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¿Democracia electoral?

Dedicado a Oppenheimer

 

 

 

La dimensión institucional más profunda e integral que dio pie al inicio de un nuevo régimen asociado a la democracia electoral del siglo XX en México, surge con la reforma política publicada el 6 de diciembre 1977. Es paradójico recordar que dicha reforma, asociada a Reyes Heroles, entonces secretario de Gobernación, venía suscrita por el presidente López Portillo quien había emanado de una elección “democrática” de un solo contendiente formal: él mismo. 

La referencia permite entender que los procesos de democratización no sólo provienen de las luchas y las condiciones sociales, políticas y económicas en las que inciden, sino del curso de acción que se emprende desde el poder. Pero nos muestran algo más sutil: que la historia de la democracia no es ni ha sido lineal. No abundaré más en el largo trayecto que previa, y sobre todo posteriormente, nos trajo al 2024 porque no es el propósito de este texto, pero conviene tener presente que la democracia y sus avances y retrocesos no son una línea de tiempo donde sólo hay camino para progresar, como pensaba equivocadamente Hegel desde que publicó la Fenomenología del espíritu. El transcurso del tiempo no es necesariamente progreso, también es, o puede ser, retroceso.

Es ahí donde me parece relevante el significado de las elecciones de 2024. ¿Ante qué estamos, de qué son producto estos resultados y, aún más, es posible afirmar que la victoria de Morena en el Poder Ejecutivo y Legislativo y en casi todas las elecciones estatales a gobernador, incluida la Ciudad de México, son el resultado de un proceso electoral democrático?

En la vida electoral de las últimas décadas dos visiones han prevalecido: por un lado, una corriente impulsó la idea de que la alternancia era el fin de la transición democrática y por eso la llegada de Vicente Fox al Poder Ejecutivo abría un joven régimen democrático. El IFE tenía un padrón confiable, se instalaban casillas y se contaban bien los votos. A pesar de la derrota histórica, apenas seis años después del mantenimiento de esta tesis en las elecciones de 2006, e incluso aún hoy, esa misma corriente proclama que hay alternancias y que el núcleo básico de la democracia se encuentra, si bien menguado y precario, aún funcional. 

Por otro lado, hay quienes hemos mantenido a lo largo del tiempo que la equidad en la competencia política y la libertad en el ejercicio del voto son condiciones adicionales indispensables para afirmar que tenemos una democracia electoral mínima. Pienso que hay suficiente evidencia para afirmar que en 2024 vivimos las elecciones presidenciales más inequitativas desde Ernesto Zedillo y más condicionadas en términos de libertad de sufragio. 

El proyecto obradorista, desde su triunfo en 2018, buscó que el presidente de la República concentrara el máximo poder posible y se propuso como objetivo conservar el gobierno al costo que fuera necesario. Una primera aproximación permite un largo listado de evidencias sobre los abusos al margen de la Constitución y la ley que ha incluido entre otros: usar a las fiscalías, al SAT o la UIF para amenazar o perseguir a opositores; usar la voz y la comunicación gubernamental para socavar el prestigio de comunicadores, críticos y movimientos sociales; comprar o doblegar a gobernadores de la oposición; controlar la presidencia de la Corte para administrar justicia a partir de los intereses presidenciales doblegando jueces, magistrados y ministros; usar los hilos del poder a cambio de impunidad o prebendas para, en no pocas ocasiones, mover el voto de partidos o legisladores para aprobar los proyectos estructurales del presidente; violar el principio constitucional de imparcialidad para atacar a partidos de oposición (especialmente al pan durante cinco años); pactar con poderes formales y de facto en todo el territorio a cambio de beneficios electorales de Morena y sus aliados; hacer uso de las grandes cadenas de televisión para silenciar la crítica y reproducir su propio discurso; precarizar primero, para controlar después a las autoridades electorales del país; en 2018 Morena fue beneficiario de un fraude mayúsculo por la sobrerrepresentación en la Cámara de Diputados; impedir el funcionamiento del inai y no hacer transparentes segmentos importantes de gasto público, ocho de cada diez contratos son de adjudicación directa; además, un ejército de decenas de miles de personas de chalecos guindas, tanto del gobierno como de Morena, realizaron tareas lo mismo de empadronamiento de programas sociales, que de creación de registros y condicionamiento del voto durante cinco años tocando las puertas de millones de hogares en nuestro país.

Y para jugar en la arena pública en términos de comunicación y relato, para incidir e intentar controlar la agenda pública, política y partidista, el presidente desarrolló un programa de televisión donde de lunes a viernes se hacía propaganda en favor de su gobierno y su partido y en contra de quien o quienes se le opusieran, todo ello con recursos públicos, todo ello avalado por una institucionalidad democrática que ya mostraba, desde el primer momento, su incapacidad para hacer valer la ley y la Constitución.


