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2024: paridad y violencia

Por primera vez en la historia de México, la mayoría de las personas candidatas a la Presidencia son mujeres. Una de ellas, postulada por una coalición que encabeza el partido en el gobierno y según los estudios de opinión, muestra una marcada preferencia del electorado. Así, es probable que México, este año, elija una presidenta. Actualmente, los partidos políticos están definiendo el resto de las muchísimas candidaturas que contenderán en junio próximo y en ellas, por mandato de ley, las mujeres tendrán un papel preponderante.

Sin duda son muy buenas noticias para las mujeres y también para la democracia. Sin embargo, esto pone sobre la mesa uno de los temas más relevantes de la vida política democrática en nuestro país: la violencia en razón de género. Un fenómeno cotidiano que se ha agravado en la medida en que la participación política de las mujeres aumentó. Ciertamente, hoy día las mujeres tienen más opciones y oportunidades de contender por y para ocupar espacios de toma de decisión, y su presencia en los distintos ámbitos públicos es creciente. Sin embargo, el costo ha sido extremadamente elevado, pues entremezcladas con esas oportunidades perviven costumbres y prácticas patriarcales, arraigadas y rancias, que buscan, a través de los más disímbolos mecanismos y estrategias, complicar y hasta impedir un desarrollo con igualdad sustantiva.

El involucramiento y la participación igualitarios de la mitad femenina de la población deberían ser vistos como procesos naturales de funcionamiento y avance social, pero al contrario, en México se vive en condiciones en donde las alertas de género y los feminicidios son cotidianos y constituyen signos alarmantes de la grave situación de violencia imperante en contra de las mujeres. 

De esta manera, así como se han abierto posibilidades para ellas, también crecieron dramáticamente las amenazas, los riesgos y las violencias en su contra para impedirles el libre ejercicio de sus derechos.

Estos comportamientos de ninguna manera pueden ser normalizados, sino que deben combatirse desde los más diversos frentes. Así, mientras el avance en materia de paridad en la esfera pública trajo consigo el incremento de la violencia política contra las mujeres en razón de género, se ha ido construyendo un andamiaje normativo específico para regular ese tipo de conductas. 

Los adelantos son relevantes, pero ciertamente aún existe mucho trecho por recorrer, tanto mediante la implementación de normas, como a través del abatimiento del desconocimiento por parte de la ciudadanía respecto de los derechos políticos y electorales de las mujeres.

El ámbito electoral ha sido un espacio que ha reaccionado de manera muy positiva y expedita a la incorporación igualitaria de las mujeres. Así es como, a través de múltiples reformas electorales, publicación de lineamientos, aprobación de criterios y sentencias, paulatinamente se ha avanzado en la conquista de más y más espacios justos para ellas.

Desde las primeras protestas sufragistas hasta los logros más recientes, las luchas feministas han sumado relevantes victorias que, acumuladas en el tiempo, hoy permiten a las mujeres vivir una vida mejor y más digna. Sin embargo, falta mucho para sentirse satisfechas. Basta con recordar la gravedad de la desigualdad en torno a la participación política de las mujeres, tal como lo evidencia el índice global de brecha de género 2023 (WEF, 2023), el cual advierte que, de seguir el ritmo actual, esa distancia quedará zanjada hasta el año 2154.

Uno de los propósitos esenciales de las luchas feministas es lograr que en su ciudadanía las mujeres sean consideradas en igualdad de condiciones que los hombres, con lo cual esa batalla se ha convertido en un eje articulador de la vida democrática. En efecto, la reivindicación de los derechos políticos de la mujer ha permeado su comportamiento político y su incidencia en el adelantamiento de la agenda de género.

En México, las luchas iniciales de las mujeres organizadas pueden ubicarse durante la primera mitad del siglo pasado y los logros inaugurales para el avance de las mujeres se dieron en materia electoral. En 1947, en la Constitución mexicana figuraba el derecho de las mujeres a votar y ser votadas en encargos municipales, y en 1953 se reconoció su derecho a participar en todos los cargos de elección popular. En la década de los 90 surgieron importantes detonadores que dieron viabilidad a cambios posteriores. 

La modificación al Cofipe, en 1993, instó a los partidos políticos a que promovieran una mayor participación de las mujeres postulándolas a cargos de elección popular. Ese cambio germinal, si bien limitado, fue la punta de lanza de una espiral de transformaciones esenciales.

Así, en 1996 se aprobó una nueva modificación a la legislación electoral para recomendar a los partidos políticos postular para sus candidaturas a diputaciones y senadurías un 70 % de personas del mismo sexo como máximo, instándolos a buscar la paridad. Al no existir una sanción por el incumplimiento, los mandatos legales parecieron sugerencias a los partidos políticos y sus efectos fueron pobres. Pero el rumbo estaba marcado y el mejoramiento fue irreversible.

