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Anomalías, resistencias y cambios constitucionales

A la memoria del doctor Sergio García Ramírez, querido y admirado maestro, jurista ejemplar… navegante de la eternidad.

 

Vivimos tiempos de anomalías. No todas responden a las mismas causas ni conllevan las mismas consecuencias, pero todas contribuyen a la perplejidad y a la incertidumbre. Quizá la anomalía más evidente es la climática, que ha tenido en el huracán Otis una expresión catastrófica. La inseguridad pública y las violencias asociadas al crimen organizado son otras anomalías que trastornan y trasforman la convivencia social.

Otras más aguijonean nuestro presente: las anomalías humanitarias que experimentan las personas migrantes indocumentadas o desplazadas; las institucionales, manifiestas –por ejemplo– en el traslado de responsabilidades ordinariamente civiles a autoridades militares o en la falta de nombramiento de integrantes de organismos autónomos o tribunales que propician su funcionamiento irregular. Desde la perspectiva socio-económica, una anomalía que se ha “normalizado” es la desigualdad, lo mismo que la discriminación estructural de personas o grupos en situación de vulnerabilidad y precariedad que imponen condiciones que imposibilitan la vida digna y la convivencia pacífica; polarizan a las sociedades y exigen cambios profundos a los modelos de desarrollo económico y social.

En el ámbito político-electoral, adicionalmente a la fatiga democrática y a las crisis (casi endémicas) en la representación política, otras anomalías se expresan en el ámbito jurídico, por ejemplo, la deficiente técnica legislativa –particularmente en cuestiones vinculadas con las responsabilidades por uso indebido de recursos públicos o propaganda gubernamental–, así como la apresurada y poco reflexiva aprobación de legislación electoral, condenada –ab initio– a su inviabilidad constitucional.

No sorprende el hecho de que tales anomalías existan, son parte de procesos socioculturales y ambientales complejos en sociedades marcadamente desiguales y políticamente polarizadas. Es previsible también que ante tales anomalías y sus efectos existan resistencias –tanto negativas como positivas– sea desde posiciones mayoritarias o minoritarias, a fin de generar cambios y nuevas –o renovadas– formas de participación y representación que atiendan realmente las problemáticas existentes.

Las elecciones del presente año, y en particular las campañas electorales serán –seguramente– escenario de fenómenos anómalos en el comportamiento electoral: discursos de violencia y odio; manipulación informativa y deepfakes, a partir del uso sesgado de la inteligencia artificial para crear caos informativo, engañar respecto de otros, escudarse frente a informaciones y contenidos reales y convocar al voto o a la abstención. De la misma forma, es previsible la incidencia variable de otros factores externos, como el crimen organizado: dañar –no ganar– la elección puede ser una estrategia para deslegitimar sus resultados, alterar las preferencias electorales, propiciar el abstencionismo o la nulidad.

En este contexto, destaca el posible impacto de las deepfakes (contenido falso manipulado que parece real) para confundir o engañar al electorado, tal como ha sucedido en Eslovaquia (a partir de audios falsos sobre los candidatos divulgados durante la veda electoral); en los procesos internos de Estados Unidos (por ejemplo, mediante un audio falso de Joe Biden con información engañosa para las primarias en New Hampshire); en Argentina con el uso de propaganda generada por inteligencia artificial durante las últimas campañas presidenciales –lo mismo que en Francia en las elecciones 2022– o la alteración de la imagen de los candidatos (por caricaturas) en las recientes elecciones de Indonesia, donde también se recrearon supuestos mensajes proselitistas del extinto líder Suharto. En México, existe una preocupación creciente en tanto se aproxima la jornada electoral, donde se pondrá en juego el derecho al voto libre e informado y la relación entre democracia y verdad.[1]

