuerza política. 

El proyecto acaba con el INE, el Tribunal Electoral y los institutos y tribunales locales. En su lugar existirá un solo Instituto Nacional de Elecciones y Consultas (INEC) y un Tribunal.

El problema que resulta políticamente más alarmante es la intención apenas escondida de mermar la autonomía de las instituciones electorales para alinearlas a la voluntad oficial. La propuesta señala que se elegirían, por voto universal, siete consejeros del INEC, veinte propuestos por el presidente, diez por la Cámara de Diputados, diez por la de Senadores y veinte por la Corte. No se requiere ser demasiado sagaz para ver que el presidente es de Morena y en las cámaras ese partido es mayoritario. Pero además los candidatos a consejeros tendrían que hacer campaña en todo el país y los únicos aparatos que pueden hacer eso son los partidos (aunque nominalmente se les prohíbe hacerlo). De tal suerte que, en busca del voto, los candidatos, si quieren ganar, se verían obligados a establecer compromisos con las distintas fuerzas políticas. Y lo mismo sucederá con los candidatos a magistrados del Tribunal. Así, lo que fue una necesaria construcción para dar garantías de imparcialidad a todos (la autonomía), se estaría no solo reblandeciendo, sino en el extremo, cancelando.

Parece necesario recordar que la autonomía de las autoridades electorales no es una necesidad más. Es una condición indispensable para que puedan cumplir con su función. Dado que los partidos son maquinarias potentes, implantadas, con recursos humanos, materiales y financieros robustos, se requiere de organizadores y árbitros de su contienda que puedan colocarse por encima de las pulsiones parciales que de manera natural emergen de todos y cada uno de los partidos. Parecía que en esa materia existía consenso, pero no. El presidente no esconde sus pretensiones de alinear a su voluntad a la constelación de instituciones a la que solemos llamar Estado. 

Lo electoral además se centraliza como si no fuéramos una república federal, e incluso el número de integrantes de las legislaturas locales y de los ayuntamientos se fijan en la Constitución, restándole importantes facultades a los congresos locales. No hay razón alguna para cercenarle a los legislativos de las entidades esas importantes capacidades y bastaría observar la diversidad de situaciones que conviven en el país para seguir dejando que cada cámara local pueda resolver esos temas. Pero no. La pulsión centralista es otro de los resortes que definen a la administración actual. 

Preside la idea la errada noción de que el Instituto Nacional puede ocuparse sin mayor problema de organizar las elecciones locales. Como si ambas estructuras (la nacional y las locales) fueran duplicadas; no se toma en cuenta que, en la mayoría de los casos, son abismalmente distintas en recursos humanos y materiales. Bastaría con comparar el número de distritos federales y locales para darse cuenta (sé que la iniciativa acaba con los distritos) de esa diferencia. Ejemplos: en Campeche son dos los distritos federales y veintiún locales, en Baja California Sur dos y dieciséis, en Zacatecas cuatro y dieciocho, en Sonora siete y veintiuno, en Querétaro seis y quince, en Baja California nueve y diecisiete, en Chihuahua nueve y veintidós y en Tabasco seis y veintiuno. Y no le sigo. Pero ilustra que las estructuras del instituto nacional y los locales son marcadamente asimétricas (solo en Jalisco los distritos federales y locales coinciden –veinte y veinte–).

No sé si es por desconocimiento, pero esa errada percepción puede acarrear dificultades de todo tipo: logísticas, financieras, operativas. ¿Y qué sucederá con los servicios civiles de carrera? La columna vertebral que garantiza eficiencia y profesionalismo. Pues, como los institutos locales serán “extinguidos”, los integrantes de sus respectivos servicios, dice un transitorio, “podrán” ser transferidos al INEC. Es decir, a lo mejor los recuperan y a lo mejor no. Pero, además, en el artículo 41 se establece que el nuevo Instituto contará con “órganos temporales”. ¿A qué se refiere? ¿Volveremos a los tiempos de la CFE cuando buena parte del personal era eventual? ¿Se perderá el conocimiento y las destrezas adquiridas?

Lo que sostiene todo el edificio electoral son sus profesionales, los miembros de los servicios civiles de carrera, cuya lealtad con los institutos es la garantía de su imparcialidad. Funcionarios de temporal muy probablemente estarían buscando estabilidad laboral por otros rumbos. 

¿Y el padrón electoral ya no lo integrará el Instituto? ¿Es una omisión o están pensando que lo maneje Gobernación? ¿Se trata de trasladar al gobierno uno de los programas más exitosos del IFE-INE?

La propuesta de la nueva institucionalidad electoral es el elefante en la sala; la pretensión no solo de desconocer lo que se ha edificado a lo largo de los años, sino de destruirlo y construir un instituto centralizador, alineado al gobierno y eventualmente desprovisto de las capacidades y destrezas profesionales que hoy existen. 

