Tolerar al intolerante

La expansión de la derecha radical en todo el mundo es uno de los riesgos más importantes que deben enfrentar nuestras sociedades. Un peligro que, en líneas generales, no podemos calificar de novedoso. Desde la posguerra han sobrevenido varias oleadas de ultraderechas con diferente calibre e impacto. Sin embargo, si observamos las características particulares de las derechas radicales actuales, la amenaza sube de categoría. Y la razón de ello tiene que ver con las capacidades comunicacionales y políticas que han desarrollado estos grupos y sus dirigentes para esconder sus verdaderas intenciones y para disfrazar sus objetivos políticos. Estamos hablando del liberalismo etnocrático, es decir, de la captación por parte de los ultraderechistas de los valores liberales más básicos, para redefinirlos y adaptarlos a su propia visión. La libertad de expresión es uno de ellos.

La amenaza está dentro

Hace exactamente 21 años el historiador y experto en fascismo Roger Griffin publicaba un artículo sobre la amenaza que representaba la cuarta oleada ultraderechista de posguerra.1 En su texto ponía énfasis en un concepto propio de las nuevas derechas radicales: el liberalismo etnocrático. Una característica que reordena y hasta redefine el discurso político de las ultraderechas en el mundo.

El liberalismo etnocrático abraza ciertos valores liberales, aunque no todos. Pero lo hace con una particularidad muy especial, ya que según esta idea no toda la población es miembro pleno de la sociedad, sino que esta condición sólo queda reservada a un grupo étnico determinado. Se trata de una lógica discursiva que combina el extremismo ideológico del nativismo y ciertos rasgos del constitucionalismo democrático. Pero tal como explica Griffin en su artículo, este evidente oxímoron sería mejor interpretado como una paradoja. Una peligrosa.

Las derechas radicales se nutren del concepto del liberalismo etnocrático y desde allí se permiten hablar de “derechos” de ciertos grupos étnicos. Apelan a conceptos como identidad o cultura. Argumentan sobre el peligro de la pérdida de identidad, representada por ejemplo en modelos de vida tradicionalistas, y culpan de ello a la modernidad, al cosmopolitismo, al feminismo, al ecologismo, al progresismo, entre otros. Defienden el ultranacionalismo, rechazan la pluralidad ya que exaltan una supuesta “pureza”, añoran un mundo inexistente en el que las sociedades son homogéneas y en base a ello reinterpretan y manipulan la historia. Y todo eso, lo hacen en el marco de la democracia liberal.

Hablan sobre libertades, sobre derechos, sobre disenso. Todo desde dentro del sistema. Han construido partidos que participan en elecciones, que reciben votos, que discuten la agenda, que incluso forman gobiernos. Citando una vez más a Griffin, han conseguido transmitir que “nada tienen que ver con el fascismo histórico” y al mismo tiempo se han convertido en una “amenaza más grave para la democracia liberal que el fascismo porque [son] capaces de disfrazarse”.

Tolerar al intolerante

Las derechas radicales procuran no superar los límites, al menos no de forma evidente, que las ubiquen en el lado de los enemigos de la democracia. Es decir, no convertirse en la extrema derecha, en los neonazis de los 90, por ejemplo. Sin embargo, como hemos visto, está en su esencia plantear cuestionamientos al sistema de valores de las democracias liberales.

La igualdad de género es para la derecha radical una afrenta. Un valor que contradice su visión autoritaria, patriarcal y tradicionalista de sociedad. Sin embargo, perciben la existencia de un amplio consenso en torno a esta cuestión. Es por ello que cuando se manifiestan en su contra activan una táctica discursiva doble. Por un lado, ejercen la “provocación estratégica” que consiste básicamente en realizar una declaración que exceda los límites de lo políticamente correcto para generar un elemento disruptivo en el debate público y una automática atención generalizada sobre la cuestión, más no sea para repudiarla. Y por otro lado, la complementan con una “lógica de victimización” que enarbola una bandera propia del liberalismo: la libertad de expresión.

La combinación de ambas acciones genera una suerte de discordancia. Para defender el ataque contra un valor liberal, como la igualdad de género, se esgrime otro valor liberal, como la libertad de expresión. En otras palabras, se exige la tolerancia de la intolerancia.

Este esquema es reproducible en cada uno de los aspectos que componen la agenda de las derechas radicales. Otro claro ejemplo es su tendencia a banalizar o incluso negar el holocausto cuando quedan expuestas sus visiones revisionistas de la historia.

¿Existe un límite para la provocación estratégica?


En 1950 Alemania creó la Oficina Federal para la Protección de la Ley Fundamental. Se trata de una agencia de inteligencia que vigila, dentro del país, las posibles amenazas contra el sistema democrático. Su labor se guía por una premisa fundamental: cualquier actividad política que ponga en peligro el orden democrático, es decir, que promueva su reemplazo por otro antidemocrático, es considerada una actividad extremista. Un partido político puede ser sospechoso de actuar en contra del orden democrático y, por lo tanto, puede ser vigilado por esta oficina. En caso de ser comprobada la sospecha, puede ser prohibido.