Las autoridades electorales, federales y locales, tendrán una enorme responsabilidad, como representantes del Estado mexicano y como garantes de los derechos de la ciudadanía. Para ello, es importante que cuenten con las herramientas necesarias para hacer frente a las posibles oleadas de desinformación, así como mecanismos de colaboración para verificar o etiquetar los contenidos informativos cuando esto sea posible. Conviene tener presente algunos estándares fijados por el Tribunal Electoral en relación, por ejemplo, con el análisis contextual en situaciones de dificultad probatoria ante la incidencia del crimen organizado (tesis VI/2023 y VII/2023), los estándares para analizar noticias falsas (SUP-REP-143/2018) o los discursos de odio, como el Plan de Acción de Rabat de Naciones Unidas, (SUP-REP-657/2022 y SUP-REP-298/2022); las limitaciones de expresiones que induzcan a la violencia (tesis XXIII/2008), los criterios para analizar e identificar estereotipos discriminatorios en la propaganda (tesis XXXV/2018), aquellos relacionados con la calumnia y el derecho a la información (jurisprudencias 3/2022, 31/2016 y tesis XXXI/2018); la libertad de expresión en redes sociales (jurisprudencias 18/2016 y 19/2016) o el especial deber de cuidado de los partidos y sus candidaturas respecto a su propaganda (SUP-JE-278/2022).

Frente a este posible escenario, la ciudadanía también tiene una parte de responsabilidad frente a los procesos de violencia y desinformación, no sólo para ejercer su voto de manera responsable e informada, sino para contribuir a prevenir la difusión de noticias falsas, evitando reproducirlas sin antes verificar su contenido de manera razonable.

Otra anomalía presente en el discurso político es el énfasis reiterado en el cuestionamiento a la legitimidad del Poder judicial. Es verdad que, desde hace tiempo se cuestiona, desde diferentes ámbitos y con diferentes énfasis, el carácter “contramayoritario” de la judicatura que conlleva un déficit de legitimidad democrática. No obstante, el debate actual en torno a la elección popular directa de la judicatura y al establecimiento de un régimen disciplinario más estricto se plantea desde una coyuntura política caracterizada por la agudización de tensiones entre los actuales integrantes de los poderes de la Unión, lo que ensombrece los motivos y fines de una reforma de “gran calado” en el Poder Judicial ante el posible riesgo de cooptación política de la judicatura.

Al respecto, si bien la crítica reflexiva del quehacer judicial es indispensable, conviene recordar que la legitimidad democrática no deriva exclusivamente de una elección popular; que hay otras formas de representación sistémica y argumentativa; que la democracia no se agota en los ejercicios plebiscitarios y existen otras formas de participación y control social del poder público. De la misma forma, no pueden desconocerse los riesgos de la politización (partidización) de los nombramientos judiciales. Si se asumieran con rigor los procesos de nombramiento bajo criterios objetivos, apropiados y transparentes, y las personas designadas cumplieran su función con apego a los valores y principios que rigen el quehacer judicial, la legitimidad argumentativa y la representatividad simbólica y sistémica (como garantes de la constitución y de los derechos humanos) aportarían suficiente confianza y legitimidad.

Además, sin desconocer la importancia del disenso y de la regla de la mayoría en los sistemas democráticos, las soluciones radicales sin espacios para el debate que privilegie la construcción de consensos debieran evitarse, en un contexto de democracia deliberativa en donde lo que se exige es la legitimidad del ejercicio del poder público frente a la sociedad, al pueblo o la ciudadanía, y no frente a un grupo o partido político, cualquiera que éste sea. Existen varios casos de la Corte Interamericana de Derechos Humanos relacionados con la remoción de jueces y magistrados que han derivado en sentencias condenatorias en contra de diversos Estados y que deben tenerse en cuenta para evitar incurrir en responsabilidades similares.[2] Además, la democratización del poder –de cualquier poder– depende de su eficaz institucionalización, más allá de liderazgos personales; ello implica que no debe concentrarse solo en una persona o instancia o que la designación de sus integrantes recaiga sustancialmente en una sola fuerza política.

