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Anatomía de un desmantelamiento

"La democracia mexicana está en peligro”. Esta advertencia, repetida con frecuencia durante el sexenio de López Obrador, ha dejado de ser una predicción para convertirse en diagnóstico. El Instituto V-Dem, que analiza la calidad democrática en 202 países, ubica ahora a México en una “zona gris”: un espacio donde las instituciones democráticas existen formalmente, pero han perdido su capacidad real de controlar el poder. Para un país que hace apenas tres décadas celebraba su transición democrática, el retroceso es notable. El proceso que llevó a este punto no fue accidental ni repentino. En seis años, el sistema político mexicano experimentó una transformación radical: de un régimen con contrapesos efectivos transitó hacia uno donde el poder se concentra en la Presidencia y las Fuerzas Armadas. Esta transformación, legitimada por un discurso populista y respaldada por reformas constitucionales, siguió una estrategia sistemática, centrada en el establecimiento del control sobre las instituciones de contrapesos, ampliación del poder de los militares y consecución del apoyo popular.

 

La captura institucional

 

La erosión sistemática de las instituciones democráticas durante el sexenio de López Obrador siguió un patrón identificable. Durante las 1562 conferencias matutinas realizadas entre diciembre 2018 y junio 2024, el presidente dirigió 111 ataques verbales contra el INAI, 163 contra el INE y 428 contra el Poder Judicial (Aguiar, Castro y Monsiváis, 2025). No fueron críticas aleatorias, sino una estrategia sistemática de deslegitimación que precedió a reformas legales específicas.

El Instituto Nacional Electoral fue el primer objetivo. Tras garantizar la victoria de López Obrador en 2018, el INE enfrentó dos intentos de reforma electoral. El Plan A, presentado en 2022, buscaba transformar radicalmente al instituto: propuso desmantelar las treinta y dos oficinas estatales, eliminar los organismos electorales locales y someter la selección de consejeros al voto popular. Cuando esta iniciativa fracasó por falta de mayoría calificada, el gobierno impulsó el Plan B, una reforma a leyes secundarias que replicaba los objetivos centrales de la primera propuesta. La Suprema Corte invalidó esta segunda iniciativa en 2023 por violaciones al proceso legislativo.

Ante ello, la estrategia más efectiva resultó ser la cooptación interna. En 2023, mediante un proceso de sorteo –mecanismo de última instancia usado cuando no se alcanza consenso–, tres de las cuatro nuevas consejerías designadas, incluyendo la presidencia, resultaron ser cercanos a Morena. El impacto se notó cuando, en un proceso altamente controvertido, esta nueva conformación avaló una distribución de escaños que otorgó al oficialismo el 73 % de la Cámara de Diputados, a pesar de haber obtenido sólo el 54 % de la votación.

El Instituto Nacional de Transparencia (INAI) enfrentó una estrategia diferente, pero igualmente efectiva. El organismo cuyo trabajo había permitido revelar los casos emblemáticos de corrupción durante gobiernos anteriores –como la Estafa Maestra y la Casa Blanca– fue paralizado cuando el Senado se negó sistemáticamente a nombrar nuevos comisionados. Incluso cuando la Suprema Corte ordenó que el instituto operara sin quórum legal, la resolución fue ignorada. El discurso presidencial cuestionaba constantemente la necesidad de contar con una institución de esta naturaleza, lo que se vio reflejado en una de las iniciativas de reformas constitucionales que López Obrador presentó en febrero de 2024 para desaparecer a varios órganos autónomos, incluyendo el INAI. Esta desaparición se consumó a finales del año, con un Congreso dominado por el oficialismo y abarcó, además del INAI, a otras seis instituciones.

El ataque más ambicioso se dirigió contra el Poder Judicial, culminando con una reforma constitucional, aprobada en los últimos días del sexenio, que transforma radicalmente al Poder Judicial. La reforma estableció la elección popular de jueces, magistrados y ministros, eliminó los mecanismos de suspensión provisional contra reformas que violen derechos fundamentales, y modificó sustancialmente –desapareció– el sistema de carrera judicial. 