En la teoría parece no haber lugar a dudas, pero en la práctica es bastante más complejo. ¿Cómo determinar que se está cruzando el umbral de lo que permite la Oficina Federal de Protección de la Ley Fundamental? Especialmente en el mencionado contexto en el cual la derecha radical manifiesta ideas que en esencia comparten posiciones antidemocráticas con posiciones más extremas, pero están disfrazadas de reivindicaciones democráticas, como el derecho a expresar las ideas.

En noviembre de 2019 la canciller alemana Angela Merkel expresaba en el Bundestag “la libertad de expresión tiene fronteras. Termina ahí donde se difunde el odio y donde se lastima la dignidad de otras personas”. En un discurso nativista, en el cual se discrimina a una persona por su color de piel o su procedencia, la dignidad humana es lo que menos importa. Por encima de ella se ubican concepciones segregacionistas con trasfondo xenófobo. Es por ello que, si seguimos la lógica de la líder democristiana, la libertad de expresión de quienes defienden posturas antiinmigratorias basadas en ese pensamiento nativista, como lo hacen los dirigentes de los partidos de derecha radical, quedaría bajo cuestionamiento.

Sin embargo, no es casual que citemos a Merkel y no a algún teórico. La dimensión normativa de la problemática debe ser precedida por una decisión política. Y aquí radica la dificultad, ya que son escasos los dirigentes políticos dispuestos a replicar el argumento de la tolerancia de los intolerantes. Ya sea por falta de capacidad, de espalda política o sencillamente por miedo a recibir el castigo de parte del electorado.

La política de las redes sociales


También es cierto que las limitaciones de la provocación estratégica pueden provenir del deplatforming. Es decir, la decisión de una corporación de remover a un determinado dirigente político de su plataforma. Aquí radican otras problemáticas como la preponderancia de una empresa privada y la subordinación del discurso público a la decisión de la misma. ¿Qué queda de la política si la legitimidad de una elección, la paz social o la estabilidad de un país depende de la buena o mala voluntad de una empresa?

Más allá de la provocación del interrogante cabe plantear la discusión sobre el rol de las redes sociales en tanto propagador del discurso de las derechas radicales en clave de aquel liberalismo etnocrático. Aquí el falso principio de la “mayoría silenciosa” que se adjudican estos partidos activa un clima de autocomplacencia entre los usuarios de las redes sociales que ven expresados sus miedos, sus inseguridades, sus frustraciones y, hasta cierto punto, su resentimiento.

Junto a esta endogeneidad comunicacional, que simula la existencia de una supuesta masa crítica a favor de los postulados nativistas, autoritarios y ultranacionalistas, surge el rol de los medios de comunicación tradicionales. Guiada por la lógica del periodismo espectáculo, cierta parte de la prensa no duda en reproducir, sin contextualización y sin objeciones, los marcos conceptuales de la ultraderecha. Frecuentemente los “debates” presentados no son más que una amplificación de las discusiones en redes sociales generadas por excesos verbales de líderes de la derecha radical que aplican la lógica de la provocación estratégica.

Incluso se llega a la diseminación de teorías conspirativas. Durante la pandemia parecen haber florecido en torno a cuestiones como la procedencia del virus, sus efectos o incluso su mera existencia. Muchas expresiones de la derecha radical han intentado aprovechar esas posiciones para reforzar sus propias concepciones de corte populista, en las que adjudican todos los males de una sociedad al comportamiento y accionar de una supuesta elite corrupta.

En esa lógica no tiene lugar el debate político ni la búsqueda del consenso. No se trata de expresar e intentar vehiculizar demandas insatisfechas de algunos sectores de la población, o de reflejar deficiencias en los partidos tradicionales. El objetivo es en realidad poner en cuestión el sistema, su estabilidad. Y con ello poner en peligro los pilares de un estado de derecho que garantice la libertad e igualdad de oportunidades para todos los individuos sin importar su procedencia, su color de piel, su género o su clase social.

1 Griffin, R. (2017). Interregnum or endgame? The radical right in the “post-fascist” era. En Mudde, C. (Ed.) The Populist Radical Right. London: Routledge. Publicado originalmente en Journal of Political Ideologies 5(2): 163-178. 2000.

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Franco Delle Donne

Doctor en Comunicación por la Freie Universität Berlin. Director del proyecto transmedia Epidemia Ultra, coautor del libro Factor AfD. El retorno de la ultraderecha a Alemania (2017) y coeditor de Epidemia Ultra. La ola reaccionaria que contagia a Europa (2019).

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