Es justamente ahí, en su programa matutino, que una mañana de julio de 2021 –cuando a pesar de todo, los resultados de las elecciones intermedias daban visos aún de la existencia del pluralismo–, sin más, anunció el inicio de la sucesión presidencial. Sí, nuevamente al margen de la Constitución y rompiendo las reglas del juego. La intervención de López Obrador actuando como jefe de partido y no como jefe de Estado no se prueba exclusivamente con las más de cincuenta intervenciones documentadas por la autoridad electoral, es sólo un capítulo final de una larga y sistemática cadena de violaciones constitucionales.

No hay un precedente en México, desde que tenemos un padrón electoral confiable, del uso de tantos recursos ilegales de todo tipo, signo y nivel en una elección presidencial. No hay manera de cerrar los ojos ante esta evidencia, por eso pienso que las victorias de Morena, pero fundamentalmente su contundencia y magnitud, deben ser analizadas a la luz de una ruptura de la equidad y de la libertad de sufragio, a la luz de la ruptura del sistema electoral mexicano.

Afirmar lo anterior no significa suponer o siquiera implicar que, si hubiésemos tenido condiciones mínimas de un proceso electoral democrático, una fuerza política distinta a Morena hubiese triunfado en las elecciones presidenciales. Eso, sencillamente sería una historieta. No hay ninguna evidencia que permita suponer que dentro de los paquetes electorales exista un número diferente a los treinta y dos puntos de diferencia de Claudia Sheinbaum respecto de Xóchitl Gálvez. 

La diferencia de millones de votos entre el primer y segundo lugar de la elección presidencial muestran, además de lo ya señalado, dos elementos adicionales que abordar. Si hay un sistema electoral roto y violentado como hemos dicho, el sistema de partidos en México tiene al menos una década hecho añicos, especialmente por la enorme distancia que existe entre estos y la ciudadanía. Este fenómeno es anterior a Morena y en parte explica su aparición. 

Los partidos políticos en nuestro país dejaron, en muchos casos, de lado instrumentos para postular ciudadanos que representen a una parte de la sociedad y sus causas, para ser el vehículo para personas que pertenecen al pequeño círculo que domina sus dirigencias. La boleta electoral mexicana está secuestrada por una minoría dueña de emblemas que, elección tras elección, define quién puede y quién no puede contender a un cargo de elección popular; en México no hay primarias ni fórmulas de competencia democrática para llegar a la boleta. Los partidos dejaron de ser mediadores entre el gobierno y la ciudadanía, no entendieron o no fueron capaces de lograr su función como defensores de parte de la sociedad a la que quieren representar. Finalmente, la relación entre partidos dejó de ser el eje que articulaba y ordenaba la discusión y el diálogo en el Estado y la vida política. Todo ello significa el fin del sistema de partidos como lo conocimos a partir de la reforma electoral y política de 1996.

Parece muy evidente que, en el caso mexicano, Morena y el gobierno se refuerzan mutuamente en la unidad. El comportamiento político de López Obrador durante estos años hace evidente que no se puede validar, ni con el diálogo, algo que sea distinto al proyecto gobernante, por eso nunca admitió tener enfrente a un dirigente distinto al de su coalición, por eso la sucesión de los planes A, B y C en la segunda parte del gobierno, porque se edifica un sistema de partido hegemónico como lo describía Sartori hace ya décadas, pero en el contexto del siglo XXI. 

El 2 de junio el proyecto obradorista obtuvo una victoria absolutamente contundente. La vencedora de las elecciones tiene todas las herramientas para continuar con la edificación de un segundo piso que ponga fin a los resquicios finales del pluralismo que no aparecerá, ni podrá hacerlo, sino por excepción. 

Aunque, recordando otra vez nuestra historia y la de la democracia misma, los procesos políticos no son lineales. Existe la posibilidad de que el edificio dominante o hegemónico que se ha preparado tenga un nuevo giro inesperado. Esa definición la dará el tiempo, las luchas de muchas personas, grupos y sectores en el país y, desde luego, un nuevo elenco en el poder con una nueva protagonista. Su nombre: Claudia Sheinbaum Pardo.


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Alfredo Figueroa

Sociólogo, ha trabajado en la academia, en el sector público y con organizaciones civiles y sociales. Fue parte del equipo que coordinó la primera observación electoral a nivel federal, financiada por la Organización de Naciones Unidas en Alianza Cívica (1994). Fue consejero electoral del IFE de 2008 a 2013. Actualmente es director de Sociales, despacho de asesoría, investigación, análisis y litigio estratégico y profesor de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y colaborador como analista político de las Mesas de Análisis del programa Aristegui en Vivo.


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