Esa NO es la cuestión
Preámbulo
Hace más de veinte años Douglas Lummis afirmaba que democracia es una de las palabras de las que más cruelmente se ha abusado. En México esto no es la excepción. Tan sólo el último año, tanto la clase política como autoridades electorales, medios de comunicación y ciudadanía interesada, han posicionado el debate –valioso– de transitar de un modelo democrático representativo a un esquema mucho más participativo, bajo la premisa de caminar de un ejercicio eminentemente electoral a uno progresivamente ciudadano. En otras palabras, robustecer la estática de participar “solo” en aquella gran jornada cívica que se celebra el primer domingo de junio de cada tres años, e involucrar a la ciudadanía en la toma de decisiones más relevantes de la república –esa que es de todas y todos y de nadie en particular–, consumando así la afortunada idea de Lincoln en la que se sostiene que la democracia es de, para y por el pueblo.
Es posible afirmar que hay consenso en torno a que la participación ciudadana permite la incursión de las personas en los procesos de toma de decisiones (Hernández, 2020). De ahí que surjan diversas preguntas en función del multicitado “contexto”: ¿Qué temas pueden ser sometidos a mecanismos de democracia directa? ¿Quiénes pueden participar? ¿Cómo convocar los mencionados ejercicios? ¿Cuándo se celebran? ¿Quién los administra? ¿Cómo se determina su validez? ¿Por qué vale la pena invertir presupuesto en estos procesos democráticos? ¿Por qué deberíamos o no participar en ellos?, etcétera.
Cuestiones que tienden a agudizarse en un entorno como el mexicano en el que confluyen poco más de noventa y un millones de ciudadanas y ciudadanos en la lista nominal, y que además tiene la migración internacional más densa demográficamente en el mundo occidental. Un país en el que, aunque solo el 6% de la población mayor de veinticinco años padece analfabetismo, cinco de cada diez habitantes únicamente cuentan con el equivalente a educación básica (INEGI, 2021). Un país que en elecciones presidenciales presenta participaciones históricas, pero que en intermedias apenas rebasa el umbral del 50%. Uno en el que su primera experiencia de consulta popular nacional presentó una participación menor a diez puntos porcentuales.
Figuras clásicas de democracia directa y percepción de las instituciones de representación tradicionales
Siendo que la democracia participativa se basa en diferentes mecanismos de acción para que la ciudadanía tenga acceso a las decisiones públicas de manera independiente a lo propuesto por partidos políticos o gobernantes, merece la pena mencionar los dispositivos clásicos de democracia directa:
- Referéndum: proceso en que se somete a la ciudadanía leyes o actos administrativos para su ratificación.
- Plebiscito: Proceso en el que el electorado influye de manera directa en temas relevantes del Estado.
- Iniciativa ciudadana: la facultad o derecho ciudadano para presentar propuestas de ley ante los órganos legislativos; o por el contrario para revertir los planes estatales o municipales vigentes.
- Presupuesto participativo: proceso de intervención directa y permanente mediante el cual la ciudadanía determina la asignación de recursos públicos.
- Revocación de mandato: el mecanismo ciudadano para remover de su puesto a representantes electos, o en su caso refrendarlos.
Esta última figura pretende, grosso modo, legitimar la identidad que tiene el electorado con la persona funcionaria pública a través de la evaluación taxativa de su desempeño gubernamental. De acuerdo con Yanina Welp (2021), este mecanismo es la antesala para el autogobierno y la construcción directa de legislación. Así, no es de ninguna manera casual que al ser un ideal relativamente emancipatorio, sea un mecanismo democrático identificado a la izquierda del espectro ideológico.2 Sin embargo, en clave democrática puede funcionar como balance ante la posible ausencia de contrapesos, en especial en regímenes presidenciales en los que existe la eventualidad de que un gobierno unificado genere inmovilidad ante la falta de pluralidad, lo cual –en términos eminentemente teóricos– pudiese conducir a regímenes autoritarios.
Por ejemplo, Casar (2021), afirma que “los proyectos de gobierno tienen una programación con base al horizonte de tiempo marcado por su mandato”, por lo cual la “revocación de mandato da al traste a la planificación y deja trunco un proyecto concebido para un tiempo determinado”. Sin embargo, eso que se critica es justamente el espíritu democrático del mecanismo en cuestión: poder dar a tiempo un viraje ciudadano de un rumbo que consciente y colectivamente se tomó con anterioridad.
