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La calidad de la democracia

Según el reporte del International Institute for Democracy and Electoral Assistance (idea) sobre “El estado de la democracia en el mundo y en las Américas 2019”, conforme a los 5 atributos considerados para la medición, la de México es una democracia de mediana a baja calidad.

Podemos o no coincidir con la valoración, pero para ponderar y evaluar las calificaciones otorgadas a cada país por el idea, cabe señalar que Bolivia recibió, en 4 de los atributos, calificaciones semejantes a las de nuestro país y, en uno, participación, nos supera. En diciembre de 2019, ya publicado el reporte citado, Bolivia sufrió un golpe de Estado que obligó a su presidente, Evo Morales, a renunciar al cargo para luego solicitar asilo político, primero en México y luego en Argentina. Así que debemos guardar prudente reserva ante tales calificaciones.

Poner tache o palomita a las democracias es tentación y riesgo de quienes realizan ese tipo de ejercicios. Nada garantiza que el país calificado ayer con palomita, al poco tiempo sufra un retroceso democrático de consecuencias mayúsculas. Así ocurrió en Chile cuando sobrevino el golpe de Estado contra el presidente Salvador Allende, en el ya lejano 1973, pero también en Brasil, en donde la presidenta Dilma Rousseff fue destituida, en 2016, por una maniobra parlamentaria que algunos consideraron ¬–en su momento– como un golpe de Estado técnico o, mejor dicho, legislativo.

Una cosa es calificar la calidad –real o supuesta– de una democracia y otra muy diferente es evaluar la solidez de sus instituciones y, en general, de su sistema constitucional de gobierno, o si se prefiere otra denominación, de su régimen político.

En 1990, en un coloquio sobre asuntos políticos, el escritor peruano Mario Vargas Llosa calificó a México como “la dictadura perfecta”; su colega en esa mesa, que en ese año obtuvo el Premio Nobel de Literatura, Octavio Paz, le propinó un fuerte regaño. La historia posterior dio la razón al poeta mexicano. Una década más tarde (2000) el país de la “dictadura perfecta” asombró al mundo al celebrar unas elecciones libres y justas en las que el pri fue desalojado de la presidencia de México después de 71 años ininterrumpidos de monopolizar ese cargo. La sorpresa la resumió en una frase el entonces presidente del gobierno español, Felipe González, quien afirmó que la noche de la elección los mexicanos parecían suecos.

Un enfoque complementario al usado por el idea para evaluar las democracias podría ser el valorar la estabilidad y continuidad institucionales en cada país, cuyo elemento de expresión sería la permanencia y fortaleza de las instituciones gubernamentales y de justicia.  México es el país de más larga data en estabilidad institucional, entendida como apego al marco constitucional y a la celebración de elecciones periódicas, en la historia del siglo xx latinoamericano. Mientras que en Centro y Sudamérica no hubo país que se salvara de sufrir golpes de Estado que derrocaron a gobernantes electos y suspendieron la vigencia de sus constituciones, en algunos casos con trágicas consecuencias en términos de represión y asesinatos, en México la Constitución y las elecciones no han dejado de ser, desde 1917, el marco de referencia del sistema de gobierno y la vía –formal si se quiere, pero elecciones al fin y al cabo– para decidir y legitimar a los gobernantes y legisladores, desde el más remoto municipio hasta la cúspide del poder político: la Presidencia y las dos cámaras legislativas federales.

Paradójico resulta que el país que mayores cambios político-electorales registró en las dos décadas finales del Siglo xx y que ha vivido tres alternancias presidenciales en paz y civilidad (2000, 2012, 2018), siga mereciendo tan bajas calificaciones para la calidad de su democracia y que el sistema electoral, quizá la construcción jurídica e institucional más emblemática de su larga etapa transicional, siga siendo motivo de agrias polémicas y de una interminable lista de propuestas para seguir reformando lo tantas veces reformado.

A la controversia sobre la calidad de la democracia mexicana, que sigue presente en la academia y en el debate político, se ha sumado ahora una extendida preocupación por lo que algunos críticos del actual gobierno consideran una situación de amenaza ya no solo para la calidad de la democracia mexicana sino, incluso, para su continuidad.

El resultado de las elecciones de 2018, que dio al hoy Presidente una incuestionable victoria y otorgó, por vez primera desde 1994, al partido ganador de la elección presidencial –más sus aliados– mayoría absoluta en las dos cámaras del Congreso federal, fue el detonador de una crisis de dimensiones mayúsculas en el sistema de partidos. En esa crisis se originan buena parte de los desequilibrios y realineamientos que hemos visto durante el primer año del gobierno de la tercera alternancia.

El presidente Andrés Manuel López Obrador es visto por algunos de sus adversarios más enconados como un riesgo para la democracia mexicana: como la amenaza de una involución –restauración– hacia las prácticas de la edad de oro de la hegemonía del pri, ésas que llevaron a Vargas Llosa a hablar de la “dictadura perfecta”.

En el eje de la crítica y de la identificación del riesgo hay un hecho que aparece como la causa de esa pretendida involución y, también, como la fuente de mayor riesgo para una democracia en la que existan y funcionen los pesos y contrapesos que evitan el uso abusivo del poder presidencial.

Me refiero al retorno de México al gobierno unificado. El partido del presidente López Obrador (Morena) cuenta, gracias a sus alianzas con fuerzas minoritarias, con mayoría absoluta en ambas cámaras del Congreso de la Unión. Además, con unos pocos votos, alcanzaría la mayoría de dos terceras partes requerida para hacer avanzar reformas constitucionales o para designar a los titulares de cargos tan importantes como los ministros de la Suprema Corte o los comisionados o consejeros de los órganos autónomos. Morena y sus aliados también cuentan con mayoría absoluta –o relativa– en la mayoría de las legislaturas estatales.

