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El impacto de las elecciones primarias en el sistema político argentino

Si algo sabemos los que nos dedicamos al estudio de los sistemas electorales es que ninguno de ellos es perfecto. Es decir, ningún conjunto de instituciones electorales garantiza que el resultado que se obtenga obedezca exactamente a las preferencias y deseos de los y las votantes. A su vez, tampoco hay un solo criterio para evaluar qué sistema es mejor que otro. Por ejemplo, los sistemas llamados “mayoritarios” para las elecciones parlamentarias, como es el que se emplea en el Congreso de los Estados Unidos, son buenos para favorecer la gobernabilidad, pero peores que los denominados “proporcionales”, como el que se utiliza en Argentina en la elección de la Cámara de Diputados, para garantizar la representación popular.

Es necesario tener esto presente cuando analizamos el desempeño de las Primarias Abiertas Simultaneas y Obligatorias (PASO, en adelante) tal como fueron sancionadas en Argentina como parte de la Ley 26.571 de 2009 junto con la modernización de la administración electoral y el reparto gratuito y equitativo de la publicidad audiovisual.

Esta norma, llamada Ley de Democratización de la Representación Política, la Transparencia y la Equidad Electoral pretendió mejorar el conjunto del funcionamiento de la democracia en el país, fortaleciendo y democratizando a los partidos políticos e incrementando la capacidad de la ciudadanía para intervenir en el proceso democrático. Esta fue la instrucción que nos dio la entonces presidenta Cristina Fernández de Kirchner al grupo de funcionarios que llevamos adelante el proceso de diálogo y debate político que originó la propuesta de Ley posteriormente enviada para su discusión al Congreso.

Como han demostrado todas las investigaciones de ciencia política, la democracia no puede funcionar sin partidos políticos. Es decir, con partidos políticos la democracia puede funcionar bien o mal; sin ellos, simplemente no funciona. Esto explica por qué, habiendo sido demonizados desde sus orígenes y cargando desde entonces con una muy mala imagen en la opinión pública, los partidos se han extendido de tal manera que ahora solo consideramos democráticos a los países donde ellos funcionan.

Existe una gran discusión sobre lo que es un partido político más allá de que cumpla la normativa legal. El consenso de los especialistas es que un partido debe ser algo más que un simple vehículo electoral a través del cual un grupo de individuos se presente a las elecciones.

Ese “algo más” supone que los partidos deben representar sectores de la población, canalizar sus demandas, coordinar el accionar de los líderes políticos, ser razonablemente programáticos –es decir, expresar una determinada visión del mundo o de alguno de sus aspectos–, y tener estabilidad en el tiempo –no es funcional a la democracia aparecer en una elección y desaparecer la siguiente–.

Son partidos de este tipo los que le permiten al pueblo, la ciudadanía o la gente, pónganse el nombre que se quiera, votar a aquellos que expresen sus intereses y valores, volver a votarlos si entienden que hacen bien las cosas y castigarlos si las hacen mal. Es decir, los partidos pueden ser “controlados” por el voto popular y es a través suyo que los gobiernos pueden ser popularmente controlados, lo que representa la razón de ser del sistema democrático.

Desde la larga crisis política, económica y social que estalló en la Argentina a fines de 2001, el sistema partidario venia debilitándose, tornándose cada vez más fragmentado, difuso, territorializado e inestable. Fortalecerlo, por lo tanto, fue el objetivo central de la reforma de 2009.

Para lograrlo, se realizaron un conjunto de modificaciones a toda la legislación vigente. Una de ellas fue el establecimiento de mecanismos institucionales que contribuyeran a la estabilidad y representatividad de las agrupaciones políticas, mediante la combinación de PASO como sistema de selección de candidaturas y el establecimiento de un número mínimo de votos a obtener en las PASO como requisito para participar de las elecciones. Las primeras aseguraban a las candidaturas un sustento democrático, y el segundo creó incentivos para reducir la fragmentación de la oferta electoral.

Hoy, a más de diez años de su implementación, la mayoría de los analistas coinciden en que sus resultados son claros: nuestro sistema partidario presenta entidades políticas con perfiles ideológico-programáticos mucho más claros y, por lo tanto, más identificables por la ciudadanía. A su vez, aunque no redujo el número de entidades partidarias, facilitó la constitución de frentes o alianzas a los efectos de la competencia electoral y por primera vez esas alianzas tienen correlato en la acción parlamentaria y de gobierno trascendiendo así los procesos electorales para los que son creadas. Asimismo, se frenaron las hasta entonces crecientes tendencias hacia la desnacionalización o territorialización del sistema de partidos. Hoy la mayoría de los sistemas de partido subnacionales se ordenan siguiendo una lógica similar a la nacional.

Esta estabilidad se expresó en la consolidación de dos grandes coaliciones partidarias (FPV/FDT y Cambiemos/JxC) que, más allá de sus cambios de nombre, manifiestan un conjunto de posiciones políticas claramente reconocibles por los electores. A su vez, esto se ha logrado sin que el sistema pierda la apertura y flexibilidad necesaria para que nuevas opciones políticas no solo se presenten a elecciones, sino que consigan cargos de representación y también expresen visiones del mundo o conjunto de ideas y propuestas identificables para la ciudadanía, como lo hace desde hace años el Frente de Izquierda y especialmente los denominados “libertarios” de La Libertad Avanza que alcanzaron la presidencia con Javier Milei el año pasado.

