Un modo constitucional de vivir
I. Dos miradas a la Constitución.
Quienes tuvimos la fortuna de estudiar la carrera de Derecho muchas veces olvidamos que conceptos que nos parecen tan obvios resultan un enigma para quienes jamás han tenido contacto alguno con la ciencia jurídica.
Con esto no me refiero a términos insufriblemente técnicos como la obligación sinalagmática, la acción pauliana, la conducta preterintencional o la presunción iuris et de iure que, dicho sea de paso, es un gran ejemplo de que en el extraño mundo de la abogacía nos gusta complicarnos la vida hasta en otros idiomas.
Más bien, tengo en mente conceptos fundamentales como el de Constitución. Tan importante es para nuestro país que su plaza principal, el ágora de tiempos pasados, lleva su nombre.
¿Qué pensaría una persona si le explicáramos que la Constitución es el pacto social fundamental que establece las bases para conformar, organizar y renovar al poder público, los derechos fundamentales de las personas, las normas básicas de convivencia entre sus habitantes y las relaciones de éstos con sus autoridades?
Una posibilidad es que asuma que se trata de un documento tan importante, tan reflexionado y tan valorado que difícilmente sería modificado o inobservado.
Ante ello, un abogado entrado en años tendría el reto de no dibujar una sonrisa de ternura o ya de plano aguantar la carcajada ante lo positivo de la ingenuidad.
Después de todo, nuestra Constitución de 1917 ha pasado ya por más de 760 reformas y contando, y los miles de pleitos que se ventilan todos los días ante los órganos jurisdiccionales sobre temas constitucionales son buena evidencia de que una cosa es el deber ser, y otra, muy distinta, la realidad y sus conflictos.
Otra posibilidad, tal vez mucho más realista, es que esta persona piense que en el papel suena como a una preciosa carta de buenas intenciones digna del mejor de los países posibles, pero que en realidad de poco vale si sus postulados no se observan.
Basta recordar a la sabiduría popular: a las palabras se las lleva el viento, por más que el papelito hable. El escepticismo mexicano está consciente que las obras son amores y no buenas razones.
Es ante este posible escenario que sería necesario explicarle que para eso está un área del Poder Judicial, cuya función principal, como órgano del Estado, es la de garantizar que la Constitución se cumpla, la cual realiza juzgando si una determinada acción se ha traducido en un quebranto a los mandatos constitucionales y estableciendo las consecuencias que de ello se deriven.
Sería natural que esta persona asumiera que la consecuencia de no observar un cuerpo normativo tan importante sea una sanción, de la misma forma que ocurre en el seno familiar cuando uno de los pequeños no hace caso a la autoridad que representan quienes están a cargo de su crianza, y se busca que el acto ilícito no se vuelva a repetir.
¿Qué cara de sorpresa pondría cuando se entere que si los infractores de las normas constitucionales electorales son las personas servidoras públicas, los tribunales especializados en la materia no están facultados para sancionarles?
¿Estaría conforme sabiendo que las consecuencias de su actuar ilícito le toca establecerlas a su superior jerárquico? ¿La persona que tal vez fue quien le ordenó que actuara ilícitamente?
¿O qué pensaría si, para el caso de las personas titulares del Poder Ejecutivo en las entidades federativas, a quién le toca establecer la consecuencia es al respectivo Congreso Estatal? ¿Un Congreso con quien pudiera tener íntima afinidad política? ¿O manifiesta enemistad?
Los amigos nunca han sido buenos verdugos: los enemigos, tampoco.
II. Un sistema imperfecto.
Parece ficción, pero este último escenario es la realidad de nuestro actual sistema sancionatorio electoral.
Un sistema que, en los hechos, ha demostrado su ineficacia para evitar que los actos ilícitos se cometan o se repitan por parte de las personas servidoras públicas, abonando así un terreno con aroma a impunidad cuyos frutos pudieran distorsionar las condiciones democráticas que son indispensables para los procesos electorales y de participación ciudadana.
Como máxima autoridad judicial del país en la materia electoral cuya principal obligación es garantizar el pleno respeto a la Constitución en el ámbito de su competencia, para la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, la ineficacia del sistema no es sólo una preocupación, sino una alerta.
Hace algunos días, cuando me tocó conocer de la controversia relativa al expediente SUP-REP-362/2022 y sus acumulados, en la que se determinó que 18 personas titulares del Poder Ejecutivo realizaron en conjunto un total de 100 ilícitos constitucionales durante el desarrollo del pasado proceso de revocación de mandato, la sonoridad de la alerta se volvió ensordecedora.
No obstante que por virtud del artículo 128 constitucional (una de las pocas disposiciones que se han mantenido sin modificaciones desde 1917), todas esas personas servidoras públicas protestaron guardar la Constitución y las leyes que de ella emanen como una auténtica solemnidad previa a la toma de protesta de sus encargos, los datos del expediente evidenciaban un actuar sistemático de quebranto constitucional.
Un actuar que no tendrá consecuencias hasta que quienes pueden imponerlas, quieran imponerlas. Con ello, la justicia constitucional electoral queda a merced de la política y sus tiempos.
Si bien al Poder Legislativo le corresponde sentar las bases normativas que regulan el sistema sancionatorio electoral, ello no resulta un impedimento para que el Poder Judicial, en su papel interpretativo y corrector del sistema jurídico, pueda actuar ante su ineficacia en el justo ámbito de sus competencias.
