La protección de la paridad en una reforma electoral
Antes de especificar qué tipo de reglas deberían considerarse en cualquier reforma electoral para seguir fortaleciendo la participación política de las mujeres, es importante tomar en cuenta el contexto que llevó a convertir este tema en una prioridad.
El camino hacia la igualdad entre mujeres y hombres lleva años en construcción en nuestro país. Se remonta a la época de las sufragistas, cuando se luchaba por el derecho al voto femenino y, con ello, por su representación en cargos de elección popular. Sin embargo, desde el reconocimiento del sufragio universal hasta la existencia de una representación numérica significativa de mujeres en la política transcurrió más de medio siglo.
Desde ese reconocimiento al voto, las mujeres han estado considerablemente subrepresentadas. Al finalizar el siglo XX, surgieron reformas importantes en el ámbito electoral mexicano que impulsaron la transición hacia un sistema democrático. No obstante, en los primeros años de esta transformación política y de vida democrática, las mujeres seguíamos sin figurar en la agenda política.
A medida que se consolidaba un Estado democrático de derecho, la sociedad comenzó a ser más proactiva en la exigencia de la protección de sus derechos. Esto condujo a que diversas demandas llegaran a instancias internacionales, lo que derivó en sentencias emblemáticas de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (en adelante, Corte IDH). Estas resoluciones impulsaron la reforma constitucional en materia de derechos humanos y establecieron la obligación de analizar los casos que involucraran los derechos de las mujeres bajo la metodología de juzgar con perspectiva de género.1
Esta categoría surgió, en particular, a partir de la sentencia del caso Campo Algodonero, en la que se determinó que estereotipos y prejuicios de género habían llevado a una respuesta ineficiente en la investigación de crímenes contra mujeres jóvenes. Dicha resolución obligó a diversas autoridades, y en particular a juezas y jueces, a identificar las asimetrías existentes entre mujeres y hombres. En el ámbito electoral, esto permitió visibilizar la necesidad de implementar acciones concretas y de exigir a los actores políticos y partidos fortalecer la participación de las mujeres para que accedieran a cargos de elección popular.

Estos primeros pasos fueron los que comenzaron a impulsar de manera efectiva la participación de las mujeres en la vida política mexicana. A partir de ahí, su presencia se fue consolidando en la agenda política y, en consecuencia, en las reformas constitucionales. Así, se logró una de las reformas más importantes en materia de protección de los derechos de las mujeres: la inclusión del principio de paridad en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos (en adelante, Constitución) (DOF: 10/02/2014).
El propósito de otorgarle a este principio rango constitucional era lograr una mejor comprensión de por qué las mujeres debían ocupar cargos en la misma proporción que los hombres. Esto respondía a la necesidad de garantizar una representación política más equitativa. Es decir, si la sociedad está conformada por un 50 % de mujeres y un 50 % de hombres, esa misma proporción debe reflejarse en los distintos ámbitos de representación política. Esta visión concuerda con lo planteado por la politóloga Hanna Pitkin (1985), quien señala que dicha medida contribuye a una representación más efectiva de los intereses y necesidades de este grupo, ya que las personas ajenas a un colectivo difícilmente comprenden en su totalidad sus demandas y problemáticas.
Esa lógica, basada en la representación sustantiva, ha sido el principal motor para garantizar la igualdad entre mujeres y hombres en las reformas electorales más recientes. Además, es un camino que debe continuar para incluir progresivamente a otros grupos históricamente excluidos de la agenda política. Este esfuerzo ha sido evidente, especialmente en la última década, no sólo a través de la legislación nacional, sino también mediante diversas acciones y decisiones emanadas de los tribunales e institutos electorales.
Actualmente, se encuentra en construcción una nueva reforma electoral, una que responda a las dinámicas y transformaciones más recientes. En mi opinión, esta y otras reformas deben edificarse sobre una base mínima. En materia de paridad, igualdad y representación política, ese piso mínimo debe ser la garantía de que al menos el 50 % de los cargos sean ocupados por mujeres.