Sobre el retorno al gobierno unificado y sus consecuencias para la democracia mexicana, lo primero que cabe mencionar es que algunos de los críticos que en ese hecho ven el inminente riesgo de la restauración autoritaria, como Héctor Aguilar Camín y Jorge G. Castañeda, hasta antes de las elecciones presidenciales de 2018 eran partidarios de reformas electorales que facilitaran la existencia de un gobierno unificado y un presidente fuerte, que pusieran fin a lo que ellos consideraban uno de los mayores defectos de los gobiernos divididos que México conoció de 1997 hasta 2018: la supuesta parálisis legislativa y la ausencia de reformas económicas, sociales y políticas que dieran a México rumbo y fortaleza en el siglo xxi.

El uso de la mayoría legislativa por parte del presidente ha sido moderado, si se tienen en consideración todas las reformas y leyes que han sido aprobadas por el Congreso de la Unión de septiembre de 2018 hasta el día de hoy (enero de 2020). La mayoría ha sido usada, sobre todo, para sacar adelante algunas de sus reformas o nuevas leyes más polémicas, como la reducción de salarios a los mandos superiores de la burocracia federal a través de la Ley de Remuneraciones de los Servidores Públicos. Se usó también para aprobar la Ley de Austeridad Republicana, las leyes de ingresos y presupuestos de egresos de 2019 y 2020 y otras reformas legales de menor visibilidad mediática.

Sin embargo, en casi todas las reformas constitucionales aprobadas hasta la fecha, dos o más grupos parlamentarios opositores han dado su voto favorable, como fue el caso de las aprobadas para dar base constitucional y reglamentaria a la Guardia Nacional, en que se registró unanimidad en las dos cámaras federales y la aprobación de los 32 congresos locales. 

No hay evidencia de que la existencia de gobiernos unificados sea, per se, una amenaza para la democracia, como sí la hay de que gobiernos divididos pueden derivar en crisis constitucionales y golpes de Estado apenas disfrazados de actos legislativos, como en Perú, Ecuador o Venezuela.

Dicen que “la mayoría es para usarse”, aunque no debería hacerse a costa de aplastar a las minorías. Aceptemos que usar la mayoría es consustancial a las democracias, como lo vemos cotidianamente en los países de Europa, en Estados Unidos y en otras latitudes. Mientras el uso de la mayoría no sea para resquebrajar o derogar las bases y derechos que distinguen a la democracia y las condiciones de la competencia electoral que hacen factible la posibilidad de la alternancia, no creo que la existencia de mayoría legislativa identificada con el presidente de la República sea, en sí mismo, un elemento contrario a ella.

Aunque podemos convenir en que el uso de la mayoría legislativa, por las condiciones en que el retorno al gobierno unificado se ha producido en México, es un elemento que reduce aún más la ya de por si baja calidad de nuestra democracia. Pero deberíamos convenir también, y en el mismo sentido, que ese hecho no puede explicarse solamente por lo ocurrido en la integración de la actual legislatura federal.

El resultado de las elecciones de 2018 produjo un inesperado vuelco en la política mexicana al otorgar una contundente victoria al candidato ganador y entregar a su partido, merced a las fórmulas de reparto electoral y a los vacíos legales, mayoría absoluta en las dos cámaras del Congreso. A ese resultado vino a sumarse el desplome, no solo electoral, de los tres partidos que ocuparon el mayor espacio electoral, legislativo y gubernamental de 1979 a 2018. Para el pri y el prd el riesgo de extinción está presente, mientras que para el pan el reto empieza por superar su profunda división interna.

Una democracia sin partidos fuertes, competitivos, con bases sólidas en el electorado y en la sociedad, es una democracia frágil e inestable. En ese desequilibrio radica el mayor riesgo que en el corto plazo debe enfrentar el sistema político mexicano si queremos que siga mereciendo la calificación de ser democrático. El otro es el deterioro de las instituciones electorales, que no es un riesgo sino un proceso en curso, como se constata en el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación y se avizora en el Instituto Nacional Electoral (ine).  

En el horizonte inmediato de la democracia mexicana existe una prueba crucial que pondrá en juego la solidez de nuestra principal institución electoral, el ine. Me refiero a la renovación de cuatro de los 10 consejeros del Consejo General de ese Instituto. Marcado a lo largo de su historia por el repetido uso de cuotas partidistas en su integración, el máximo órgano de dirección electoral pudo, sin embargo, sacar adelante las elecciones presidenciales que han estado bajo su responsabilidad, de 1994 a 2018, lapso en el cual han tenido lugar las tres alternancias hasta hoy vividas en la presidencia de México. 

Con la tercera alternancia en la Presidencia de México quedó demostrado que, más allá de sus fragilidades o debilidades, nuestra democracia cuenta con un sistema electoral que dispone de la solidez que asegura el respeto a la voluntad popular expresada a través del voto. Perseverar en la autonomía e independencia del ine es condición sine qua non para la continuidad del sistema democrático. Como sabemos, la democracia no se agota en las elecciones, pero se funda en ellas.

Confío que en el gobierno de México y en los partidos políticos prevalecerá el compromiso democrático expresado en el respeto a la autonomía de la máxima autoridad electoral y una visión de Estado que acompañe, de manera respetuosa pero comprometida con la defensa de la independencia del ine, la renovación de cuatro de sus consejeros electorales en el mes de marzo próximo.


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Jorge Alcocer V.

Director fundador de Voz y Voto. 

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