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¿Qué justicia nos espera?

Quizá deberíamos soltar el pudor


¿Qué justicia nos espera? Es la pregunta que fluye en el aire derivado de la reforma constitucional al Poder Judicial de la Federación, publicada en el Diario Oficial de la Federación el 15 de septiembre de 2024, y que vinculó [en su considerando octavo] a los diversos congresos de los estados de la república a realizar las respectivas reformas estatales.  

El contexto ya está dado, la reforma es un hecho y la elección sucederá ¿Qué podríamos hacer desde nuestra trinchera? Quizá, al menos, no sentir pudor al reflexionar, debatir y expresarnos sobre el tema. Hegel, filósofo alemán, decía que el conocimiento y, por ende, la evolución surge de cuestionar una idea (tesis) con otra idea distinta (antítesis) que da como resultado una conclusión (síntesis), es decir, un nuevo pensamiento o reflexión.


El Poder Judicial atraviesa una transición histórica y sumamente importante cuyos alcances aún no se puede medir, esto por varias razones, pero primordialmente por la forma en que ahora serán designadas las personas juzgadoras titulares de los diversos órganos de impartición de justicia en México: a través del voto popular. 


Antes de esta reforma las personas titulares del Poder Judicial llegaban -al menos en muchos de los casos- a ese lugar, además de los estudios pertinentes, por meritocracia, excelencia y la exigencia de una carrera judicial que implicaba realizar exámenes o cursos para poder ir ascendiendo el escalafón hasta llegar a la posibilidad de concursas por la titularidad; para ser juez o jueza debía realizarse un concurso de oposición que constaba de diversas etapas y la realización de un riguroso examen, y para obtener el triunfo también sumaban puntos otros aspectos, como los grados de educación [licenciaturas, maestrías o doctorados] de la persona concursante. Solo después de tener este cargo podría continuarse concursando por una magistratura. 

Particularmente, la designación de integrantes de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación era distinta, pues las designaciones de quienes serian titulares de estos máximos órganos recaían más bien en un concurso o procedimientos ante el Poder Ejecutivo y el Senado de la República y respecto del Tribunal Electoral además del Senado participaba la Suprema Corte referida [artículos 96 y 99 del texto constitucional abrogado]. 

Ahora, la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos reformada establece en su artículo 96 que las Ministras y Ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Magistraturas del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, Magistraturas del nuevo Tribunal de Disciplina Judicial, y de Circuito, así como Juezas y Jueces de Distrito, serán elegidos de manera libre, directa y secreta por la ciudadanía mediante la celebración de elecciones federales ordinarias.

Al margen de lo que implicará todo el proceso electoral de los órganos jurisdiccionales y de las abismales diferencias que guardarán las reglas de su elección con la del sistema de partidos políticos, como por ejemplo no contar con financiamiento público ni privado ni tiempos en radios y televisión, se respira la incertidumbre respecto de los perfiles que finalmente la ciudadanía dotará de legitimación, con su voto, para ejercer esos importantes cargos de impartición de justicia en México. 


La definición más conocida de “Justicia” probablemente es aquella expresada por el jurista Ulpiano (recordando las clases universitarias de derecho Romano), quien decía que “la justicia es la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno su propio derecho (o lo suyo)”, es un concepto clásico que además suena sencillo, pero no lo es. John Rawls, por otra parte, señala (en Teoría de la Justicia) que en la relación social, unos con otros “el sentido de justicia puede definirse como la capacidad moral que tenemos para juzgar cosas como justas, apoyar esos juicios en razones, actuar de acuerdo con ellos y desear que otros actúen de igual modo”. 

A partir de esas nociones podríamos reflexionar ¿Qué necesita una persona para que podamos reconocer que tiene la capacidad debida de decidir qué le corresponde, de manera justa, a otro? las dos premisas más debatidas -con motivo de la reforma, por supuesto- quizá rondan en las siguientes ideas (i) que la persona juzgadora tenga estudios en derecho, preparación, carrera judicial y sobre todo experiencia suficiente específicamente en materia de impartición de justicia, o (ii) que la persona juzgadora tenga estudios en derecho (con un promedio específico) y experiencia laboral en cualquier área a fin; claro, además de principios, ética y moral intachable en todos los casos. 

Desde otra óptica, también podríamos cuestionarnos ¿Quién tiene la calidad moral y ética suficiente para decidir sobre la capacidad de otra persona de ser buena juzgadora?, ¿Por qué no podría decidirlo la ciudadanía a través de su voto, siempre que los perfiles postulados sean los idóneos? o ¿Cuáles serían los mecanismos rotundamente idóneos para determinar quién sería una buena persona juzgadora? 