¿En qué consiste y ha consistido garantizar ese piso mínimo? En el establecimiento de diversas reglas y acciones afirmativas que aseguren el cumplimiento del principio de paridad. Si se hubiera dejado a la libre interpretación de actores y fuerzas políticas, la subrepresentación de las mujeres habría persistido. Algunas de esas acciones y reglas son las siguientes.
Cuando el principio de paridad se incorporó a la Constitución mediante la reforma de 2014, su aplicación se limitó a garantizar la paridad entre mujeres y hombres en los congresos federal y locales. A partir de esta reforma surgió una de las primeras reglas fundamentales: garantizar la paridad de forma horizontal, vertical y transversal.2
La paridad de género vertical es una acción afirmativa diseñada específicamente para las candidaturas que se postulan bajo el principio de representación proporcional. En este esquema, los partidos políticos elaboran listas para sus postulaciones en diversas candidaturas, y anteriormente, estas listas estaban conformadas en su mayoría por hombres.
Frecuentemente, cuando se incluía a mujeres en dichas listas, no se les asignaban los primeros lugares. Para corregir esta situación, se estableció la paridad vertical, una medida que exige que las candidaturas se integren alternadamente por mujeres y hombres en la misma proporción, de forma secuencial y alternada. Además, establece que la cabeza de las listas también debe rotarse entre géneros, impidiendo que, como ocurría anteriormente, sean encabezadas únicamente por hombres.
Por su parte, la paridad horizontal se implementó para las candidaturas bajo el principio de mayoría relativa. Su objetivo es garantizar que, en diputaciones, presidencias municipales o gubernaturas, las mujeres sean postuladas en la misma proporción que los hombres.
Finalmente, la paridad transversal busca evitar que las mujeres sean candidatas únicamente en aquellas regiones (estados, municipios o distritos) donde un partido político tiene pocas probabilidades de ganar, una práctica que era común. Para ello, se establecieron bloques de competitividad, que generalmente se dividen en niveles de alta, media o baja votación (en ocasiones, sólo en alta y baja competitividad). Estos bloques se definen con base en los resultados de las elecciones inmediatas anteriores, identificando en qué zonas un partido tiene mayores probabilidades de triunfo y asegurando que la postulación de mujeres y hombres sea paritaria en esos contextos.
Derivado de estas reglas, el Congreso Federal de 2018 se integró prácticamente de manera paritaria, lo que permitió impulsar la reforma de 2019 sobre “paridad en todo” (DOF: 06/06/2019). Esta reforma estableció paridad en los tres poderes de la Unión (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) y en los tres órdenes de gobierno (federal, estatal y municipal).
Con esta nueva reforma, surgió otro debate interesante sobre la integración de órganos colegiados con número impar de integrantes. En distintos niveles de gobierno, ya sea en el ámbito legislativo, municipal o en instituciones electorales, es común que el número de personas que los integran sea impar. Inicialmente, en estos casos, se seguía favoreciendo a los hombres, lo que resultaba en congresos o instituciones conformadas mayoritariamente por ellos, aunque ya fuera por un margen mínimo.
Ante diversas impugnaciones, se estableció una nueva regla: la alternancia de género en órganos impares. Esta medida determina que, cuando un órgano o legislatura se conforme por un número impar de personas, inevitablemente habrá un género mayoritario. Para corregir la desigualdad histórica, se estableció que, si en la integración anterior la mayoría favoreció a los hombres, la siguiente debe favorecer a las mujeres. Esta regla sólo permite repetir la mayoría cuando el género predominante corresponde a las mujeres, en reconocimiento de que ellas han sido históricamente subrepresentadas.3
Bajo esta lógica, se ha argumentado que la paridad 50/50 representa el piso mínimo para las mujeres y no un techo.4 Es decir, si las mujeres llegan a ocupar un mayor número de cargos en comparación con los hombres, esta situación sí está justificada.
Tanto el principio de paridad como las acciones afirmativas implementadas para fortalecer la participación política de las mujeres tienen como objetivo contrarrestar la desigualdad, la discriminación y la exclusión que han enfrentado a lo largo de la historia de México.5 Estas medidas no sólo buscan garantizar la igualdad en el ámbito político y público, sino también transformar el imaginario social para que se normalice la presencia de mujeres en puestos de decisión, y no sólo en roles tradicionalmente asociados con el servicio o el cuidado de otras personas.
