Derecho electoral latinoamericano
Lo sabemos: las elecciones son la punta de un iceberg civilizatorio. Son la fórmula que las sociedades complejas, masivas y diferenciadas tienen para que su diversidad política e ideológica pueda convivir y competir de manera pacífica e institucional. Se dice y escribe fácil, pero es una auténtica construcción que parte de la premisa de que la pluralidad existente debe tener conductos para expresarse, recrearse, contender y cohabitar sin desgarrar el tejido social.
Y, por supuesto, las elecciones no se desarrollan en el vacío. Para ser y pervivir requieren de normas que las conviertan en una rutina institucional. Y esas normas suelen ser tan variadas como experiencias nacionales existen. Son diseñadas bajo el influjo de coyunturas diversas y, aunque reciben la influencia de otras legislaciones, responden a necesidades e historias distintas. Pero pueden ser comparadas porque las necesidades de autoridades imparciales, condiciones de la competencia medianamente equitativas, inclusión de las diferentes fuerzas políticas, padrones confiables, fomento a la participación, búsqueda de incorporación de los grupos vulnerables, fórmulas para dirimir los conflictos, etc., aparecen en (casi) todas las latitudes.
Por ello, el esfuerzo coordinado por Nohlen, Valdés y Zovatto1 resulta importante. Si algo ha sucedido en nuestra zona en las últimas décadas ha sido una revalorización de la democracia como régimen de gobierno, un desmantelamiento de los sistemas autoritarios y dictatoriales y la necesidad de crear un marco regulador eficiente y eficaz de nuestros procesos comiciales. Y hoy, cuando en distintos países –no solo de América Latina– vuelven a aparecer prácticas antidemocráticas y discursos anti pluralistas, parece más necesario conocer lo que en distintas materias electorales ha sido la experiencia en la zona.
Estamos frente a una obra monumental por su ambición, extensión temática y pertinencia política. Es un intento –logrado– por desarrollar en fórmula comparada todos y cada uno de los eslabones que componen el proceso electoral. Y al recorrer sus páginas, el lector tomará conciencia de esa cadena comicial que no permite que ninguno de sus eslabones se disloque porque –si ello sucede– la cadena entera resulta contrahecha.
Hace bien Dieter Nohlen en alertarnos sobre los contextos en los que nacen las legislaciones electorales. En particular, la fuerte desconfianza que existe en relación no solo con la vida política sino con la vida toda en nuestros países. «La desconfianza…es alta en América Latina; es parte de la sociedad, de la institucionalidad política, así como de la realidad y percepción electorales. Su constante presencia se expresa no solamente en cuanto a hechos contundentes y sospechas permanentes, sino que se articula también en el enorme esfuerzo de la región de erigir la arquitectura institucional adecuada para organizar elecciones limpias y para sembrar confianza».
Porque sin esa desconfianza y los esfuerzos para combatirla no se entenderían, en muchos casos, las barrocas construcciones normativas e institucionales que presiden los comicios. Bastaría pasear los ojos por nuestra Constitución y leyes electorales para constatar lo dicho. Porque si queremos saber por qué las urnas son traslúcidas, se entrega el listado nominal con fotografía a todos y cada uno de los partidos políticos, se vota con una credencial con fotografía, se mancha el dedo de los votantes con una tinta indeleble; se folian las boletas, se imprimen en papel seguridad y se estampa el municipio donde serán utilizadas; se fomenta que los partidos tengan representantes en las casillas, se insacula y capacita a los funcionarios de las mismas, se levantan actas de incidentes, se permite y estimula la presencia de observadores, se ejecutan programas de resultados preliminares y conteos rápidos, y tantas más, solo pueden entenderse a partir de las enormes suspicacias que existían y existen en torno a nuestras elecciones y a la necesidad de desmontar, paso a paso, esa desconfianza.
He afirmado en otras ocasiones que la confianza es una construcción lenta, tortuosa, difícil, pero posible. Que avanza poco a poco, por micras, por centímetros; por ejemplo, cada vez que se coloca un candado que impide conductas ilícitas, se despliega un programa para actualizar –digamos– el padrón, se traza una política para equilibrar las condiciones de la competencia, se toma un acuerdo con el consenso de los actores y, al final, votamos y los contendientes aceptan el llamado veredicto de las urnas. Pero la confianza suele ser un producto tan frágil que una mala decisión, un eslabón mal construido, la permanente obstrucción de un partido político o el desconocimiento de los resultados por los perdedores suele erosionarla, y lo que costó décadas en cimentar puede ser vulnerada en unos cuantos días, incluso horas.
Pues bien, si ustedes quieren saber cómo se eligen e integran los órganos representativos en América Latina, cuáles derechos están consagrados en las diferentes legislaciones, en qué países y bajo qué reglas se vota desde el extranjero, cómo se regula la eventualidad de la reelección a los distintos cargos, las modalidades de los registros electorales, los servicios profesionales, el reconocimiento y pervivencia de los partidos, las candidaturas independientes, la representación de las mujeres o de las minorías étnicas, la regulación de las encuestas o la fiscalización de los recursos de los partidos y candidatos, los delitos electorales o el voto electrónico, el contencioso o la estadística en la materia, Derecho electoral latinoamericano podrá ilustrarlos.
