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¿Cuál es el plan?

Se volvió lugar común decir que en México después de cada elección hay una reforma electoral. No es cierto. La de López Portillo (1977) rigió durante casi 10 años. La de Manuel Bartlett (1986) reventó en 1988. En el sexenio de Salinas hubo 3 reformas, 1990, 1993 y 1994. Ernesto Zedillo promulgó en 1996 la que llamó “reforma definitiva”, que rigió por otros 10 años. La de 2007 mantuvo vigencia hasta 2014 y ésta última ha sobrevivido por ya más de una década. De esas 8 reformas, 3 se realizaron entre 1990 a 1994. Cuatro mantuvieron vigencia por una década o más. La efímera fue la de 1986 aniquilada por la caída del sistema.

Tampoco corresponde estrictamente a la verdad afirmar que las reformas electorales han obedecido a reclamos de la oposición. Sin duda que así fue en 1990 y 2007. Pero para las otras reformas sus fuentes de promoción son diversas, incluyendo visiones e intereses del gobierno y su partido (PRI), o incluso a proyectos personales. Dos ejemplos de lo último: la de 1986 tuvo su impulso en el proyecto político del entonces secretario de Gobernación, mientras que la de 1996 se vio primero frenada y luego distorsionada por el futurismo de otro inquilino del Palacio de Covián.

Las reformas electorales mejor logradas estuvieron encabezadas por quienes no ambicionaban candidatura presidencial (1977, 1990, 1994, 2007). Mención aparte merece la que se pactó al amparo del Pacto por México (2014), dando lugar a un mazacote normativo e institucional que desarticuló la legislación electoral, destruyó el federalismo y encareció los procesos electorales a niveles insospechados. En crítica al centralismo de esa reforma propuse a sus autores quitaran la estatua de Benito Juárez de la explanada de la sede del IFE y pusieran la de Santa Ana.

Lo cierto es que, si a la historia atendemos, el mejor año para aprobar una reforma electoral es el siguiente a la elección presidencial, ya que permite ponerla a prueba en la elección intermedia. Así ocurrió con las reformas de 1977, 1989-1990, 1996 y 2014. Las excepciones fueron las de 1986, con el resultado arriba comentado, y la de 1994, promulgada estando en curso el proceso electoral del mismo año. La de 1993, a la que he llamado “la reforma olvidada” se produjo en el marco de los entendimientos entre el gobierno de Carlos Salinas y el PAN. A la de 2014, además del cambalache que la hizo necesaria para el gobierno de Peña Nieto, también le provocó dañó la premura impuesta por la cercanía del inicio del proceso electoral de 2015, año en que el Partido Morena obtuvo su registro legal.

Siendo este el año siguiente a una elección presidencial, es una oportunidad para que en el gobierno y su partido decidan si van a impulsar una reforma electoral. En 2019, a consulta explícita, López Obrador respondió que no promovería ninguna reforma electoral durante su sexenio. Después del resultado de la elección de 2021 cambió de opinión y se inventó los planes A, B y C. La presidenta Sheinbaum ha declarado que promoverá este año una reforma electoral. Atendiendo a los precedentes, cabe adelantar que, si atender reclamos opositores fuera el motivo, dos son cruciales. Uno es dejar en claro, desde la Constitución, que los límites a la sobrerrepresentación y al número máximo de diputados alcanzable, son aplicables tanto a los partidos en lo individual como a las coaliciones electorales por ellos formadas. El otro es poner un freno al gobierno y su partido para al uso de programas sociales con fines de coacción y compra del voto.

En otros temas, la anunciada reforma podría atender el justificado reclamo de reducir el monto global de financiamiento público ordinario de partidos políticos, que a partir de 2015 fue duplicado al imponer a los estados y a la CDMX criterios similares a los aplicados anualmente por el INE. En paralelo, habría que alentar a los afiliados y simpatizantes para contribuir al sostenimiento de los gastos ordinarios y de campaña de los partidos.

También es una oportunidad para achicar la estructura del INE, eliminando o compactando áreas no esenciales, recortando plazas que no forman parte del servicio profesional, y sobre todo para dar paso a la transformación de la credencial de elector del INE en la Cédula de Identidad a que se refiere el artículo 36, fracción I, de la Constitución. En otro ámbito, es deseable suprimir la tómbola como medio para designar, en abril próximo, a 3 integrantes del Consejo General.

Ante la situación por la que atraviesa la justicia electoral, es urgente aprobar una norma, de rango constitucional, para que ninguna autoridad, administrativa o judicial, pueda sancionar a persona alguna por manifestar opiniones en materia política o electoral. Si para preservar la libertad de expresión es necesario poner una barrera al TEPJF, hay que hacerlo, cuanto antes.

Ahora bien, salvo que invoquen un ínfimo ahorro presupuestal, no existe motivo para reducir el número de diputados y senadores, ni de regidores municipales. Menos aún existe razón para eliminar la vía de la representación proporcional en la integración de los órganos legislativos y ayuntamientos. Esperemos que el plan para la futura reforma sea producto del diálogo y el consenso entre el gobierno, el partido oficial y los de oposición. Si van a revivir los planes A, B y C del expresidente López Obrador, es mejor que no haya reforma.

La “desmemoria democrática” (tomo la expresión de un amigo) de los dirigentes del Partido Morena, tanto de los que provienen de la izquierda como de los que llegaron desde el PRI, resulta notable. La integración de las cámaras legislativas y de los ayuntamientos fue producto de la apertura de espacios para las oposiciones, sin lo cual la transición y las alternancias no hubiesen sido posibles, no al menos de manera pacífica y dentro de la Constitución.  

Los plurinominales son resultado de las reformas que moldearon la transformación democrática de México. Entiendo que las nuevas generaciones ignoren esa historia. Lo que alarma es que el Partido Morena, que se dice de izquierda, practique la “desmemoria democrática” y postule en los hechos la extinción de los partidos minoritarios, empezando por sus dos aliados, el PT y el PVEM.

Lo que debemos preservar es la existencia de espacios para la expresión de la pluralidad política, la diversidad de ideas y opiniones, el disenso y la crítica. Un mérito del PRI fue haber entendido la necesidad de ensanchar esos espacios, abriendo la posibilidad de las alternancias. Cerrar espacios para la representación de las minorías, o reducirlos a mero formalismo, es atentar contra la democracia.

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Jorge Alcocer V.

Director fundador de Voz y Voto.


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