De esta manera, hay un dilema importante que atender: por un lado, la revocación de mandato puede ser sin duda una herramienta que respalde el buen funcionamiento de las democracias contemporáneas; y por otro lado, en contextos polarizantes, o bien una salida que solucione por vía pacífica e institucional el conflicto (Welp); o bien, que legitime por segunda vez y de manera contundente al mandatario que ya había sido electo en comicios libres.
Para el primer caso, resulta relevante prever un par de consideraciones: la ciudadanía en México se encuentra cada vez más consciente de que la legislación y la normatividad son la cristalización del acuerdo entre los partidos políticos, mismos que han ido perdiendo credibilidad y confianza frente a una ciudadanía cada vez más escéptica. De acuerdo con el Latinobarómetro (2000-2018), partidos políticos y gobierno tienen una confianza que no rebasa el 25%, mientras que la autoridad electoral perdió dieciséis puntos porcentuales en solo cuatro años, cayendo al 28% de la confianza en México. Lo que sí ha ido creciendo es la insatisfacción con la democracia tradicional: siete de cada diez personas se encuentran en esa categoría. Esos datos respaldarían la primera acepción de revocación de mandato: asunción de la decisión ciudadana y reforzamiento de la democracia tradicional (Ver gráfica 1).
El contexto político actual: la revocación de mandato en entornos polarizantes
Para el segundo caso merece la pena recordar que desde el 2010 el PNUD detectó que en América Latina existen problemas políticos endémicos de nuestra democracia: la corrupción (y la impunidad que ésta genera); la desigualdad profunda, y los crecientes niveles de inseguridad. Aunado a lo anterior, la asunción de gobiernos denominados populistas, caracterizados especialmente por el uso de un discurso de la masa frente a la élite; el esfuerzo versus el privilegio; de ellos y nosotros, etcétera, que tiende a dicotomizar la opinión ciudadana frente a las situaciones públicas, lo cual se resume en la máxima “a favor o en contra”.
En México se ha acostumbrado a medir el éxito o fracaso de los procesos electorales basando principalmente dicha evaluación en los niveles de participación. Además de ser un gravísimo reduccionismo que presenta ausencias teóricas importantes, lo que esconde esa afirmación es un intento por consolidar la idea de electorado sobre la de ciudadanía, lo cual no necesariamente es una apuesta democrática. No obstante, es importante recordar que Andrés Manuel López Obrador no solo fue electo con el 53.17% de la votación válida, sino que es el presidente más votado en la historia de México. Se votó por él para que gobernara seis años, y dado que en México ninguna ley tiene efecto retroactivo, resultaría laberíntico justificar la revocación de mandato en este mismo sexenio.
Hay dos datos relevantes que no hay que perder de vista: el primero es el valor cultural que implica el nombre propio Andrés Manuel López Obrador. De acuerdo con Mitofsky, es el actor político con mayor reconocimiento ciudadano en los últimos dieciocho años. Además, la aprobación presidencial después de casi tres años de gobierno muestra que seis de cada diez ciudadanas y ciudadanos mexicanos otorgan su apoyo al titular del ejecutivo. A pesar de la caída en la aprobación presidencial y, considerando que se han presentado variaciones en este periodo de tiempo, una constante es que más de la mitad de la ciudadanía apoya al presidente Andrés Manuel López Obrador. Así, que el nombre aparezca en la pregunta significa una sobreexposición mediática adicional del actual presidente de la República.3
El otro dato –aunque cualitativo– es aún más contundente. Es el relativo a su estilo personal de gobernar. En forma de L’État, c’est moi, el presidente ha demostrado que su presencia absoluta en cada espacio lo mantiene presente en el imaginario de la gente. Ávalos Tenorio (2018) categorizaba al gobierno de AMLO como bonapartismo, aduciendo que es un fenómeno político episódico o transicional consistente en que un poder neutral personificado en un líder carismático tiende a elevarse por encima de las clases en conflicto para pretender representar los intereses del pueblo, desvinculándose de las clases sociales o sectores políticos distintos. Sin embargo, la capacidad o incapacidad de restaurar el orden social del presidente López Obrador no ha sido del todo efectiva, y ha reducido la brecha entre aprobación/desaprobación de su gobierno (Ver gráfica 2).