Habría que buscar una forma de nombramiento más efectiva, quizá que la nominación o, en su caso, la propuesta de ternas o aspirantes, venga de un órgano independiente (como recomienda el Relator de Naciones Unidas (Doc. A/HRC/11/41), conformado por personas académicas, jueces y representantes de los poderes públicos y de los órganos autónomos, a partir de una amplia consulta a la sociedad (universidades, centros de investigación, ONG, asociaciones de abogados, etc.), con criterios objetivos para seleccionar los perfiles idóneos con experiencia en el campo jurídico; estableciéndose, además, ante la falta de acuerdo en la designación, la posibilidad de un sorteo, e incluso, si se busca un mayor “control popular”, las propuestas finales podrían someterse a un plebiscito revocatorio negativo, esto es, que solo una votación calificada podría rechazar la propuesta de nombramiento.

Asimismo, es posible (quizá preferible) pensar en construir una justicia constitucional más dialógica como una mejor alternativa a la mera elección popular (como lo han considerado, entre otros, Tushnet o Gargarella).[3] Una justicia en donde la última palabra en casos de interpretación constitucional no necesariamente corresponda –o no sólo– a un tribunal; donde se busque la mayor y genuina apertura e inclusión procesal, y se enfatice un mayor control procedimental en temas cruciales para la sociedad, a fin de garantizar la mayor participación de los afectados (p.e. audiencias públicas, consultas, reenvíos, intervenciones de amici curiae, reducción de espacios de discrecionalidad, jurados populares en ciertos casos, acciones de clase o colectivas, ampliación de la legitimación procesal activa, soluciones alternativas o compromisos significativos, declinatorias de competencia, etc.).

Nada garantiza que la elección de la judicatura tenga un impacto positivo en su desempeño, sin desconocer su intención democratizadora. De hecho, existen críticas atendibles, ya sea por la deriva en la partidización del procedimiento o por el impacto en la independencia e imparcialidad frente a los procesos de elección, reelección o revocación del mandato.[4] Incluso desde visiones de izquierda no suele recomendarse la elección de la judicatura.[5]

Es preciso enfatizar que el cambio jurídico y la transformación social son parte consustancial de cualquier Estado democrático y de todo régimen político. La dificultad deriva de las formas en que se pretende o se produce la transformación: una transición pactada, una construcción de consensos, una ruptura institucional, una revolución, un nuevo constituyente, etc. La falta de deliberación, la ausencia de voluntad para la construcción de consensos ex ante, la concentración del poder o la pretensión de infalibilidad son sólo algunos de los síntomas del precario estado de la salud de nuestra democracia.

Ante este escenario de anomalías y crisis en las instituciones democráticas, resulta previsible (y deseable) que surgen tensiones, disensos y resistencias desde los diferentes puntos del espectro ideológico. No obstante, la democracia no se agota en un proceso electoral ni todo es “blanco y negro”, aunque así lo pretendan tirios y troyanos: la realidad es más compleja.

[1] Véase, el apartado de “Inteligencia Artificial. Democracia y elecciones”, Revista Voz y Voto, (2023), no. 366, agosto.

[2] Entre otros, casos del Tribunal Constitucional y Cajahuanca Vásquez vs. Perú; casos Apitz Barbera, Reverón Trujillo y Chocrón vs. Venezuela; casos de la Corte Suprema de Justicia y del Tribunal Constitucional vs. Ecuador; Caso López Lone y otros vs. Honduras; Caso Colindres Schonenberg vs. Salvador o Caso Ríos Avalos y otros vs. Paraguay.

[3] Cfr. Gargarella, R. (comp.), Por una justicia dialógica (2014), Siglo XXI editores, Argentina.

[4] Véase, entre otros, Escobar, Fernando y Alfio Russo (2019), “Elección popular de jueces en Bolivia: aportes del derecho constitucional comparado al debate”, Anuario de Derecho Constitucional Latinoamericano, Bogotá.

[5] Gargarella, Roberto, Manifiesto por un derecho de izquierda (2023), Siglo XXI editores, Argentina.


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Mauricio del Toro Huerta

Especialista en derechos humanos y derecho electoral.

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