Dinero

Una de las propuestas presidenciales de reforma constitucional electoral es acabar con el financiamiento público a los partidos para “actividades ordinarias” y dejar vivo solamente el destinado a las campañas electorales. Esa iniciativa explota el malestar con los partidos y la retórica facilista que quisiera que los mismos se “rasquen con sus propias uñas”. No dudo que les suene bien a muchos. Y por supuesto se podría discutir y, eventualmente con acuerdos, podría ajustarse a la baja. Pero la forma unilateral en que se ha planteado devela las intenciones del gobierno. 

Vale la pena recordar el abc de la actual fórmula. Hay que repetir que no existe democracia conocida sin partidos. Son las organizaciones que agregan intereses, construyen redes de relaciones, ordenan o desordenan la vida política, son plataformas de lanzamiento de candidaturas y, ahí donde existen elecciones y cuerpos legislativos plurales, se crean de manera obligada y “natural”. (Y aunque el sentimiento anti partidos corra con buen viento no solo en México sino en muchos otros países, resulta estratégico no mimetizarse a esas pulsiones). 

Ahora bien, el quehacer político requiere dinero. En 1996 la pregunta fue ¿de dónde debería provenir ese dinero? Y solo hay dos grandes fuentes que se pueden conjugar: público y/o privado. En aquel entonces se optó por hacer preeminente el financiamiento público (el privado no está cancelado) por tres importantes razones: a) es transparente, b) equilibra las condiciones de la competencia, y c) intenta que los partidos no sean dependientes de los grandes grupos económicos y mucho menos de bandas delincuenciales. Y esas pretensiones (creo) se mantienen vivas. Privar a los partidos del “financiamiento ordinario”, es decir, aquel con el que mantienen sus actividades regulares, es debilitarlos de manera extrema, y dados nuestros lamentables “usos y costumbres”, beneficia al partido que se encuentra en el gobierno por los apoyos poco disimulados que recibe del aparato estatal.

Si deseamos vivir en democracia requerimos de partidos. Y el tema de su financiamiento hay que enfrentarlo con razones y no con prejuicios, que por cierto abundan. Existe una amplia y diversificada experiencia en el mundo, valdría la pena estudiarla.

Medios

Con las disposiciones actuales las autoridades electorales y los partidos tienen cuarenta y ocho minutos diarios en las estaciones de radio y TV todos los días para desplegar sus precampañas y campañas. Pues, según la iniciativa presidencial, de ahora en adelante serían solo treinta. Un guiño y favor a los concesionarios. 

Es cierto que el alud de “comerciales” de los partidos no coadyuva a una deliberación pública informada. Pero se debieran explorar otras formas para desarrollar las campañas: por ejemplo, programas unitarios para “obligar” a los partidos a trascender el chistorete y la frase efectista, la musiquita pegajosa o la agresión elíptica. También se podrían multiplicar los tiempos para los debates. Pero lo único que se encuentra en la iniciativa es la deferencia hacia los concesionarios.

El modelo de acceso de los partidos a la radio y la televisión que explota el tiempo oficial en esos medios, en principio no está mal. Nos ha ayudado a tener campañas más o menos equitativas y tanto las autoridades como los concesionarios han cumplido con su misión. No obstante, no solo no ha coadyuvado a elevar el nivel del debate, sino que lo ha convertido en un alud de ocurrencias, la mayoría de ellas insustanciales. La política convertida en espectáculo no ayuda a comprender la profundidad de los problemas y las eventuales soluciones a los mismos. Es necesario buscar formatos que induzcan a partidos y candidatos a proporcionar conocimiento a las audiencias para intentar que el espacio público sea algo más que una espiral de autoengaño, complacencia y deturpación de los adversarios. 

Hay que recordar que de la calidad de los partidos y los medios dependerá en buena medida no solo la calidad de nuestra democracia, sino de nuestra convivencia. Y es imprescindible tomar conciencia de la dimensión pedagógica que debe irradiar la política porque sin ella la degradación de la vida pública se profundiza. Y de por sí ya estamos en problemas.

Congreso

Las propuestas de nuevas fórmulas de integración de las cámaras es quizá lo único interesante. Aunque la gana por reducir el número de integrantes de los cuerpos legislativos no se justifica. Cierto, existen parlamentos que tienen un menor número de integrantes en relación a su población, pero hay otros que son más grandes en términos relativos que las cámaras mexicanas. Y el argumento de la austeridad en estos casos parece impertinente (baste ver lo que significa el presupuesto del Congreso en el Presupuesto de Egresos de la Federación). 

