Reformar el modelo de comunicación política
A lo largo de este sexenio vimos el fracaso del modelo de regulación electoral. Bastó una persona con un discurso moral lo suficientemente creíble y aceptado por una mayoría para que no sólo se violentaran reglas que apostaban por la prohibición de actos y conductas, sino también para que se cuestionase una vez más a la autoridad encargada de aplicar las leyes: el Instituto Nacional Electoral.
Sin embargo, sería imposible calibrar esas leyes si antes no se entiende que López Obrador sólo se aprovechó del descontento contra la vieja élite política y las reglas con las que se valía para competir, para ganar en 2018. ¿Por qué las normas electorales? A partir de 2007 consolidaron un oligopolio político, donde se dificultaba formar un partido, pero una vez logrado, se facilitaba conservar la franquicia gracias a reglas de competencia poco eficaces y que metieron a los institutos políticos en una zona de confort: lo que podríamos llamar “partidocracia”. De esa forma, el incentivo era mantener las prerrogativas públicas que daba el registro sin tener por qué postular o siquiera formar liderazgos competitivos desde las bases.
Uno de los temas que habrá que reconsiderar urgentemente a partir de 2025 es el modelo de comunicación política. A nombre de una mal entendida equidad y con el fin de proteger a la clase política de ataques y calumnias, nos hemos olvidado de que nuestras candidaturas deben competir y convencer. En lugar de eso, en los últimos años los debates electorales se han vuelto eventos aburridos, donde cualquier candidatura puede bloquear a personas moderadoras incómodas, o se ha buscado equidad hasta en los contenidos de los programas en los medios masivos de comunicación.
Parte de la malformación que arrastramos sobre lo que debería decirse o no en los medios es la creencia de que un modelo de comunicación política debería de hacer algo más que garantizar el acceso a medios de comunicación, definir una autoridad competente, restringir la propaganda que violente ciertos estándares y proveer un régimen de sanciones. Es decir, que debería regular contenidos de programas de opinión, silenciar al Ejecutivo o incluso regular las redes sociales a nombre de la equidad.
Las trampas de la equidad
Al contrario de un modelo de comunicación como el estadounidense, donde quien tiene más recursos puede contar con mayor tiempo de transmisión, en la mayor parte del mundo se reconoce que el Estado tiene que intervenir de alguna forma, dado que una libre competencia genera inequidad. Sin embargo, hay diferencias en los matices de esa intervención y sus límites.
Si aceptamos que debe haber una libertad absoluta para la difusión de contenidos y la elección de éstos por parte de la ciudadanía, el Estado sólo puede ser garante de acceso, no regulador de contenidos. ¿Es posible que la gente use mal su derecho a la información? Desde luego, pero es preferible el mal ejercicio que la prohibición de contenidos.
En este sentido, puede corresponder al Estado garantizar el acceso a medios, pero también le corresponde diseñar un marco regulatorio que genere un entorno de discusión adecuado. Además, es responsabilidad de partidos y candidaturas competir por la atención de la ciudadanía: hablamos aquí de habilidades comunicativas y, sobre todo, argumentativas. Lo último, en el entendido de que el derecho a la información también garantiza que se digan cosas que, a la élite política o a algunos partidos o candidaturas, podrían no gustarles que salgan a la luz.
¿Tienen su propia agenda los medios?
Si bien el Estado puede garantizar la transmisión de la propaganda política en los tiempos asignados al Estado, no puede hacer gran cosa sobre la aparición de personalidades públicas en programas de debate. ¿Conviene conservar el criterio de restringir lo que se puede decir o no durante tiempos de precampaña, o campaña? En mi opinión, es absurdo: las figuras públicas siempre están compitiendo por acceder a un cargo, o mantenerse en éste, especialmente tras la restauración de la reelección inmediata de personas legisladoras o autoridades municipales. Es más: posiblemente esa restricción motiva no sólo la urgencia por transmitir promesas, sino a pensar en maneras ingeniosas de brincarse la norma.
En todo caso, es conveniente reconocer abiertamente que los medios tienen intereses y agendas, condicionadas por afinidades ideológicas, contactos o proveedores. Lamentablemente, se ha arraigado la idea de que debería haber una imparcialidad total, lo cual ha hecho que nuestras figuras públicas desacrediten a alguna persona comunicadora o a algún medio por esas diferencias. Esto se ha exacerbado por el impacto del discurso moral del presidente a lo largo de este sexenio.