No puedo afirmar que no cualquier puede impartir debidamente justicia e incluso creo que toda persona con un perfil idónea debe tener la oportunidad de intentarlo (como ahora lo permite la reforma), pero sí puedo afirmar -incluso desde mi experiencia en el ámbito jurisdiccional- que impartir justicia no es una tarea para nada fácil y requiere de absoluta vocación. 

Impartir justicia es una labor compleja, no solo porque se requiere de una gran responsabilidad, humanismo, integridad y compromiso social e institucional, sino porque indudablemente requiere bases sólidas, profesionales y personales, sobre lo que implica dirigir un órgano jurisdiccional, requiere de técnica judicial, conocimiento profundo de la ley y de los distintos procesos jurisdiccionales, capacidad analítica y de estudio, entendimiento de conflictos, toma de decisiones rápidas y firmes pero de calidad, capacidad de gestión, liderazgo, visión y entendimiento de las diversas perspectivas que permiten la inclusión de grupos en situación de vulnerabilidad -en un México como este-, respeto a los derechos humanos, garantía de los principios fundamentales como la imparcialidad, la independencia judicial, igualdad, transparencia, eficiencia, equidad, y la lista de requerimientos podría continuar enormemente…

Lo anterior, adquiere aún más complejidad, grado de responsabilidad y conciencia si entendemos que cada juicio no trata de un expediente con hojas de papel, letras en máquina, post-it, párrafos subrayados en marca textos y recibir una quincena; sino que cada expediente trata en su pura esencia de personas, de carne y hueso, sintiéndose vulneradas y confiando en que un órgano jurisdiccional del Estado, liderado por alguien apto, hará justicia en su caso y protegerá sus derechos y libertades, como quiera que deba ser. 

Es incuestionable que el Poder Judicial Federal, y de los diversos estados, necesitaba una urgente reforma con miras a fortalecer los órganos de impartición de justicia en México en favor de la sociedad. Las diversas fallas -imperdonables, por cierto- como el nepotismo, la corrupción y la “justicia” en términos de personas ricas o pobres, impulsaron la necesidad de una reforma que, en manos de quienes la aprobaron, fue profunda y contundente.  

Al margen de los motivos que se tuvieron para la reforma y con independencia de compartirlos o no, personalmente creo que “la perpetuidad del poder en ningún lado es bueno”, es un principio que se tenía muy amalgamado respecto del Poder Ejecutivo y Legislativo, pero nunca se había cuestionado respecto del Poder Judicial porque, creo, se tenía romantizada la figura de la persona juzgadora como aquella incorruptible, pero -y con el perdón de quien lo necesite- el poder precisamente tiende a corromper ¿No habrá estado ahí, precisamente, la falla del Poder Judicial? Hay que decirlo, las personas titulares de los órganos jurisdiccionales finalmente eran -casi- inamovibles y tenían poder. 

Somos parte de la historia de México que ha cambiado al paso de los siglos, a veces de forma drástica a veces no, y seguirá cambiando al futuro sin que ese paso esté -al menos ahora- en nuestras manos; ante el actual contexto, y como buena creyente de la democracia en la que -espero no ilusamente- pongo mi fe, creo que tenemos una oportunidad en el ejercicio de nuestro derecho al voto, un voto informado y razonado. Eso también es una forma de hacer justicia y protestar. 

El ejercicio al voto pasivo constituye un derecho fundamental, pilar de una sociedad democrática, pero también una obligación para la ciudadanía, según lo establecen los artículos 35-I y 36-III constitucional. 

En México esta obligación civil no acarrea consecuencia sancionatoria alguna, a diferencia de otros países como Argentina o Perú en que se multa a quien no votó o no justifique su omisión. Con independencia de que la omisión de votar no nos acarree una consecuencia, es importante concientizar que la reforma ha puesto en las manos de la ciudadanía -lo queramos o no- una gran responsabilidad que, por el bien del país, merece correspondencia.

Como dije al inicio, los alcances de la reforma aún no se pueden medir; así que quizá la última pregunta que me haré en este escrito y que dejaré a la valoración abierta

es: ¿Quién quieres que te imparta justicia? 


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Paola Lizbeth Valencia Zuazo

Sudcaliforniana; licenciada en derecho egresada de la Universidad Autónoma de Baja California Sur, actualmente maestrante en la Universidad Panamericana -campus Ciudad de México- en el posgrado “Derecho Constitucional y Derechos Humanos”.  

Actualmente, se desempeña como secretaria de estudio y cuenta en la Sala Regional Ciudad de México del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, adscrita a la ponencia de la magistrada presidenta María Guadalupe Silva Rojas, siendo su principal labor el estudio de controversias y la proyección de sentencias. 

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