Se trata de breves ensayos sobre cada una de esas materias escritos por uno o más autores que conocen de lo que hablan. Y al analizar las diferentes legislaciones el lector no solo amplía su campo de visión, sino que puede comparar y extraer sus propias conclusiones. Porque en la materia quizá no exista un peligro mayor que la vocación de Adán, es decir, creer que se puede y debe partir de cero como si no existiera una experiencia internacional digna de tomarse en cuenta. No para copiar o derivar conclusiones extra lógicas, sino para no acabar inventando el agua tibia.
En especial, a nosotros creo que nos serviría volver a revisar nuestro sistema electoral en el sentido restringido en que lo utiliza Dieter Nohlen. Entiende que muchos manejan el término como sinónimo de derecho electoral, régimen electoral o proceso electoral, es decir, en un sentido muy amplio; no obstante, él lo emplea de manera específica: «el sistema electoral tiene por finalidad determinar las reglas según las cuales los electores pueden expresar sus preferencias políticas en votos y según las cuales los votos pueden convertirse en escaños parlamentarios…o en cargos de gobierno». Y ello, la traducción de votos en escaños, se ha convertido en una asignatura pendiente para nosotros luego de contemplar lo que sucedió en las elecciones de 2018.
El tema central que debería abordar una eventual reforma electoral es precisamente ese, sobre todo en relación a la Cámara de Diputados, dado que los resultados de 2018 desfiguraron uno de los pilares fundamentales de cualquier régimen democrático: el de la representatividad, dado que una minoría de votos se convirtió en una mayoría congresual, convirtiendo a una mayoría de sufragios en una minoría de representantes.2
Recordemos: con menos del 38% de los votos Morena tiene mayoría absoluta de diputados y con menos del 44% la coalición de Morena, PT y PES llega casi a la mayoría calificada. ¿Cómo fue posible eso si la Constitución establece con claridad que entre votos y escaños no puede existir una diferencia mayor del 8%? Muy sencillo: inscribiendo a candidatos de Morena como si fueran del PES o del PT. Un «ingenioso» fraude a la Ley que ha desfigurado el principio de representación (luego se dieron los realineamientos de otros partidos). Es decir, la mayoría actual en la Cámara de Diputados no es resultado de que la mayoría de los mexicanos hayamos votado por ella, sino de una operación que vulneró dictados constitucionales para construir artificialmente esa mayoría.
Si se iniciara una ronda de discusiones sobre la posible reforma electoral ese asunto debería presidir la deliberación, ser el número uno de la agenda. Porque ya despuntan los comicios de 2021 en el que se deberá renovar por completo la Cámara de Diputados y nos podríamos volver a «tropezar con la misma piedra». Es más: creo que el Congreso está obligado a reformar la Constitución y la Ley para que sea el voto de los ciudadanos el que determine la correlación de fuerzas en esa Cámara (principio democrático irrenunciable).
Durante décadas, las principales formaciones de izquierda plantearon la necesidad de una fórmula de representación proporcional estricta para la integración de la Cámara de Diputados. Eso quería decir que cada partido debería tener un porcentaje de diputados idéntico o similar a su porcentaje de votos. Y ello podría lograrse incluso manteniendo el sistema mixto de conformación de la Cámara (300 diputados uninominales y 200 plurinominales), siempre y cuando el reparto de los segundos se hiciera para ajustar el porcentaje de votos al de escaños. Se trataría de que si un partido obtiene el 20% de los votos tenga el 20% de los legisladores y si obtiene 30, pues 30, y así. Con ello se desterrarían los fenómenos de sobre y sub representación que en la última elección federal nos llevaron a un extremo absolutamente indeseable y que desfigura la idea misma de la representatividad.
La representación proporcional fue siempre una aspiración democrática que en una nueva ronda reformadora se debería cumplir. Correspondería ser impulsada por Morena (aunque ya sabemos que las «cosas» no se ven igual desde la oposición que desde el gobierno), pero si no, por las bancadas de oposición, recordando que en las ocho reformas electorales previas (1977, 1986, 1989-90, 1993, 1994, 1996, 2007 y 2014) los reclamos de las minorías fueron el motor fundamental de las mismas. Se trató de operaciones transformadoras que requirieron del aval de la mayoría, pero fueron los partidos opositores los que embarnecieron la agenda y lograron avances progresivos relevantes.
Lo que debería estar claro, sin embargo, es que México y su diversidad política no merecen ir a unas nuevas elecciones federales en las cuales una minoría de votos se convierta, de manera remedada y contrahecha, en una mayoría de asientos en la Cámara de Diputados.
Así, como pueden ver, el libro también sirve para llevar agua al molino de cada quien. Y ello también es útil.