Reforma judicial y derechos humanos
El acceso a la justicia es un derecho humano y no un privilegio de los jueces ni una concesión del poder. En los últimos meses hemos atestiguado múltiples debates respecto a la necesidad de reformar al Poder Judicial, tanto en el ámbito federal como en el de las entidades federativas. Esto condujo a una reforma constitucional que, entre sus diversos mandatos, prevé la renovación total y gradual del Poder Judicial cuyos integrantes deben ser electos por el voto popular.
Esta reforma constitucional, además de inédita, nos conduce a múltiples interrogantes, entre estas las relativas a ¿qué beneficios genera a las personas que las juezas y los jueces sean electos popularmente?, ¿qué aspectos mínimos permitirían garantizar el derecho de todas las personas a una mejor impartición de justicia?
Para tratar de dar una respuesta aproximativa a estas dos grandes interrogantes, es necesario precisar que toda creación humana con impacto en el quehacer público requiere siempre de una permanente revisión, evaluación, diagnóstico y, en su caso, establecer ajustes o correcciones que impliquen actualización, modernización y, con ello, lograr una mejora continua en favor de todas las personas. Bajo esta premisa, es necesario, entonces, reconocer una verdad que nos parece evidente: todo poder público está destinado a reformarse, a dinamizarse y a evolucionar. El Poder Judicial no debe ser la excepción. De la misma forma, toda modificación del poder público, en este caso de la función judicial y de los mecanismos de control, debe poner, como centro de toda decisión, la mejora en las garantías de los derechos.
Un cambio, por lo general, debe ser aceptado siempre y cuando parta de un amplio consenso y, principalmente, sea un cambio que esté destinado a mejorar los derechos de todas las personas. Cuando los cambios, cualesquiera que estos sean, se alejan de este genuino y legítimo propósito, tienden a distorsionar su verdadera finalidad y, en ocasiones, se encaminan a beneficiar a destinatarios con intereses distintos y, en ocasiones, contrastantes con la impartición de justicia en beneficio de la población.
La elección popular de juezas y jueces propone, como dijimos, un mecanismo novedoso para la integración del Poder Judicial, pero, más allá de ello, debemos reflexionar sobre si lo anterior, por sí mismo, representa un beneficio para el derecho humano de acceso a la justicia. Si la respuesta a esto no es del todo concluyente, entonces deberíamos focalizar los esfuerzos en instrumentos institucionales que permitan revelar o patentizar esa mejora. Esto incluye, por ejemplo, una profunda revisión de los mecanismos de control jurisdiccional en los que se reduzcan los formalismos procesales y se procure respuestas de fondo a las problemáticas que se plantean en el ámbito judicial.
En esta serie de ajustes importan, también, el necesario fortalecimiento de la profesionalización y especialización judicial, y la implementación de instrumentos que se encaminen a una impartición de justicia ágil en donde la sociedad encuentre respuestas oportunas a las problemáticas que se les presentan. La impartición de justicia debe ser cercana. Por ello, considero que debemos reevaluar la forma en la que las personas juzgadoras ejercen su función, más allá de los recintos judiciales. Es necesario fortalecer la función judicial a partir de decisiones que, además de estar fundadas en el derecho, cuenten con perspectiva comunitaria y sensibilidad social. Toda sentencia debe procurar contribuir a la mejora continua de las condiciones de las personas, pero también, de amplios sectores de la población y de la efectiva reivindicación de los reclamos y derechos legítimos de los grupos desfavorecidos.
Existen muchos entresijos en la reforma. El primero que mencionaremos, es precisamente un problema interpretativo que puede impactar en la efectiva garantía de los derechos. Me refiero al transitorio décimo primero de la reforma. En este precepto, el reformador de la Constitución dispuso que, para su interpretación y aplicación, los órganos del Estado y toda autoridad jurisdiccional deberán atenerse a su literalidad y no habrá interpretaciones análogas o extensivas que pretendan inaplicar, suspender, modificar o hacer nugatorios sus términos o su vigencia, ya sea de manera total o parcial. Esta disposición prohíbe, a toda autoridad, cualquier interpretación ajena a la literalidad del mandato constitucional.
Dicho mandato puede colisionar con otro, también de orden constitucional: el previsto en el artículo 1 de nuestra ley fundamental, el cual establece que …las normas relativas a los derechos humanos se interpretarán de conformidad con esta Constitución y con los tratados internacionales de la materia favoreciendo en todo tiempo a las personas la protección más amplia, como en este caso, el derecho de acceso a la justicia, los derechos que les pueden ser inherentes o interdependientes o cualquier otro que, en los hechos o con motivo de la ejecución del decreto, pudieran lesionar los derechos de las personas.