III. Una decisión en defensa de la Constitución.
Fue bajo este contexto normativo y fáctico que, en su momento, presenté a mis pares una propuesta de resolución que pretendió ayudar a solucionar –al menos en alguna medida— la imperfección del sistema sancionatorio electoral para el caso de las personas servidoras públicas.
Para ello, partí de la idea de que la propia Constitución establece que uno de los requisitos para el pleno goce de los derechos político-electorales (lo que incluye la posibilidad de ser votado para un cargo electivo) es contar con la ciudadanía, la cual a su vez está sujeta al requisito de contar con un modo honesto de vivir.
Sobre este requisito, la Sala Superior del TEPJF ya se ha pronunciado en diversas ocasiones.
Se ha dicho, por ejemplo, que su finalidad es identificar que una persona actúa de forma constante y reiterada con apego y respeto a los principios de bienestar de su comunidad, lo que ciertamente implica una forma de vida ética y respetuosa de la moralidad que insoslayablemente representan las normas jurídicas.
También se ha sostenido que el contar con un modo honesto de vivir es una cualidad que se presume de las personas, y que su pérdida debe ser debidamente probada, lo que puede ocurrir, por ejemplo, cuando recae una sentencia firme en la que se les condene por hechos de violencia política por razón de género.
En este sentido, y siguiendo esta línea jurisprudencial, me pareció razonable inferir que si en una sentencia firme se estableciera que una persona servidora pública inobservó voluntaria y gravemente la Constitución, no obstante que en su momento juró respetarla, entonces estaríamos ante un caso de pérdida del modo honesto de vivir, pues con su actuar se estaría afectando el desarrollo armónico de la sociedad en la que se desenvuelve y se estaría poniendo en peligro la cohesión social, evidenciando así un desprecio por el bienestar de su entorno.
Con ello, la consecuencia del quebranto constitucional implicaría la pérdida de un requisito esencial para el ejercicio del poder público y, con ello, resultaría en una medida que dotaría de eficacia al sistema de prohibiciones que la propia Constitución les impone a las personas servidoras públicas con miras a garantizar la integridad de los procesos democráticos.
IV. Hacia un sistema de integridad electoral.
En la propuesta que presenté ante mis pares, razoné que el Instituto Nacional Electoral es el órgano del Estado Mexicano a quien se le encomienda la tarea pública de organizar las elecciones, y que dentro de sus funciones se encuentra la de vigilar el cumplimiento de las disposiciones constitucionales y legales en la materia, para lo cual puede expedir los reglamentados necesarios para ello.
Bajo esta premisa, consideré que el Instituto contaba con plena capacidad normativa para emitir unos lineamientos que establecieran cómo las infracciones a la Constitución por parte de las personas servidoras públicas pudieran derrotar la presunción de contar con un modo honesto de vivir, ante el escenario de un eventual registro de candidaturas a un puesto de elección popular.
Infracciones que, invariablemente, tendrían que acreditarse mediante un procedimiento seguido ante las autoridades jurisdiccionales electorales, y cuya trascendencia sería valorada en términos de los propios lineamientos.
Sin embargo, esta propuesta fue rechazada. Mi compañera magistrada Janine Otálora Malassis consideró como un mecanismo más viable que fueran las propias autoridades jurisdiccionales electorales, ya sea federales o estatales, las que se pronunciaran sobre la pérdida de este requisito, lo cual fue acompañado por la mayoría del pleno, por lo que modifiqué mi propuesta original.
Así, en la sentencia definitiva que recayó al expediente SUP-REP-362/2022 y sus acumulados, se determinó que ante hechos realizados por las personas servidoras públicas con posterioridad a la emisión de la resolución, y que impliquen una transgresión a los postulados constitucionales constatada mediante sentencia firme, las autoridades jurisdiccionales electorales que conozcan de los mismos deberán valorar si implican una afectación al requisito del modo honesto de vivir.
Para dotar de unidad y coherencia a la impartición de justicia en todo el sistema de tribunales electorales del país, se establecieron una serie de lineamientos que deberán observarse al realizar esta clase de análisis, entre los que se encuentran la plena identificación de las violaciones constitucionales acreditadas, la revisión de los antecedentes sancionatorios de la persona servidora pública y la valoración de las condiciones de reincidencia, gravedad, dolo y sistematicidad en su actuar.
Cabe mencionar que las determinaciones a las que lleguen los tribunales electorales en este tipo de casos serán necesariamente casuísticas y contextuales, y de ningún modo implicarían, en automático, que las personas servidoras públicas pierdan definitivamente esta presunción de contar con un modo honesto de vivir, en tanto se prevé la posibilidad de suspensiones temporales y el establecimiento de formas de recuperación del requisito o de reducciones en el plazo de afectación.
V. Una mirada unificada.
¿Qué pensaría una persona ajena al mundo del Derecho si le llegase a explicar el contenido y la trascendencia de la resolución en comento?
Sea ingenua o sea realista, mi esperanza es que concluya, sin lugar a duda, que el TEPJF es una institución comprometida con la defensa de la Constitución, que actúa valientemente ante los abusos del poder público y que se toma en serio su papel de garante de los procesos democráticos.
Exigir que quienes nos gobiernan tengan un modo de vida acorde con la Constitución no es ninguna exageración, ni mucho menos una ocurrencia.
Al establecer una suerte de tamiz cuya función es asegurar que quienes deliberadamente se hayan apartado del pacto fundamental de la sociedad estén vedados de la alta responsabilidad que involucra el ejercicio de la función pública, el TEPJF simplemente dota de eficacia a un requisito ya previsto por la Constitución.
Con esta resolución, al menos en cuanto a este tópico, la Constitución no sólo hablará: también será escuchada.