Contra lo anunciado por el presidente, la eliminación de los plurinominales, la iniciativa acaba por el contrario con los uninominales: una tradición de 200 años.3 Los senadores se elegirían en listas de tres (por cada entidad) y se repartirían con un criterio de representación proporcional estricta. La Cámara de Diputados en treinta y dos circunscripciones (una por cada entidad) con listas que pueden fluctuar (hoy) entre 2 y 40 legisladores. El reparto se haría con un criterio de representación proporcional. En los estados con listas numerosas funcionaría muy bien, en las de dos, tres, cuatro o cinco diputados las minorías quedarían excluidas. Pero si lo que se quiere es que los votos se traduzcan de la mejor manera en escaños, podría mejorarse notablemente. 

Por ejemplo, si fueran cuatro senadores por estado, de tal forma que hubiese mejores posibilidades para las minorías; y en el caso de los diputados se podría llegar a una representación proporcional estricta si se eligieran, otro ejemplo, 400 o 500 diputados, la mitad en distritos y la otra mitad en listas cuya misión fuera la de ajustar los porcentajes de votos a los asientos en la Cámara.

Hay que recordar que, en efecto, en 1996 se agregó una lista nacional de senadores que se reparten con un criterio de representación proporcional. Y ciertamente esos treinta y dos senadores no representan a ninguna entidad y se supone que en el Senado cristaliza el pacto federal y que todos y cada uno de los senadores deben ser representantes de algún estado y que todas las entidades deben tener el mismo número de legisladores. Pero sin duda esa inclusión de la lista sirvió para inyectarle pluralismo a la llamada Cámara Alta. Y eso debe valorarse. De tal suerte que si no deseamos coartar esa diversidad que hoy habita en el Senado, lo mejor sería elegir cuatro senadores por entidad (quedarían los mismos 128) y aplicar una fórmula repartidora de representación proporcional en cada entidad.

En el caso de la Cámara de Diputados debe ser bienvenida la aspiración de hacer que la representación de las distintas fuerzas políticas responda a los votos logrados. Pero otra vez, eso no será posible en las pequeñas circunscripciones, lo cual afectará a las formaciones políticas más chicas. Si a ello le sumamos que el país tiene casi dos siglos de elegir diputados uninominales (uno en cada distrito), bien se podría hacer una combinación de ese sistema con el de listas plurinominales que al final arrojara una representación proporcional estricta. 

Recordemos: la fórmula uninominal tiene una ventaja: los electores eligen no solo a un partido sino a una persona con nombre y apellido. Es clara, sencilla y transparente. Pero tiene una enorme falla: que el efecto acumulado de los votos que no obtienen representación, acaba por generar una sobre representación de la mayoría y una sub representación de las minorías. Por ello, listas plurinominales que ajusten esas distorsiones nos llevarían a que entre votos y escaños existiera una correspondencia exacta, sin tener que clausurar la vía uninominal. Si un partido obtiene 30% de los votos acabaría con el 30% de los asientos y así. 

Por cierto, la fórmula obliga a los candidatos “independientes” a formar sus respectivos mini partidos. Dado que los distritos desaparecerían y en el caso de los senadores se elegirían por listas de tres, los llamados independientes tendrían que asociarse en listas, que en buen español quiere decir forjar partidos estatales. No hay escape. Hasta ahora los independientes han producido “partidos personalistas” aunque no les guste la denominación, ahora serán sus listas partidos por estado.

Nota final

Tal y como está planteada la reforma sería una regresión. Ojalá no pase. Es necesario recordar que en materia electoral lo óptimo es lograr acuerdos entre todas las fuerzas políticas. No es una legislación más. Es la que permite que la diversidad política conviva y compita de manera institucional y pacífica. Y lo importante es que cuente con la adhesión y confianza de quienes serán los competidores. Lo otro solo hace que desde el inicio se cuestione la legitimidad del expediente que hace posible la coexistencia pacífica de la diversidad. Recordemos que las ocho reformas previas (de 1977 a 2014) fueron respuestas a exigencias de las distintas oposiciones que buscaron garantías de imparcialidad y equidad en las contiendas. Ese fue su motor, su necesidad, su pertinencia. Esta sería la primera reforma desde entonces que se hiciera para satisfacer los reclamos del presidente de la República. Va a contracorriente del proceso democratizador de las últimas décadas. Y eso es lo más peligroso.

1 He retomado y ampliado dos artículos previamente publicados en El Universal los días 3 y 10 de mayo.

2 Bastaría ver las encuestas que miden el aprecio ciudadano por las instituciones de la República para observar que la mayoría estima el trabajo del INE.

3 Por cierto, no dejó de ser curiosa, sintomática y hasta risible, la catarata de apoyos a la iniciativa presidencial que sus propios subordinados desataron felicitándolo por intentar acabar con los plurinominales. Todo parece indicar que vale la pena leer antes de aplaudir.

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José Woldenberg

Profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM.

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