En ese imaginario social aún persiste la idea de que la mujer tiene un rol de género determinado, como si fuera parte de un orden natural. Incluso se cree que, si transita a un espacio distinto, descuida sus obligaciones y se apropia de un lugar que “naturalmente” corresponde a los hombres. En otras palabras, se valora a la mujer para el cuidado y la maternidad, pero no para dirigir o liderar, pues se asume que esa tarea la desempeña mejor un hombre.
Estas ideas también alimentan otro fenómeno: la violencia de género. En el ámbito electoral, un avance paradigmático se dio en 2020 con la reforma en materia de violencia política contra las mujeres por razones de género (DOF: 13/04/2020). Sin duda, este fue un paso significativo para sancionar diversas conductas que antes se normalizaban, como la falta de asignación de recursos económicos para las mujeres o formas de violencia más sutiles, como la simbólica, que pasan desapercibidas para la mayoría de las personas, pero cuyo objetivo es desalentar la participación política femenina.
Ahora bien, aunque la violencia política contra las mujeres está claramente definida en la ley, lo cierto es que requiere un enfoque más amplio, ya que se trata de una problemática estructural y sistémica. En ese sentido, también se espera que una nueva reforma electoral prevea la causal de nulidad para aquellos casos en los cuales se determine la existencia de violencia política por razones de género en contra de alguna candidata, y que se fijen las reglas que se estimen pertinentes para que poco a poco se vaya avanzando en erradicar este problema.
Toda mujer que experimenta violencia a lo largo de su vida –ya sea en forma de discriminación constante en distintos espacios– enfrenta una desigualdad que afecta su participación en cualquier ámbito, incluido el electoral. Esta desigualdad impide que las mujeres compitan en condiciones equitativas.
Estas ideas y circunstancias no desaparecen automáticamente sólo porque, en los últimos diez años, un número significativo de mujeres haya accedido a espacios de toma de decisiones, en algunos casos en mayor medida que los hombres. Retomando a Hanna Pitkin (1985), este sería apenas el primer paso: lograr que las mujeres lleguen en número suficiente a esos espacios. Sin embargo, el verdadero desafío es que, de manera sustantiva, quienes accedan a estos cargos comiencen a representar las voces de millones de mujeres.
Durante años, las reglas –tanto formales como informales– fueron creadas desde una única perspectiva: la de los hombres. Por ello, aún hoy resulta difícil comprender por qué estas normas no atienden las necesidades de grupos históricamente desfavorecidos, a pesar de que muchas de ellas ya han sido incorporadas en la legislación de las entidades federativas.
En este sentido, el piso mínimo de la paridad seguirá siendo necesario hasta que las mujeres dejen de estar en desventaja y estas nuevas reglas se interioricen en la sociedad. Para lograrlo, es fundamental que en su creación participen los diversos grupos que conforman nuestra sociedad y que desaparezca la pregunta: “¿Por qué una mujer ocupa un cargo que le corresponde a un hombre?”.
Siguiendo esta lógica, cualquier reforma electoral debe insistir en garantizar la paridad y en reforzar las diversas acciones establecidas para su cumplimiento. Sólo así se podrá erradicar la violencia de género y normalizar la presencia de mujeres en roles de liderazgo y toma de decisiones en todos los ámbitos.
1 En 2009, en el mes de noviembre, se emitieron dos sentencias relevantes: la de González y otras (conocida como Campo Algodonero) (Corte IDH, 2009) y, pocos días después, la de Radilla Pacheco (Corte IDH, 2009), y estaban en proceso de revisión los casos de Fernández Ortega (Corte IDH, 2010), Rosendo Cantú y otra (Corte IDH, 2010) y Cabrera García y Montiel Flores (Corte IDH, 2010) (este último conocido como el caso de Inés y Valentina), relacionados con denuncias de violencia sexual, detenciones arbitrarias y tortura cometidas por militares contra personas indígenas.