Hoy podemos afirmar que, desde la racionalización de la oferta electoral, la garantía de acceso a la campaña en medios de comunicación y el aumento de la competitividad de fuerzas que fragmentadas no obtenían representación legislativa, la reforma ha sido oportuna y eficiente.

Sin embargo, como señalamos en el párrafo que abre esta nota, ninguna herramienta electoral es perfecta y las PASO están lejos de serlo. En primer lugar, porque los logros que antes describimos en el fortalecimiento de la democracia entre los partidos no han sido similares al interior de los mismos. Es decir, su impacto como impulsoras de la democracia intrapartidaria si bien ha existido ha sido mucho más limitado de lo que podía esperarse, especialmente en el plano nacional. En segundo, porque algunas de las particularidades de su diseño pueden generar efectos negativos, especialmente en contextos de alta polarización. Me estoy refiriendo al plazo demasiado extenso entre las elecciones primarias y la general y al efecto que los resultados de las PASO propiamente dichos tienen como “encuesta” o radiografía de las preferencias sociales.

Por esto, a más de diez años de su implementación pueden pensarse algunas modificaciones que mantengan los beneficios logrados, pero a la vez mejoren algunas de las cuestiones pendientes.

 

Algunas reformas posibles 

En primer lugar, con los avances tecnológicos y la experiencia acumulada en estos años se pueden realizar modificaciones normativas que simplifiquen la gestión del sistema y, en línea con la propuesta originaria que hicimos en 2009, permitan que las PASO y las elecciones generales pueden integrarse aún más en un mismo proceso electoral, acortando el plazo que media entre unas y otras. Esto evitaría efectos nocivos sobre la gobernabilidad, como lo que ocurrió en las elecciones de 2019 y a la vez contribuiría a acortar un poco el muy extenso tiempo electoral que caracteriza al país producto de la renovación parcial parlamentaria bianual y al marcado federalismo electoral. La Constitución Nacional Argentina prevé un plazo máximo de treinta días para la segunda vuelta presidencial en caso de ser necesaria, asumiendo que ésta conforma un mismo proceso con las elecciones generales. El plazo de dos meses y medio entre las primarias y la primera vuelta de las generales rompe con ese principio.

A su vez, respecto de las fórmulas ejecutivas, la posibilidad de seleccionar mediante las PASO a quien encabece la fórmula presidencial, habilitando a la agrupación política a completarla posteriormente, permitiría una mayor flexibilidad a la hora de reconfigurar la oferta electoral posterior a las mismas. Esta modificación supondría un incentivo adicional para que los partidos y coaliciones utilicen más los mecanismos de competencia interna. En el mismo sentido, la posibilidad de permitir candidaturas múltiples en las PASO les quitaría el dramatismo actual de ser competencias a “todo o nada” fomentando el interés de potenciales desafiantes internos y reduciendo el costo que la derrota puede significarles a los sectores más poderosos de la coalición. La limitación de la doble candidatura es absolutamente lógica en las elecciones generales, pero en las primarias ha tenido el efecto seguramente no deseado de desincentivar la competencia.

Otra posible reforma, aún más profunda, sería la de mantener el carácter de elección obligatoria sólo para las partidos y coaliciones dejándola como optativa para los votantes. De esta manera la PASO seguiría cumpliendo con su tarea de ordenar y agregar la oferta partidaria, pero sin funcionar como gran encuesta nacional –lo que induce al voto estratégico y refuerza las tendencias a la polarización–. Un beneficio evidente de esta modificación es que incentivaría a los partidos a aceptar la competencia interna no sólo para alcanzar el piso electoral que se establezca para participar de la elección general sino también para mostrarse más fuertes frente a sus potenciales rivales que no lo hagan.

En síntesis, la reforma político electoral de 2009 cumplió gran parte de sus objetivos, pero diversas reformas pueden y deben pensarse para sus distintos componentes con el fin de continuar mejorando la calidad de nuestra democracia. Las propuestas que acá presentamos, como muchas otras formuladas, flexibilizando algunos aspectos no sólo evitarían algunos de sus efectos negativos, sino que también incentivarían la competencia al interior de los partidos y coaliciones en las PASO y, por lo tanto, lograr que la mayor democratización entre los partidos lograda por los efectos de la reforma de 2009 también se traslade al interior de los mismos.


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Juan Manuel Abal Medina

Es doctor en Ciencia Política (Flacso-México). Es profesor titular por concurso de la Universidad de Buenos Aires (UBA) e investigador independiente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) de Argentina. Se desempeñó, entre otras tareas políticas, como jefe del Gabinete de Ministros (2011-2013), senador (2014-2017) y embajador ante el Mercado Común del Sur (Mercosur) y la Asociación Latinoamericana de Integración (Aladi).

@juanabalmedina 

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