Perú: el laberinto del Minotauro
Los antecedentes
Cuenta la leyenda que, en un laberinto de Creta vivía un horrendo monstruo con cuerpo de gigante y cabeza de toro llamado el Minotauro, quien cada siete años recibía a siete muchachos y siete doncellas atenienses que le eran ofrecidos como alimento.
Un día el príncipe Teseo preguntó a su padre, el Rey Egeo, ¿por qué los enviamos para ser sacrificados? Porque hace mucho tiempo, hijo mío, hubo una guerra entre Atenas y Creta, Atenas fue derrotada y desde entonces debemos enviar una ofrenda a Creta cada siete años, un tributo de sacrificios humanos. Si no enviamos a esos muchachos y doncellas, el Rey de Creta nos volverá a decretar la guerra y muchos de los nuestros morirán. ¿Y nadie podría dar muerte al Minotauro?, preguntó Teseo.
Este fragmento del relato del Minotauro, aunque en principio pudiera causar extrañeza en el lector, hoy más que nunca resulta aplicable al panorama político electoral peruano. Cuenta la historia que en un reino ubicado en América del Sur, heredero de la tradición incaica y del dios del sol Inti, una maldición recayó en sus más de treinta millones de habitantes, convocándolos cada cinco años a las urnas o, incluso antes por la irresponsabilidad de sus jerarcas, para elegir a aquel muchacho o aquella doncella que fuera capaz de derrotar al horripilante monstruo con cuerpo tatuado de corrupción y cabeza llena de coimas llamado ingobernabilidad que, por una o otra razón o, mejor dicho, por los designios del oráculo (Congreso de la República) llevó a que cuatro muchachos, de dudosa moralidad, fueran sacrificados en nombre de la democracia o, perdón por la disquisición, también conocida en este reino como vacancia moral.
El contexto
En este tránsito de lo que algunos siguen llamando “democracia representativa”, en una primera vuelta celebrada el 11 de abril y, por si no fuera suficiente el martirio, en una segunda vuelta llevada a cabo el 06 de junio de este año, en unos comicios sin precedentes, el pueblo peruano eligió con desesperanza, desánimo y hartazgo como contendientes, no por sus virtudes, sino por los deméritos, a una doncella de origen peruano-japonés llamada Keiko Fujimori, heredera a decir de algunos de la más abyecta dictadura que asoló al incanato en los años noventa y, por otro lado, a un humilde muchacho, profesor de Cajamarca, heredero de la marginación y del sometimiento de la élite limeña, llamado Pedro Castillo.
El mensaje era claro: en un escenario de pandemia, crisis económica y de una añeja, indolente y perpetua marginación de los más desposeídos del interior del Perú, se enfrentaron, mano a mano, dos visiones de país, una marcada por una derecha conservadora (Keiko Fujimori y su brazo político Fuerza Popular), complaciente con la visión del libre mercado que tiene un domicilio que recorre la carretera Panamericana de Lima a la costa norte y, la otra caracterizada por una izquierda (Pedro Castillo y su organización política Perú Libre), tachada de comunista y terruqueada (asociada al terrorismo) por el establishment (orden establecido), cuya caja de resonancia se encuentra en el interior del Perú y, en especial, en el sur olvidado por el desdén de la lúgubre y sombría capital limeña.
Así, en un cuadro surrealista que ni en sus mejores sueños hubiera pintado Salvador Dalí, la contienda electoral en Perú reveló una diferencia de votos, en términos cuantitativos, de 44 mil sufragios en números cerrados a favor de Castillo (número exacto 44,058 votos), equivalente al 50.12% para Castillo y 49.87% para Keiko Fujimori, mientras que, en términos cualitativos, se hicieron visibles posiciones políticas (derecha e izquierda, ambas radicalizadas) con una identidad en el rechazo, por un lado, en el anti-fujimorismo y, por el otro, en el anti-establishment.
Entendiendo el anti-fujimorismo como un lastre para la candidatura de Keiko Fujimori, en la que el peor enemigo para las aspiraciones presidenciales de la candidata de Fuerza Popular es el propio apellido Fujimori, cuyo progenitor cumple una sentencia de veinticinco años, sin dejar de mencionar el acecho de Vladimiro Montesinos, ex asesor del gobierno de su padre, que en recientes audios filtrados desde la cárcel intentó orquestar, al mejor estilo de sus famosos Vladivideos, una ruta de la coima y la corrupción con destino a los magistrados del Jurado Nacional de Elecciones (JNE), lo cual no hizo más que acrecentar la desconfianza en su candidata.
