Disfrutar del teatro para pensar
¿Compartimos algo relevante con una familia burguesa del Siglo XIX? ¿Qué podemos ver y entrever en una obra como El padre de Strindberg?1 Estas preguntas vienen a cuento porque en esta obra se trata de problemáticas que siguen angustiosamente vigentes y otras que parece que ya hemos trascendido. Y, me parece, más nos dicen aquellas que ya no parecen concernirnos. Un individuo nada a contracorriente. Se ha quedado solo. En su afán reconocemos nuestro propio nado desesperado para no hundirnos, para no quedarnos solos. Nada más universal que la zozobra de este nado. Es, ante todo, un padre, un esposo, un hombre fracturado que, desde el inicio, sabe que en el seno de su familia bulle una lucha descarnada y en ese tenor se pregunta por qué, a su decir, “todas las mujeres tratan a los hombres como si fueran niños”, al tiempo que se refugia, desamparado como niño, en el regazo y lucidez de la nana que sigue cuidándolo. Pero, ¿dónde y cómo empezó a fracturarse? Batalla como esposo, como padre y como ser humano. Macho contumaz honra a su esposa pavoneándose en esa soberana voluntad que no requiere de argumentos. Pero de pronto, con esa fortaleza que parece que se distrae a propósito, irrumpe la mujer y rasga el guacal del sojuzgamiento. Lo que parecía honor de caballero muestra su vulgaridad. La lucha por la liberación femenina está en marcha. Esta obra de teatro puede verse como un testimonio y un elogio de esta zaga. Pero si seguimos con más cuidado a Strindberg nos damos cuenta de que, como todos los genios, está viendo hacia otro lado, aguza la mirada por encima, por detrás del tema manifiesto, y nos convoca a seguirlo a esa dimensión primordial que apenas se anuncia. En primer lugar, sorprende porque la estrategia femenina que analiza es inusual. Desde el principio la pareja está liada en un agrio combate sobre el destino educativo de la hija. Ya se sabe que los hijos muchas veces son tomados como botín de guerra. Él apela al tutelaje que se le concede por derecho manifiesto y exhibe, sobre todo ante el público contemporáneo, ideas y principios progresistas que contrastan con los de la madre y nos invitan a darle la razón. Pero ella es astuta y recurre a ese lugar común que se ha esgrimido como piedra de toque para posiciones de diferente signo, a saber, que la madre está más íntimamente ligada al hijo y que esto deriva en mayores derechos y obligaciones con respecto al destino del vástago… (¿deberíamos ahora decir “vástaga”?). En su afán obstinado acaba por manipular la situación y consigue que se declare al marido mentalmente incapaz y lo destruye definitivamente. Sin embargo, antes de asestar ese golpe letal acude a un arma especialmente mortífera cuya legitimidad y alcances quizá nunca se han analizado suficientemente: “está demostrado, dice, que nadie puede saber con certeza quién es el padre de un niño”. Y así surge una cuestión muy interesante. Hoy esa daga carece de filo, es como la cáscara de una fruta tirada al río de la historia: un análisis de ADN es suficiente.
En las postrimerías del siglo XIX esta posibilidad era inimaginable; porque así aparece aquello que rebasa nuestro horizonte de pensamiento, que se fuga de nuestra actualidad delatando sus cimientos de papel; no aberrante, no deleznable, no exagerada, no estridente, simple y llanamente inimaginable. Pero ¿por qué sentimos que todo este enjuego, por lo menos en la obra que nos ocupa, no ha perdido vigencia? ¿Cómo es posible que esta pieza de teatro no huela a viejo a pesar de que uno de los temas del que se ocupa parece haber sido definitivamente disuelto por los avances científicos? El hecho de que esto no sea el caso ciertamente nos revela que el entretejido es mucho más delicado. Remite a la tortura del recelo, a la suspicacia del posible engaño amoroso, y si la fidelidad es casi imposible de probar, la infidelidad es literalmente indemostrable.
El aguijón de la duda resquebraja al más pintado.2 Pero la infidelidad misma tampoco es tan relevante. Ciertamente él ruega desesperadamente que se le diga la verdad y la verdad se le escapa para siempre. No obstante, el autor nos induce a sospechar que nosotros, espectadores de este drama, la conocemos: se trata de una estratagema de ella y no hubo tal infidelidad. Y tampoco es importante que estemos en lo cierto. Algo de mayor calado se adivina en la desesperación de este hombre y nos damos cuenta de que su resquebrajamiento encubre un cataclismo de mayor envergadura. A veces el arte elabora una malla para disimular la epifanía de una verdad. El protagonista lucha por reparar su honor y algo de su integridad fracturada, pero en esta historia el honor tiene más bien el signo de una búsqueda desesperada de resguardo, una distracción. Nada, pero no sólo a contracorriente de los otros, de esos que intentan hundirlo. Su nado es un intento feroz de huir del grito más desgarrado y humanamente posible: “libérenme de la incertidumbre”. Nada como nadamos todos: para engañar la soledad que es nuestro signo y el origen atormentado de nuestro nado.
1 Obra de repertorio de la Compañía Nacional de Teatro. Acceso gratuito en línea: https://youtu.be/f764X9URccQ
2 Crommelynck hace un uso teatral exquisito del tema en El estupendo cornudo.