Lejos de cualquier análisis reduccionista que sostenga que estos ejercicios sirven “para inflar el ego del presidente”, lo que es real es que, frente a la caída de la confianza ciudadana en la figura presidencial, parece necesario legitimarse más allá de las encuestas. Por ello, un ejercicio de revocación de mandato institucionalizado, convocado por la ciudadanía podría mitigar el constante golpeteo de los propios datos disponibles.
Merece la pena recuperar que hay quienes como Casar (2021) han comparado el ejercicio de revocación de mandato en Venezuela de 2004 con el virtual ejercicio de México. Diversas variables ponen en duda tal comparación, principalmente porque la autoridad electoral nacional en México es autónoma y se ha impostado de manera evidente como un verdadero equilibrio institucional frente al Ejecutivo. Por otra parte, el diseño legal e institucional garantiza mecanismos para la virtual suplencia del presidente de la República en caso de que la revocación se consumara. En democracia no existe el perder-perder.
Estándares internacionales y legislación en México
Para la aplicación de los mecanismos de democracia directa, algunos organismos internacionales han establecido un conjunto de estándares y criterios mínimos relacionados con los elementos del diseño institucional de esta figura de participación ciudadana.4 Entre los más relevantes se encuentran los siguientes:
- Establecimiento claro en el marco normativo.
- Umbrales mínimos de participación y de aprobación.
- Definición de las fechas de aplicación.
- Diseño de la pregunta.
- Proceso de inicio y efectos de las consultas.
- Regulación de las campañas.
- Autoridades organizadoras.
Todo ello ha sido resuelto tanto por los lineamientos emitidos por el INE, como por la propia Ley aprobada por el Congreso. Eso ha llevado a presenciar una serie de encuentros entre ambos documentos, entre los cuales queda en un limbo el derecho de participar de la ciudadanía residente en el extranjero.
Entre las coincidencias se encuentra que la petición formal debe nacer desde la ciudadanía en los tres meses posteriores al primer trienio de mandato. Deberá solicitarla al menos el 3% de la lista nominal de electores de diecisiete entidades federativas; y luego de su aprobación, deberá someterse a una estrategia de difusión a cargo del INE (objetiva, imparcial y con fines informativos), pero abierta a la promoción libre por parte de los partidos políticos. Bajo ese tenor, puede parecer un ejercicio plural y basado en la concertación que desde el control ciudadano se pueda revocar o ratificar al presidente de la República, sin embargo, el hecho de que para ser vinculante se requiera el 40% de los electores, pone cuesta arriba cualquier ejercicio de democracia directa.
Lo anterior, si se deja de lado que es una solicitud complicada para la ciudadanía “de a pie”, puesto que recabar las firmas correspondientes a 2.7 millones de personas en diecisiete entidades federativas, requiere de organización ciudadana que difícilmente sería espontánea y autoorganizada.
Lo anterior no excluye el hecho de que sea un mecanismo histórico para un país que tiende a reiniciarse cada seis años. La relevancia política y democrática radica en el hecho de que un gobierno –por más apoyo popular que lo legitimase al inicio del mismo– no puede avanzar desde la creencia de que todo estará bien. Es el pueblo por sí mismo el que tiene la facultad de quitar a esos representantes electos. Sin embargo, antes de echar a andar el mecanismo, es trascendental reparar en las implicaciones políticas y sociales, gastos del erario público y, sobre todo, en inversión de construcción de ciudadanía. Porque si al final del día es un mecanismo para cerrar con una mayor “victoria moral” frente a los adversarios o para fortalecer la imagen propia el resto del periodo, quizá sea momento de conseguirlo haciendo lo que desde un inicio se le encomendó: gobernando. No hay que desgastar a la democracia participativa, pues cuesta mucho trabajo levantarla, y como casa de naipes, puede derrumbarse si no se le cuida.
1. Cabe señalar que, aunque la encuesta Latinobarómetro arroja esos datos, en México se realizó la ENCUCI 2020, en la cual las mismas instituciones presentan distintas percepciones: partidos políticos, 22.9% de confianza; el gobierno federal, 52.5%; el INE, 59.6%
2. De acuerdo con Yanina Welp, los primeros esbozos de este mecanismo fueron delineados por Antonio Gramsci, Vladimir Lenin y Rosa Luxemburgo.