Acciones afirmativas: una tarea legislativa pendiente
Como en algún momento se discutió quién debía ser el guardián de la Constitución, hoy discutimos no solo sobre quién debe regular las acciones afirmativas, sino que sorprendentemente seguimos discutiendo si deben regularse acciones afirmativas. Las posiciones ante estas interrogantes no solo permiten acercarnos a una definición de dichas medidas, sino que simultáneamente nos ponen de frente con la evolución de la igualdad y nos obligan a ser coherentes con el tipo de democracia que queremos construir.
Las acciones afirmativas han sido definidas por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) como un conjunto coherente de medidas de carácter temporal, dirigidas a remediar la situación de los miembros del grupo al que están destinadas en uno o varios aspectos de su vida social para alcanzar la igualdad efectiva. Roberto Saba las define como regulaciones o políticas estatales que tienen como finalidad brindar un trato preferencial a una persona por ser parte de un grupo de individuos que ha sido -y sigue siendo- víctima de un trato excluyente, sistemático e histórico.
Precisamente, es este elemento de trato preferencial lo que dificulta en muchas ocasiones la justificación de su implementación al entender que dan luz verde para seleccionar sin tomar en cuenta criterios de idoneidad. En ese sentido surgen las interrogantes sobre si son concesiones irracionales que se otorgan atendiendo únicamente a criterios subjetivos o si las mismas contienen elementos de objetividad, es decir, que nos seguimos cuestionando sobre si las acciones afirmativas abren la puerta para que una persona acceda a una posición por una determinada condición social o personal, sin considerar otros elementos como el talento o la cualificación.
Atender a las acciones afirmativas como tratos preferenciales sin tomar en cuenta que partimos de siglos de discriminación que han excluido a personas de sus derechos únicamente por su condición de pertenencia a determinados grupos, es tener un entendimiento sesgado de las mismas o lo que es peor aún, es no haber entendido nada.
Cuando en los Estados Unidos de América se empezaron a implementar programas de admisión especial para estudiantes de grupos excluidos de la educación superior se intentaba compensar una práctica histórica de discriminación, pero también se intentaba dar una apertura para representar a la diversidad.
A una diversidad que rechazamos en pro de la ficticia uniformidad que ha calificado como “normal”: al hombre caucásico, heterosexual, de mediana edad y sin discapacidad. La consecuencia es que todo lo que no encaje en ese parámetro no existe, de allí los privilegios, de allí la opresión.
Dichas cuotas exigían como requisito de admisión, no solo la idoneidad, sino también la pertenencia al grupo en situación de desventaja, lo que podría conllevar a que el primero de los criterios fuera derrotado por el segundo y a la consideración de que las acciones afirmativas podrían estar en conflicto con la noción de igualdad.
En ese contexto se podría entender que una persona favorecida por la medida estaría ocupando un lugar que le corresponde a alguien más idóneo, lo que no se dice es que en la mayoría de los casos las personas más idóneas no pertenecen a un grupo discriminado, sino que, en general, son las que han gozado de mejores y mayores oportunidades.
Esto me lleva a aquel experimento que se intentó poner en práctica en la década de los setenta, también en los Estados Unidos de América, con la finalidad de evitar la discriminación en la integración de las orquestas municipales. Se introdujeron mamparas opacas que separaban a las personas que acudían a las audiciones de los miembros del jurado examinador a fin de evitar que la selección se viera viciada por algún elemento adicional a la idoneidad.
Se pretendió evitar la influencia de prejuicios en torno al sexo, raza, apariencia de la persona, la edad, entre otros, esto es, que se pretendió llevar a cabo una evaluación neutral, igualitaria y completamente ciega de las diferencias.
Al finalizar la selección se dieron cuenta que eligieron a hombres caucásicos y de mediana edad, pero ¿por qué se llegó al mismo resultado a partir de un trato neutral? Porque esa evaluación aparentemente neutral, también era ciega de las diferencias respecto de las circunstancias y oportunidades de las personas que se presentaban como postulantes para integrar la orquesta. Preguntémonos ¿quién tenía mayores oportunidades de acceder a las escuelas de música? ¿quién tenía la oportunidad de informarse sobre la audición? ¿Cuál era el rol de las mujeres en esa época?
Este ejemplo nos pone de frente con el problema de fondo que es el de la desigualdad estructural, y trasladándolo a la noción de igualdad nos dice que no es suficiente que contemos con “leyes neutrales”, con vocación de universalidad, generalidad y permanencia, si esas leyes no toman en cuenta nuestros puntos de arranque: porque podemos ser iguales ante la ley, pero no lo somos en la realidad.
Es decir que, la noción de igualdad formal que se introduce en los albores del constitucionalismo contemporáneo tenía que ver con los efectos de la ley y no con la igualdad sustantiva o real: se trataba de garantizar los alcances de la ley frente a la dispersión jurídica del Antiguo Régimen, ante lo cual resultaba inaceptable la existencia de tratamientos singulares o especiales.