Como vemos, por una parte, la reforma al Poder Judicial sólo admite una interpretación literal pero, en materia de derechos humanos, como por ejemplo, el derecho de acceso a la justicia, el de acceso a un recurso efectivo, o los derechos políticos de quienes, eventualmente, participen en el proceso de selección, o la forma de proteger los derechos laborales de los trabajadores del Poder Judicial, el artículo 1º constitucional mandata una interpretación amplia. Entonces nos encontramos ante un dilema interpretativo al que, ante una situación de esta naturaleza, será inminente un estudio armónico del texto constitucional.
Del mismo modo, debemos tener presente un elemento integrador de nuestra ley suprema: los tratados internacionales y su interpretación por los organismos internacionales en materia de derechos humanos. Por mandato del artículo 133 de nuestra Constitución, por remisión del 1 constitucional y por aceptación (artículos 76, fracción I, 89, fracción X), nuestro país ha asumido como parte de su ley fundamental, diversos compromisos, acuerdos, así como la interpretación y jurisdicción contenciosa en la materia.
En ese tenor, existen diversas sentencias relacionadas con la inconvencionalidad del arraigo (Caso Tzompaxtle Tecpile y otros Vs. México), de la prisión preventiva oficiosa (Caso García Rodríguez y otro Vs. México) del fuero militar (caso Radilla Pacheco Vs. México) y, en general, de las garantías judiciales (Caso Castañeda Gutman vs. México), las cuales deben formar parte del parámetro de regularidad constitucional y, consecuentemente, como guía de juzgamiento en casos en los que se aleguen violaciones a derechos humanos atribuibles a cualquier autoridad constituida. Todos estos criterios, que constituyen cosa juzgada y cosa interpretada, al ser casos contenciosos en los que se ha condenado al Estado mexicano, guardan estrecha relación con la debida observancia de las garantías judiciales y, consecuentemente, deben observarse en materia de impartición de justicia.
Otro aspecto relevante, que no debe ser soslayado, es el relativo al control de constitucionalidad y el control de convencionalidad. Ambos controles se implican mutuamente y han dado lugar a una amplia gama de criterios en la materia en los que, inclusive, se ha llegado a declarar la incompatibilidad por inconvencionalidad de diversos preceptos de rango constitucional, o bien, la necesidad de interpretarlos de manera amplia con la finalidad de hacerlos compatibles a las obligaciones internacionales en la región (Olmedo Bustos vs. Chile, Gelman vs. Uruguay, Caso Tzompaxtle Tecpile y otros vs. México, Rodríguez y otro Vs. México). Acorde con esta línea interpretativa, el Poder Judicial en México ha procurado aproximar sus criterios en la resolución de los casos sometidos a su competencia, de conformidad con la Constitución, los instrumentos internacionales y los criterios interamericanos.
Estos aspectos ponen de manifiesto que el parámetro de regularidad constitucional actual contrasta con la reforma judicial en tanto que, siendo ambas de rango constitucional, sugieren caminos distintos. Por una parte, tenemos aquella que busca que, en toda solución de controversias que implique vulneración de derechos, se garantice una interpretación amplia y, por la otra, aquella que la restringe a su mera literalidad y prohíbe cualquier otro tipo de interpretación.
Esta serie de circunstancias ponen de relieve la necesidad de coherencia del sistema de controles constitucionales que permitan el establecimiento de límites al ejercicio del poder como precondición elemental para la garantía de las libertades. En la medida en la que se cuente con controles constitucionales que limiten cualquier abuso, arbitrariedad o exceso, los derechos y las libertades estarán efectivamente garantizados.
Por el contrario, si alguna autoridad escapa a controles efectivos que delimiten o contengan su ámbito de actuación, ello puede conducir a una puerta que, peligrosamente, conduzca a un déficit constitucional con graves consecuencias para la efectiva garantía de los derechos. El respeto al orden constitucional y su debido cumplimiento son la base fundamental de todo Estado de derecho. El derecho de acceso a un recurso, ágil, rápido y efectivo, así como la existencia de autoridades, jueces y tribunales que deban resolver sobre tales alegaciones, lo que no debe escapar de la posibilidad de control constitucional.
Una reforma judicial que verdaderamente garantice los derechos humanos debe procurar que, con su implementación, se mejoren, entre diversos aspectos, la realidad de las personas, que cuente con mecanismos de solución de las controversias, que modernice y profesionalice el sistema de procuración de justicia, que otorgue una amplia posibilidad de acceder a los tribunales para la solución de sus conflictos, más allá de cualquier formalismo que lo obstaculice o impida. Las personas, al acudir a los tribunales, buscan respuestas y soluciones de fondo de sus diferencias. Toda reforma judicial debe, entonces, ser un verdadero resolutor de las diferencias y un mecanismo civilizatorio garante de la paz social.