¿Las “mañaneras” siguen marcando línea?
Las conferencias diarias del presidente funcionan por, fundamentalmente, tres razones. Primera, hay una presencia diaria del Ejecutivo, lo cual genera una impresión de inmediatez y eficiencia. Segunda: las tácticas de comunicación de López Obrador lo hacen ver como una persona auténtica hacia su público, reforzando la idea de que él es como esa masa que llama “pueblo”. Tercera: el impacto de las “mañaneras” habría menguado hace tiempo si no fuese por una oposición que, en lugar de representar algo por sí misma, vive colgada de cuanto se dice o no en este foro.
De esa forma, los tres elementos hacen que día con día las conferencias se conviertan en nota, provoquen la reacción opositora, la cual a su vez fortalece la imagen, credibilidad y discurso moral del presidente. Visto de esa forma, cualquier intento por parte de liderazgos opositores por silenciarlas, censurarlas o limitarlas, abona al gobierno. Por desgracia, se dejaron pasar cinco años sin hacer un ejercicio de reflexión y autocrítica que pudiera regresar algo de credibilidad a la oposición.
¿Regular las redes sociales?
Aunque deben verse como un campo de batalla más, las redes sociales han modificado el quehacer público. Entre sus ventajas está la capacidad para algunos usuarios de presentarse desde el anonimato, la riqueza y diversidad de la información que existe, la omnipresencia de las redes y usuarios, la velocidad en que podemos enterarnos de cualquier acontecimiento, la posibilidad de enterarnos desde diversos ángulos de un fenómeno y la posibilidad de combinar diversas expresiones visuales y auditivas según la aplicación que se use.
Por otra parte, se ha visto que la inmediatez puede fomentar la mera reacción y la visceralidad, se puede saturar a la ciudadanía de información que puede ser mayoritariamente “chatarra” con incluso noticias falsas, y los algoritmos que generan las personas usuarias pueden hacer que haya públicos que acaben encerrados en una “caja de resonancia” limitada, donde terminan escuchando y pensando lo que refuerce sus creencias y prejuicios. Todo lo anterior puede abonar al entorno de polarización.
¿Conviene censurar o regular a las redes? Además de que sería un ejercicio banal, se requiere más bien de una nueva educación cívica y mediática ante la diversidad y la inmediatez. Siempre ha habido propaganda y desinformación: sólo que en estos momentos esa información circula con mucho mayor velocidad que antes.
Habría que señalar un elemento adicional: en cada momento hay nuevas redes sociales, lo cual hace que los públicos se diversifiquen cada vez más. Incluso segmentando su uso o desuso según las generaciones. Si las estrategias de los partidos se centran sólo en un conjunto limitado y considerado tradicional, como Facebook, Twitter o Instagram, algunas personas podrían estar construyendo mensajes más accesibles para las nuevas generaciones en otras aplicaciones, como digamos, Tik Tok.
Retos regulatorios para 2025
Con lo anterior, quiero compartir algunas propuestas:
• Un discurso moral sólo se combate desarticulándolo. En este sentido, las leyes no pueden suplir a las personas y su responsabilidad individual: urge que impere la crítica ante la mediocridad comunicativa de nuestra clase política, Si una persona asiste o no a un foro determinado porque coincida o no con sus visiones, es alguien incapaz de argumentar o tener labia.
• Quizás se podrían generar acuerdos para que haya una cobertura mediática más equilibrada desde diversos puntos vista en un noticiero, sin menoscabo de las mesas de análisis.
• Apostar por libertades en lugar de restricciones: si una norma se creó para satisfacer a un partido cuando estaba en la oposición, y está bajo ataque y cuestionamiento ahora que está en el poder, significa que no sirve realmente para brindar garantías a las partes, sino que fomenta simulación.
• Prestar atención a debates que rebasan a las autoridades electorales como la transparencia en torno a la inteligencia artificial (algoritmos, fiscalía al proceso de toma de decisiones del sistema), mecanismos de administración y control de redes, así como los controles sobre troles, bots e influencers. Esto ayudará a abrir un debate serio sobre los alcances y limitaciones de la inteligencia artificial y la democracia.