El desmantelamiento de contrapesos institucionales se ha justificado consistentemente con un discurso que contrapone la “voluntad popular” a las “élites conservadoras”. Sin embargo, como advierte el artículo de Azul Aguiar, Rodrigo Castro y Alejandro Monsiváis, publicado recientemente en el prestigioso Journal of Democracy, México es otro caso más que ejemplifica cómo el populismo puede erosionar la democracia desde dentro, utilizando procedimientos formalmente democráticos para desmantelar los controles al Poder Ejecutivo. Muchos otros países alrededor del mundo han seguido ya este camino de erosión democrática a través de cooptación, reforma o desmantelamiento de las instituciones que garantizan los contrapesos al Poder Ejecutivo, incluyendo a Hungría, Polonia, Turquía o El Salvador. El proceso en todos estos casos, incluyendo a México, ha sido gradual, pero efectivo: hoy el país tiene menos controles institucionales que en cualquier momento desde que haya iniciado la transición democrática.

 

La militarización 

 

La expansión del poder militar representa quizás la transformación más profunda del régimen. Contrario a su promesa de campaña de “regresar al ejército a los cuarteles”, López Obrador expandió el rol de las Fuerzas Armadas a niveles sin precedentes desde la década de 1940. El Ejército y la Marina controlan hoy más de 250 funciones civiles a nivel local y federal, desde la distribución de libros de texto, por la estrategia migratoria, hasta la construcción y administración de aeropuertos, bancos, hoteles y obras de infraestructura (Vela, 2023).


Pero la militarización va más allá de la obra pública. La Guardia Nacional, creada inicialmente como una institución civil, fue transferida al mando militar mediante una reforma que la Suprema Corte declaró inconstitucional. La respuesta del régimen fue simple: impulsar una nueva reforma constitucional, aprobada en las últimas semanas del sexenio, que no sólo ratifica el control militar sobre la Guardia Nacional, sino que además otorga a sus elementos facultades de investigación criminal y los somete exclusivamente al fuero militar, incluso en tiempos de paz.

El presupuesto militar se ha duplicado desde 2018, rebasando en 2025 el monto de 224 mil millones de pesos (equivalente al 6.23 % del presupuesto de egresos) y superando en casi siete veces el presupuesto de la Ciencia (33.3 mil millones), en más de tres veces al de la Secretaría de Salud (66.6 mil millones), y siendo más del doble que la suma de los recursos asignados al Poder Judicial y todos los órganos autónomos (101 mil millones). 

Más preocupante aún es la participación directa de militares en el gobierno civil: ocupan direcciones de agencias federales y tienen asiento en comités nacionales de ciencia y salud pública. Esta expansión ha sido justificada con un discurso populista que identifica a las Fuerzas Armadas como “el pueblo uniformado”, borrando así la distinción crucial entre Estado, gobierno y partido.

La retórica oficial presentó esta militarización como una necesidad ante la violencia criminal. Sin embargo, los resultados contradicen el argumento: en el sexenio de López Obrador se registraron más de 189,000 homicidios, la cifra más alta desde que hay registros. La estrategia de seguridad, lejos de resolver el problema, ha profundizado la crisis mientras consolida el poder militar sobre la vida civil.

 

El apoyo popular

 

Esta deriva autoritaria ocurre con amplio respaldo popular. Los índices de aprobación de López Obrador se mantuvieron entre 60 y 70 % durante su mandato, incluso mientras desmantelaba los contrapesos democráticos. La presidenta Claudia Sheinbaum ha alcanzado 80 % de aprobación tras los primeros 100 días de su gobierno, según la encuesta de Enkoll para El País y W Radio. 

De acuerdo con los datos de Latinobarómetro 2023, un 34.9 % de la ciudadanía mexicana sostiene que la democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno, un 33.2 % justifica, en ciertas circunstancias, a un gobierno autoritario y un 27.7 % sostiene que da lo mismo, para su situación, el tipo de gobierno. Este nivel de respaldo al autoritarismo ejecutivo es uno de los más altos en América Latina (tan solo por encima de Guatemala y Honduras). No sorprende que casi 40 % considera que la democracia no permite que se solucionen los problemas que tiene la sociedad. 

