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Interseccionalidad

Las diversas y numerosas luchas que han emprendido las mujeres feministas a lo largo de la historia para tener cabida dentro del paradigma político democrático, han logrado cincelar la estructura monolítica que dio origen a una democracia que nació clasista, sexista y racista. No obstante, los diversos movimientos sociales basados en la acción colectiva de los distintos grupos marginados de dicho orden y despojados de su condición de sujetos políticos han conseguido, al paso del tiempo, fracturar algunas de esas capas excluyentes e ir transformando paulatinamente el modelo de democracia liberal estructurado en el siglo XIX.

En la actualidad, las democracias modernas tienen diversos anclajes que les dan soporte y las legitiman; entre ellos se ubican las trayectorias de inclusión de las mujeres a la vida pública que van desde el ejercicio del sufragio, las cuotas de género para acceder a cargos de representación popular y la paridad, hasta llegar al reconocimiento de la violencia política a razón de género, donde esta última es una consecuencia que deriva de la estructura patriarcal renuente a reconstruir el poder político desde la simetría entre hombres y mujeres.

Estas narrativas y estructuras legales, políticas e institucionales que se han conformado para incluir a las mujeres –desde la lógica de la pluralidad– como elemento fundacional de la representación política, más allá del derecho a votar están impregnadas de una impronta simplista y hegemónica; prevalece en ellas una idea universalista edificada en la mujer blanca, heterosexual, cisgénero, clase media, adulta, con estudios y corporalmente funcional. Sin embargo, la realidad material de las diversas corporalidades ha rebasado los constructos sociales y políticos estructurados en la idea de un imperativo homogéneo que despolitiza.

Al tiempo que las democracias se sienten revolucionadas por reconocer, visibilizar, prevenir y sancionar la violencia política a razón de género que vive un determinado grupo de mujeres con privilegios de raza y clase, la realidad cotidiana se articula desde una alta tensión por las diferentes discriminaciones y violencias que padecen numerosas mujeres que no son reconocidas a partir de su diversidad, y que se instauran como corporalidades que desmitifican la creencia de los estereotipos de mujer impuestos por un orden patriarcal.

Es importante plantearnos si las estructuras legales que se han constituido para dar un sitio digno dentro de la democracia a las mujeres contemplan estas formas diversas de habitarlo. Pensar desde la legalidad democrática en un único arquetipo de mujer es violento, porque desde la norma validada se están diciendo –explícitamente– las corporalidades de mujeres que se reconocerán en los nuevos entramados legales y, al mismo tiempo, se hace el señalamiento implícito de aquellas que quedarán fuera, lo que implica que en el marco normativo, por ejemplo, las trayectorias de violencia que viven y padecen las mujeres que quedan fuera de la matriz de inteligibilidad no serán cognoscibles, visibles y audibles y, por consiguiente, se quedan susceptibles a padecer lo indeseable, perpetuando así las violencias hacia sus cuerpos y negándoles la posibilidad de vivir dentro de un espacio con autonomía y dignidad.

Las diversas identidades de ser mujer reclaman un espacio digno de habitar en el mundo y eso implica también el derecho a ejercer cargos de representación popular. Para ello, es vital deconstruir y decolonizar la idea de que las mujeres son un bloque homogéneo y entender que dicha experiencia se vive de diferentes maneras en función de las categorías raciales impuestas, de la clase, la identidad de género y todas las condiciones que se derivan de éstas y que recaen directamente en el cuerpo que se habita.

Las democracias tienen que acelerar el paso para generar realmente espacios incluyentes que aminoren las desigualdades, discriminaciones y violencias; tienen que replantear sus constructos legales e institucionales fuera del orden binario, cisgénero, heterosexual, blanco, mestizo, entre otros constructos que están vinculados a la idea del éxito, lo correcto, lo estético, lo sano, que sustentan una significación de la corporalidad y de estilos de vida que divergen mucho de la realidad pero que tienen el cometido de disciplinar, ordenar, distribuir los cuerpos de las mujeres diversas en los espacios. Reconocer en el siglo XXI que las mujeres merecen estar dentro de los partidos políticos, aspirar a candidaturas y ganar elecciones exige un diseño legal con un enfoque interseccional que nos interpele siempre con la pregunta: ¿a quién o a quiénes estamos dejando fuera?

La mirada interseccional nos permite reconocer las relaciones de poder cruzadas o imbricadas que recaen en el cuerpo a partir de la raza, la clase y el género.1 Estas relaciones han servido para establecer jerarquías entre las propias mujeres; son construcciones políticas que esconden algún tipo de desigualdad entre ellas mismas en función de la distribución del poder y los recursos y se muestran en la vida cotidiana como diferencias naturales que se legitiman social y luego legalmente. De ahí que las democracias que apelan a la inclusión real no pueden soslayar estos entramados que sostienen las asimetrías entre las propias mujeres y que son colocados como postulados ingenuos dados por la naturalidad de la vida misma. «Por ejemplo, cuando la abolicionista Frederick Douglas defendió el voto femenino a mediados del siglo XIX, lo hizo en la creencia de que las mujeres (tanto negras como blancas) tenían tanto derecho a participar en la democracia como los hombres negros».2

La interseccionalidad propone que cuanto mayor sea la desviación del sujeto cartesiano, la «norma» estandarizada de un hombre blanco, rico y heterosexual, cuantas más capas de prejuicio deba enfrentar el individuo en cuestión, esos prejuicios se combinan para formar una matriz de dominación. Mirar a través de la lente de la teoría feminista interseccional demuestra que no hay una realidad fija que puedan vivir todos los que comparten una identidad paraguas única (como la mujer), sino una multitud de realidades, cuya experiencia está determinada por la coexistencia Identidades (hooks). En otras palabras, una mujer negra y una mujer blanca experimentarán la condición de mujer de manera diferente debido al vector de raza.3

