Dios nos libre
A quienes se interesan en la arqueología constitucional mexicana un caso digno de estudio es la evolución del artículo 41 de nuestra Carta Magna. En el texto de 1917 tenía solamente un párrafo, que con cambios menores subsiste. Hoy en día ese artículo es uno de los más extensos. El cambio se produjo a partir de la reforma de 1990 y tuvo un motivo: la desconfianza.
La reforma de 1990 fue el punto de llegada de las negociaciones que por más de un año sostuvieron el gobierno y su partido (PRI) con los dos partidos de oposición más relevantes en aquel entonces (PAN y PMS). El proceso arrancó en los primeros días del gobierno de Carlos Salinas, en diciembre de 1988 y culminó con la promulgación del Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales (COFIPE), previa entrada en vigor de la reforma constitucional para dar soporte al surgimiento de las dos instituciones electorales que, con nombre distinto, subsisten hasta hoy: el INE y el TEPJF (antes IFE y TRIFE)
La reforma de 1990 hizo crecer de manera notable el texto del citado artículo 41, pero eso fue apenas el comienzo. Las siguientes reformas (1993, 1994, 1996, 2007 y 2014) lo agrandaron hasta convertirlo en el compendio electoral que hoy tenemos. En cada una de aquellas reformas hubo críticas por el exceso que suponía llevar a la Constitución normas y procedimientos que, en buena técnica jurídica, correspondía colocar en las leyes secundarias.
La desconfianza opositora partía de un hecho: para reformar una ley basta con el voto de la mayoría de los legisladores presentes en cada Cámara. El PRI disponía, con creces, del número de legisladores para reformar cualquier ley. En cambio, la Constitución requiere del voto de una mayoría calificada. Dos terceras partes de los votos de los legisladores presentes en cada Cámara.
En 1988 el PRI perdió la mayoría calificada en la Cámara de Diputados. No podría modificar la Constitución sin contar con el voto aprobatorio de alguno de los partidos opositores de mayor peso numérico en San Lázaro. Llevar a la Carta Magna las normas electorales fundamentales se convirtió en una especie de seguro que las oposiciones exigieron al gobierno y a su partido. Una garantía de que, a partir de ese pacto, las reglas electorales no serían modificadas sin el concurso y aval de las oposiciones, o al menos de parte de ellas.
La de 1990 fue la reforma que abrió la segunda fase del largo ciclo de reformas electorales en México. Se trató, así lo he sostenido, de un “Pacto de Estado”, que en 1993 gobierno y partidos confirmaron al llevar a la Constitución la norma para que ningún partido, por sí mismo, pudiera contar con más de 315 diputados por ambos principios, número que en 1996 se redujo a 300. En una Cámara de 500, si todos están presenten, se requieren 333 votos para aprobar cambios a la Constitución. (Artículo 54, fracción IV).
Al paso del tiempo la práctica de llevar a la Constitución normas de naturaleza reglamentaria se extendió a otras materias. En las reformas del “Pacto por México”, durante el sexenio de Enrique Peña Nieto (2012-2018), así se hizo en las relativas a petróleo, electricidad, telecomunicaciones, educativa, y para la constitución y definición de la estructura interna de un buen número de organismos autónomos. Las críticas ante lo que se consideran excesos contrarios a la naturaleza de una Constitución se extendieron, a la par que el número de artículos constitucionales reformados se disparó.
Pudo ser un exceso. Pero sin la prevención de las dos terceras partes la demolición institucional que de manera casi febril ha pretendido realizar el presidente López Obrador, de manera especial a partir de la segunda mitad del 2021, se habría realizado sin contrapesos ni frenos. Para poner ejemplos, la destrucción del INE y del TEPJF habría sido aprobada, habrían desaparecido la mayoría de los organismos autónomos, o bien sus órganos de dirección habrían sido tomados para ponerlos al servicio de Palacio Nacional, como ha ocurrido con la CNDH y la militarización sería aún más extendida.
Sin la regla de las dos terceras partes, ya habrían borrado de un plumazo la independencia de la Suprema Corte de Justicia, destituido a la mayoría de las y los ministros y convertido al Poder Judicial de la Federación en apéndice del Supremo Poder Ejecutivo de la Unión. Morena y sus aliados habrían colocado en los consejos directivos de los organismos autónomos a personeros al servicio de la 4T, quizá muchos de ellos provenientes de la ayudantía presidencial, o sea, sus guardaespaldas.
Tratándose de nombramientos, salvo excepciones (Ministros de la Corte y consejeros del INE) la regla de las dos terceras partes adolece de un defecto: la Constitución no prevé medidas para evitar que la mayoría, aunque no cuente con los votos para imponer nombramientos, puede bloquearlos y dañar intencionalmente a instituciones del Estado, como ha ocurrido con los comisionados del INAI, magistrados electorales regionales y locales. Y está a punto de ocurrir con las próximas dos vacantes de la Sala Superior del TEPJF.
Darle a Morena y aliados en 2024 la mayoría de dos terceras partes que pide a diario el inquilino de Palacio sería como firmarle un cheque en blanco para que haga de México y sus instituciones lo que sus delirios, humores y rencores le dictan. Como decía mi abuela: “Dios nos libre”.
Posdata. Ante la tragedia, solidaridad nacional con los acapulqueños.
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