En 2002 el Cofipe fue reformado para establecer la obligación de los partidos políticos de cumplir con un 70 % máximo de representación de un sexo para las candidaturas propietarias en las senadurías y diputaciones, así como la segmentación por bloques de tres en las circunscripciones de representación proporcional. Los cambios continuaron en 2008 cuando se elevó la cuota a un porcentaje de 60-40 de candidaturas por cada sexo, aunque todavía sólo aplicable a las de representación proporcional, dejando en total libertad a los partidos para definir aquéllas de mayoría relativa.

La intención evidente de la norma era ampliar la presencia femenina en las legislaturas y eso incomodó a los partidos políticos. No obstante, ante una ley limitada y con poca voluntad política de los partidos, la Sala Superior del Tribunal Electoral, mediante sentencia, hizo posible no solamente visibilizar los incumplimientos de los partidos políticos sino orientar la interpretación jurídica a favor de la causa femenina (SUP-JDC-12624/2011).

En 2014 se incorporó al artículo 41 constitucional el principio de paridad de género. Estas novedades normativas impusieron criterios horizontales tendentes a asegurar la paridad en el registro de las candidaturas, así como también verticales a fin de promover la postulación de candidaturas femeninas para los cargos de elección popular. 

La imposición del principio de paridad buscó terminar con la desigualdad y la discriminación de las mujeres en tanto grupo históricamente subordinado y excluido de la vida pública. La acumulación de ajustes normativos produjo el incremento de la participación política de las mujeres y los adelantos fueron muy relevantes. 

Sin embargo el piso siguió disparejo; la vigencia del sistema patriarcal evidenció la violencia política en razón de género, posicionándola cada vez con más fuerza en la agenda pública. Resultaba urgente visibilizar la violencia en razón de género y a partir de ahí promover una serie de cambios virtuosos. En ese contexto se dio la modificación, en 2015, al artículo 2º constitucional y la publicación del Protocolo para Atender la Violencia Política contra las Mujeres (TEPJF, INE, Fepade e Inmujeres). No obstante, las limitaciones quedaron evidenciadas debido a que sus supuestos fueron considerados recomendaciones y no obligaciones por aquellos encargados de instrumentarlas. 

En 2019 se aprobó la reforma constitucional conocida como “Paridad en todo”, la cual estableció el principio de paridad de género en los puestos de poder y de toma de decisiones en todas las esferas de la vida política, económica y social. Se modificaron los artículos 35 y 41 constitucionales a fin de asentar el principio de paridad de género como un derecho de la ciudadanía para las postulaciones a todos los cargos de elección popular sin ninguna excepción. Lo que se mandató fue asignar a las mujeres al menos la mitad de los cargos de decisión en los tres niveles de gobierno, en los tres poderes, así como en las comunidades y pueblos indígenas, los organismos autónomos y los partidos políticos.

El ejercicio de estos derechos, sin embargo, se complica ante la constante violencia que las mujeres sufren al participar en el espacio público. La violencia política contra las mujeres en razón de género se ha convertido en el principal obstáculo para el ejercicio de sus derechos políticos y electorales. 

En 2020 se aprobaron reformas a diversos ordenamientos jurídicos en materia de violencia política contra las mujeres en razón de género cuyo objetivo central fue garantizar su participación en política sin violencia; esto es, garantizar el acceso a una vida libre de violencia durante los procesos electorales, el desempeño de los cargos, así como todo tipo de participación en el ámbito político.

La reforma de 2020 fue de gran calado pues impactó diversas disposiciones a ocho ordenamientos legales (seis leyes generales y dos federales),1 y definió el concepto de violencia política en razón de género, identificó las conductas de violencia política en razón de género, así como las instancias competentes para su atención y las sanciones para quienes la ejerzan. Quedaron establecidas las medidas de protección y reparación, las sanciones y agravantes, así como las obligaciones de las autoridades para atender, prevenir y sancionar en materia de violencia política de género, incluyendo a los partidos políticos y su deber de garantizar mecanismos internos para su atención.

El establecimiento de ese andamiaje normativo corresponde a una visión integral de la violencia que identifica temas y acciones concretos, que permite a las distintas autoridades interpretar, aplicar y hacer valer los cambios legales con el propósito de garantizar que el Estado mexicano privilegie el interés de las mujeres e incida en la ruptura del pacto patriarcal para así dar cumplimiento a una igualdad sustantiva que minimice los fenómenos de desigualdad, discriminación y violencia que hoy siguen limitando el respeto y el ejercicio de los derechos humanos, electorales y políticos de las mujeres.