La interseccionalidad es una perspectiva que permite abarcar un rango más amplio de la vida de todas las mujeres y alcance para comprender todas sus experiencias.4 La praxis interseccional evita que las mujeres excluidas se vean marginadas dentro de los movimientos feministas, pero también de los diseños democráticos que pretenden ser incluyentes. El marco legal que soporta a la democracia debe producir narrativas sensibles y diferenciadas a todos los tipos de exclusión, opresión y marginación como lo son el clasismo, sexismo, racismo, heterosexismo, cissexismo, sin priorizar ninguno de ellos de antemano, sino en forma contextual y situacional.5

La perspectiva de género que se ha adoptado tanto en las normatividades como en las instituciones carece de la perspectiva interseccional y privilegia las corporalidades de mujeres que encajan con el arquetipo antes mencionado, colocando en el borde de la matriz de inteligibilidad de la democracia a las mujeres indígenas, lesbianas, trans, obreras, con diversidad funcional y/o corporal; a las mujeres indígenas lesbianas, a las mujeres indígenas lesbianas que no saben leer; a las mujeres trans con diversidad funcional y en condiciones de precarización educativa, a las muxes y a todas esas corporalidades que están atravesadas no por una, sino por varias relaciones de poder y están atrapadas en muchas matrices de dominación que socavan su individualidad y, en consecuencia, a la colectividad a la que pertenecen. Les niegan habitar dignamente su cuerpo y ejercer su autonomía –incluyendo el acceso al poder político– y, con ello, la imposibilidad de colocar sus voces y sus demandas concretas, las cuales son muy diferentes a las de otras mujeres legitimadas desde el parámetro patriarcal.

Cuando estas corporalidades que inscriben varias condiciones de juegos de poder aspiran a acceder a la política, porque el artículo primero de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos les otorga esa garantía, en la praxis opera la invisibilidad, que consiste en dinámicas complejas que las excluyen y oprimen de distintas formas en el proceso de toma de decisiones público6 y se enfrentan, así, a la matriz de inteligibilidad legal que no les reconoce y las violenta al dejarlas, a nivel simbólico, subjetivo y corporal, invisibilizadas. Por eso uno de los mayores retos de la legalidad democrática es saber preservar lo que Purschert y Meyer7 llaman «principio de apertura a las diferencias como una condición y no como un límite de la interseccionalidad».

Este reto exige, a su vez, comprender que las violencias, las discriminaciones y los obstáculos que se tienen por el simple hecho de ser mujer en un entramado patriarcal, se exacerban con estas imbricaciones de dominación y se viven diferente. Por ejemplo, una metodología jurídica interseccional demanda que los jueces, al momento de emitir sus sentencias, tomen en cuenta la influencia del contexto, la historia y la posición social desigual de cada persona.8 Así, la implementación de la perspectiva interseccional contiene un elemento normativo infranqueable que es su compromiso con la reducción de la desigualdad social, cultural, económica y política.

Profundizar en la democratización para robustecer a la democracia desde el principio de saldar la deuda histórica que el poder político y la sociedad tienen con las mujeres –y que están intentado resolver tardíamente– significa ir más allá de la perspectiva de género y transitar hacia el enfoque de la interseccionalidad para aprender la gama de identidades coexistentes que dan vida a los múltiples sentidos de ser mujer; exige ser sensibles y conscientes de que las violencias contra las mujeres no se viven de la misma manera, ni se deben perseguir y sancionar de la misma forma; las mujeres diversas padecen diferentes trayectorias de violencia que demandan enfoques diferenciados de tratamiento. La perspectiva de la interseccionalidad ha llegado ya a la agenda política –con carácter de urgente– para dar paso a un nuevo orden habitable para todas las corporalidades de ser mujer.

1 Es crucial señalar que las opresiones (raza, clase y género) y resistencias hacia éstas se viven en tres niveles: el biográfico, el de grupo o de comunidad creado por un contexto cultural y el sistémico, relativo a las instituciones (Collins, en Martínez-Palacios, 2017: 65).

2 Véase Interseccionalidad: definición, historia y guía. Disponible en <https://afrofeminas.com/2019/01/24/interseccionalidad-definicion-historia-y-guia/>. Consultado el 3 de junio de 2020.

Ibid.

Ibid.

5 Viveros V., Mara. (2016), “La interseccionalidad: una aproximación situada de la dominación”. En Debate Feminista 52, octubre.

6 Martínez-Palacios, Jone. (2017), “Exclusión, profundización democrática e interseccionalidad”. En Revista de Investigaciones feministas, vol. 8, núm. 1.

7 Purtschert, P. y Meyer, K. (2009). Différences, pouvoir, capital: réflexions critiques sur l’intersectionnalité. En E. Dorlin (ed.), Sexe, race, classe, pour une épistémologie de la domination, París: puf, pp. 127–148.

8 Cruells L., Marta. (2015) «La interseccionalidad política: tipos y factores de entrada en la agenda política- jurídica de los movimientos sociales». Tesis doctoral. Universidad Autónoma de Barcelona.

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Ericka López Sánchez

Profesora investigadora del Departamento de Estudios Políticos y de Gobierno de la Universidad de Guanajuato. Red de Politólogas, Observatorio de Reformas Políticas en América Latina.

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