La narrativa oficial ha sido efectiva en presentar a las instituciones autónomas como enemigas del pueblo, corruptas y costosas. El argumento es seductor en su simplicidad: ¿para qué mantener organismos que cuestan tanto si el presidente informa diariamente en las mañaneras? ¿De qué sirven las instituciones que dificultan o ralentizan el avance de la transformación? ¿Qué han hecho estas instituciones por “la gente”, “ciudadanos de a pie” o “el pueblo bueno”? Esta lógica omite, por supuesto, que la función de estas instituciones es precisamente controlar el poder presidencial, no replicar su mensaje, que su costo real es poco significativo en el presupuesto federal y que sus aportes a la sociedad son, con frecuencia, intangibles.

La estrategia retórica de López Obrador resultó particularmente efectiva porque conectó el desmantelamiento institucional con una política de transferencias directas y aumentos al salario mínimo. El mensaje implícito es claro: las instituciones autónomas son un lujo costoso que impide destinar más recursos a programas sociales. Al mismo tiempo, las instituciones (desde el Poder Judicial hasta los órganos autónomos) han incurrido en ciertos excesos presupuestales y no han sido capaces –con la excepción, quizá, del INE– de comunicar a la ciudadanía el valor del trabajo que realizan. 

 

La consolidación del modelo

 

El cambio de régimen en México representa una transformación histórica que trasciende el sexenio de López Obrador. Con la llegada de Claudia Sheinbaum a la Presidencia y una supermayoría en el Congreso, el modelo autocrático se consolida. No se trata ya de una amenaza potencial sino de una realidad institucional: el poder se concentra en el Ejecutivo, las Fuerzas Armadas expanden su control sobre la vida civil y los contrapesos democráticos se desvanecen bajo el peso de reformas constitucionales.

La experiencia mexicana ilustra cómo el populismo puede erosionar la democracia desde dentro, utilizando procedimientos formalmente democráticos para desmantelar los controles al Poder Ejecutivo. El proceso sigue un patrón identificable: primero se deslegitiman las instituciones, luego se las reforma y finalmente se las captura. Todo esto ocurre con respaldo popular y bajo una retórica que dice defender la democracia, mientras la socava.

Las perspectivas no son alentadoras. Las primeras señales del gobierno de Sheinbaum sugieren continuidad con el proyecto de López Obrador. Su respaldo a las reformas constitucionales y su negativa a acatar órdenes judiciales que cuestionan la reforma revelan que la retórica populista seguirá justificando el desmantelamiento institucional. Sin embargo, en los primeros 100 días de gobierno se pueden observar ciertas diferencias frente a su predecesor. Sheinbaum modificó la estrategia de seguridad, dando mayor peso a la inteligencia y coordinación civil y a un cambio en las relaciones cívico-militares; estableció un diálogo con el INE; empezó a gestionar algunos cambios en la política energética y de salud y, aunque hay continuidad en algunos aspectos, el discurso presidencial ha cambiado. 

También ha quedado patente que la presidenta no tiene control de su partido (evidenciado, por ejemplo, por la designación de la persona titular de la CNDH o la aprobación del presupuesto), pero que, desde inicios del año, ha empezado a realizar acciones y tomar iniciativas que pretenden cambiar esta situación (como la propuesta de las reformas en contra del nepotismo o la eliminación de la reelección). De su capacidad para lograr el control político del partido oficialista dependerá, en gran medida, la dirección que tomará la política mexicana en el resto de su sexenio. 

México transita así de un sistema democrático –precario, sin duda, pero democrático– hacia otro tipo de régimen político. No es un retorno al viejo autoritarismo del siglo XX –los rituales democráticos persisten– pero tampoco es ya la democracia constitucional construida durante la transición. Es un régimen híbrido donde la concentración del poder se legitima mediante el voto, las instituciones pierden autonomía y el pluralismo se reduce progresivamente. Hacia dónde nos llevarán los cambios –hacia una dictablanda, una democradura, un autoritarismo competitivo o algún otro tipo de régimen de los que habitan en la “zona gris”– está aún por verse.


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Karolina Gilas

FCPyS-UNAM, investigadora del Observatorio de Reformas Políticas en América Latina [#ObservatorioReformas] y Red de Politólogas - #NoSinMujeres.


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