Las reformas legales fueron acompañadas de otros recursos. Así, se estableció la “Declaración 3 de 3 contra la violencia” como requisito de elegibilidad para personas candidatas, y se creó el Registro Nacional de Personas Sancionadas en Materia de Violencia Política contra las Mujeres en Razón de Género, con el propósito fundamental de evitar que las personas condenadas por actos de violencia de género fueran postuladas para ocupar un cargo de elección popular (SUP-REC-531/2018), (SUP-REC-91/2020). Sin embargo, la instrumentación de la reforma evidenció varios problemas por resolver. 

En ese contexto, en mayo de 2023 se aprobaron las reformas a los artículos 38 y 102 de la Constitución mediante los cuales sigue el combate a la violencia política en razón de género, impactando los requisitos de elegibilidad para contender por un cargo de elección popular. Tales modificaciones constitucionales, que han sido conocidas como la “Ley 3 de 3”, obligan a los partidos políticos a cambiar sus documentos básicos para garantizar que los perfiles que ellos presenten en sus candidaturas no hayan sido sancionados por violencia política de género, pues quien tenga sentencia firme por cometer este tipo de violencia no podrá ser registrado en una candidatura. No se trata de una declaración bajo protesta de decir verdad como antaño, sino de un mandato constitucional de observancia obligatoria. La así llamada “Ley 3 de 3 contra la violencia hacia las mujeres” constituye un gran avance para terminar con la posibilidad de que los agresores, acosadores y deudores de pensión alimentaria puedan acceder a un cargo público.

Es cierto que en política, tanto hombres como mujeres experimentan violencia, pero ésta las afecta más a ellas porque los actos violentos en su contra involucran su condición de mujer e incluyen las amenazas sexistas, el acoso y la violencia sexuales y hasta la muerte. El objetivo detrás de la violencia política contra las mujeres es subordinar su participación para así preservar el predominio masculino en condiciones de desigualdad, dependencia, exclusión y vulnerabilidad.

Las mujeres que participan en el espacio político enfrentan condiciones graves de discriminación. Constantemente encaran dificultades para acceder a los cargos porque la masculinización de la vida política hace que las reglas institucionales de competencia y participación política no sean iguales para ellos y ellas. En estas circunstancias las mujeres están expuestas a sufrir violencia durante y después de los procesos electorales, en el ejercicio de un cargo público y también una vez que éste haya terminado. Porque el fondo detrás de estas actitudes y acciones es impedir que las mujeres ejerzan plenamente sus derechos humanos, al tiempo que se lanza una amenaza al conjunto de mujeres al consideráseles impostoras en el ejercicio del poder (Krook, 2017, Alanís, 2020).

Las recientes reformas legales y constitucionales realizadas en México van en la ruta de proteger los derechos políticos y electorales de las mujeres. No obstante, su realidad les sigue siendo desfavorable. Todavía falta mucho por recorrer para lograr una democracia paritaria y libre de violencia. Es urgente que las autoridades asuman la corresponsabilidad de garantizar el derecho de las mujeres a una vida libre de violencia como una realidad cotidiana y no solamente un discurso político fortuito.

La normalización que conduce a la invisibilización ha hecho que a pesar de todos los logros alcanzados, la violencia política por razón de género siga siendo parte de la vida cotidiana de las mujeres. No se puede ignorar la cultura de la violencia, la discriminación, la subordinación, en suma, la vigencia del patriarcado. 

De ahí la urgencia de utilizar todos los recursos posibles para desestructurar el paradigma vigente y darle un nuevo contenido a la democracia en una sociedad libre de violencia hacia las mujeres. No obstante, no es suficiente que exista la igualdad formal, que las reglas planteen la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres, pues resulta incontrovertible el hecho de que el ejercicio de los derechos político electorales de ellas se encuentra seriamente limitado por las circunstancias prevalecientes.

La violencia política contra las mujeres en razón de género se ha convertido en el principal obstáculo para el ejercicio de sus derechos políticos y electorales. Por ello, es preciso identificar las conductas que acreditan cuándo se está ante un caso de violencia política de género, las instancias competentes para su conocimiento, los cauces legales para su atención y las sanciones para quienes la ejerzan.

La democracia sólo será una realidad cuando sea paritaria; esto es, cuando las mujeres puedan participar en política en condiciones de igualdad y libres de violencia. En los últimos años se han llevado a cabo modificaciones legales que garantizan y protegen derechos. El proceso electoral 2024 resulta el escenario ideal para comprobar la viabilidad de este marco normativo pues no basta con que haya muchas mujeres participando, es relevante garantizar condiciones idóneas para esa participación.

1 Ley General de Acceso a las Mujeres a una Vida Libre de Violencia, Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales, Ley General del Sistema de Medios de Impugnación en Materia Electoral, Ley General de Partidos Políticos, Ley General en Materia de Delitos Electorales, Ley Orgánica de la Fiscalía General de la República, Ley Orgánica del Poder Judicial de la Federación y Ley General de Responsabilidades Administrativas.

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Rosa María Mirón Lince

Profesora-investigadora de la UNAM. Red de Politólogas.

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