Sin embargo, hoy debemos tomar en cuenta a las situaciones de hecho de las que partimos que afectan a determinados grupos y que se consolida en un imperativo moral que se opone la instalación de un sistema de castas: la igualdad no puede caer en la paradoja de perpetuar las prácticas de exclusión, por lo que si bien, las acciones afirmativas como tratos singulares podrían entrar en conflicto, de un modo casi irreparable, con la noción de igualdad formal, resultan prácticamente una exigencia desde la perspectiva de la igualdad material o sustantiva.
En consecuencia, amputar a las acciones afirmativas de la realidad es lo que puede llevar a considerarlas como un favoritismo o, lo que es más paradójico, como discriminaciones inversas cuando su finalidad es la de revertir situaciones de discriminación. Si pudiera existir algo más irracional es considerarlas como discriminaciones positivas, primero, porque no puede existir nada positivo en un trato que atenta contra la dignidad y, segundo, porque el fundamento de dicha regulación son las circunstancias que las hacen constitucionalmente admisibles.
En ese sentido ha ido la línea jurisprudencial que ha venido construyendo el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) al entenderlas como medidas compensatorias que se caracterizan por ser temporales, en la medida en la que su duración se encuentre condicionada al fin que persiguen; proporcionales, por el equilibrio acción-resultados; y razonables y objetivas, para que respondan al interés de la colectividad a partir de una situación de injusticia para un determinado sector (Jurisprudencia 30/2014).
Asimismo, ha establecido que su fundamento es el principio de igualdad material (Jurisprudencia 43/2014); y que las mismas no son discriminatorias, sino todo lo contrario, persiguen revertir la desigualdad existente y compensar los derechos del grupo en situación de desventaja, al limitar los del grupo aventajado (Jurisprudencia 3/2015).
Otras de las cuestiones que generan discusión es cómo determinar qué grupos están lo suficientemente desfavorecidos que ameriten la introducción de un trato singular, lo que desde luego dependerá del momento histórico y de las circunstancias de cada sociedad. Asimismo, se debe determinar qué porcentaje de cuota debe corresponder a cada grupo conforme a un criterio de objetividad sin que se considere que se rompe con el principio de representación, aunque aquí la cuestión de fondo es la honestidad sobre el tipo de democracia que queremos construir, pues una democracia en real debe pasar por la inclusión a fin de integrar el demos sin prejuicios y sin marginación.
También se discute si regular a las acciones afirmativas desde la perspectiva de la pertenencia a un grupo puede crear segmentos más beneficiados o minorías desfavorecidas o discriminadas dentro de las mayorías, lo que nos lleva a la necesidad de analizar a quiénes están beneficiando dichas medidas.
A esto es a lo que la ONU califica como teoría de las dos clases, frente a lo cual es necesario diseñar acciones afirmativas con enfoque o perspectiva transversal que incluyan esfuerzos sistematizados para fortalecer la educación a fin de romper con las denominadas brechas de idoneidad, pero que también profundicen más aún en la intersección, en la medida en la que una inclusión dirigida a las mujeres no excluya, por ejemplo, a la diversidad sexual. En la inclusión debe haber espacio para todos, todas y todes.
Finalmente, pero no menos importante es poner el acento sobre quién debe ser el regulador de las mismas, pues esto ha generado una serie de controversias ante el TEPJF.
El denominador común ha sido entender que la obligación de regular acciones afirmativas deriva de un mandato constitucional y convencional, en consecuencia, quien está directamente obligado a desarrollar su cumplimiento es el legislador, como poder mayoritario y bajo el amparo del principio democrático. No olvidemos que la primera experiencia de cuotas en lo electoral fueron las dirigidas a potenciar la participación política de las mujeres, lo que se hizo a través de la intervención legislativa mediante reformas al entonces COFIPE.
Pero qué pasa con los otros grupos en situación de vulnerabilidad, y hablamos de personas que pertenecen a pueblos y comunidades indígenas, personas afrodescendientes, personas con discapacidad, personas de la diversidad sexual, personas jóvenes, adultos mayores y migrantes, entre otros ¿No es necesario crear las condiciones para que puedan ejercer sus derechos, en este caso político-electorales, en condiciones de igualdad y libres de discriminación?
En estos supuestos nos hemos encontrado con una actuación generalizada de omisión del legislador, frente a la cual se han instrumentado acciones afirmativas por parte de las autoridades electorales administrativas y jurisdiccionales, pero lo suyo es que esta labor se desarrolle mediante ley, y así lo ha reconocido el TEPFJ al asumir una postura de deferencia para que el Congreso de la Unión o a las legislaturas de los Estados, en el ejercicio de sus atribuciones, realicen las modificaciones pertinentes a fin de hacer efectivo el mandato de inclusión de los diferentes grupos sociales en los órganos de representación política.
Regular acciones afirmativas es una cuestión que atañe a los derechos humanos que no se puede postergar, es necesario tomarse en serio la inclusión para seguir construyendo democracia.