Mientras que, por el otro lado, Perú Libre y Pedro Castillo, según medios de comunicación y fuentes extraoficiales, son acusados de tener vínculos con Sendero Luminoso, estrategia que se ha conocido como el terruqueo y, al mismo tiempo, de un supuesto financiamiento ilícito por parte del grupo delictivo “Los dinámicos del Centro”, sin olvidar la cercanía a Vladimir Cerrón Rojas, quien está en espera de una decisión final por parte de la Corte Suprema sobre el delito de negociación incompatible (caso de corrupción).
Por lo que, descrito el escenario y dibujada la hoja de ruta, Keiko Fujimori, después de los comicios de segunda vuelta celebrados el 06 de junio, al parecer haciendo escala metafóricamente en la capital mexicana, siguiendo el pensamiento mesiánico de AMLO, declaró un fraude electoral o, en sus propias palabras, un “fraude en mesa” orquestado, según su dicho, por el profesor Castillo.
Para ello, a través de su equipo legal, ingresó 946 pedidos de nulidad de actas electorales, pero fueron notificados de 200 de ellos improcedentes por presentarse de manera extemporánea, decisión por demás polémica por el titubeo del JNE que, en un primer momento los aceptó, pero luego, atendiendo a reglas administrativas, estableció como horario de recepción de los juicios intentados el de las 8 am a las 8 pm.
Medida que en su momento fue controvertida por el ex Presidente del Tribunal Constitucional (TC), en un criterio contradictorio sostenido por él mismo, para después señalar que la defensa se realizaba por la democracia y no en favor de Keiko Fujimori; qué rara manera de entender las instituciones judiciales y electorales, la cual refleja el pensamiento esquizofrénico de la clase política.
Pero a medida que estos pedidos de nulidad no fructificaron en el JNE, en una muestra de su talante autoritario, Keiko Fujimori solicitó al presidente Sagasti y, después ante la OEA, una auditoría informática del sistema de digitalización de actas de la ONPE, a pesar de que los organismos de observación electoral, la Unión Europea y el gobierno de Estados Unidos han otorgado su aval en la organización de las elecciones peruanas.
De ahí que se visualiza una “señora K” que haciendo honor a su apellido, se niega a reconocer un resultado que, con independencia de quien obtenga el triunfo, alimenta una narrativa de fraude que ha llegado hasta a las agresiones hacia el presidente de la ONPE (Piero Corvetto), las cuales deben ser rechazadas y desterradas sin distingo de ideología política alguna, más cuando se está cocinando un posible estallido social, alimentado por intentonas golpistas, herencia del más pusilánime régimen militar.
Proyecciones
Ante estos hechos, retomando nuestro relato del Minotauro, nuestro muchacho o doncella que hará las veces de Teseo para así eliminar cualquier vestigio de aquel Minotauro promotor de la ingobernabilidad; y retomando palabras de Tuesta, diremos que en caso de que se insista en esta narrativa del fraude electoral, no se propiciarán las condiciones para buscar una “verdad electoral”, sino por lo contrario, lo que se avizora es una intentona antidemocrática de evitar, a toda costa, que el candidato de Perú Libre asuma la presidencia o, en su caso, deslegitimarlo para que quede a merced del Congreso.
Es así que ese Minotauro caracterizado por la ingobernabilidad impone un enorme reto en caso de un triunfo de Castillo: permitirle sobrevivir para luego intentar gobernar, en una jugada magistral, a partir de un gobierno de dos velocidades que transite entre radicales y las posiciones más moderadas; mientras que en el caso de un triunfo de Fujimori, no solo se necesita una mirada internacional vigilante, sino una prueba de que puede o no despojarse de sus fantasmas autoritarios y de desdén por los más desprotegidos.
Por lo que siguiendo esta narrativa, no importando el análisis o la posición ideológica que se guarde sobre las elecciones en el Perú, la atención no debe ponerse únicamente en quién obtenga el triunfo, sino en la ingobernabilidad que se podría generar.
Por ello, ante las voces tecnócratas que acusan a uno de los candidatos de ser producto de la casualidad, el azar y la improvisación, sacada de un cuento de hadas, habrá que responder, más allá de cualquier apasionamiento, que el bienestar no pasa por cifras macroeconómicas o en supuestos equipos técnicos provenientes de una élite insensible, sino que el verdadero antídoto para el Minotauro de la ingobernabilidad en el Perú, es la generación de un nuevo pacto social que garantice satisfacer con suficiencia a las causas y no a los intereses de una cúpula indolente que ha dejado de lado a los ciudadanos.
Por tanto, no importando quién sea la o el Teseo de esta historia, el deseo es que la institucionalidad, la reivindicación, la sensibilidad y la justicia social regresen a una extraviada democracia peruana que, sin duda está herida de gravedad, pero no es imposible resucitarla si regresamos al origen, que no es otra cosa que conectar con la gente que no solo está en la capital, sino en la costa, sierra y selva que es todo el Perú.