Repensar el clientelismo
Reflexionar sobre el clientelismo hoy en día resulta interesante por varias razones. Una es por la amplitud de espacios en los que se extienden sus redes y otra porque la sola referencia a este tipo de relación en términos de conductas corruptas y corruptoras reduce los márgenes analíticos de un fenómeno de mayor complejidad.
En el ámbito electoral, el enfoque que ha prevalecido es el del clientelismo como práctica corruptora. Para la legislación mexicana, en concierto con los estándares de buenas prácticas internacionales en materia electoral, este tipo de prácticas conllevan efectos perversos en nuestras democracias y por lo mismo son susceptibles de sanción.
En ello hay razones. Los actores políticos que gozan de mayor poder y capacidad de influencia, es decir los partidos políticos, recurren a este tipo de prácticas para conseguir el mayor número posible de votos para acceder a los diferentes cargos de elección. Cuentan para ello con maquinarias bien coordinadas que se hacen presentes mediante recursos materiales y simbólicos que las personas intermediarias se encargan de poner a disposición de las clientelas.
En términos legales, este tipo de conductas están prohibidas y ameritan sanciones. De acuerdo con la Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales en su artículo 209, numeral 5 “la entrega de cualquier tipo de material en el que se oferte o entregue algún beneficio directo, indirecto, mediato o inmediato, en especie o en efectivo, a través de cualquier sistema que implique la entrega de un bien o servicio, ya sea por sí o interpósita persona está directamente prohibida a los partidos, candidatos, sus equipos de campaña o cualquier persona. Dichas conductas serán sancionadas de conformidad con esta Ley y se presumirá como indicio de presión al elector para obtener su voto”.
Pero esto es solo la cara de un fenómeno de dimensiones caleidoscópicas. Los enfoques centrados en la compra del voto omiten la observación de una serie de redes y posibilidades que trascienden las dimensiones utilitaristas y corruptoras a las cuales se ha asociado tradicionalmente el clientelismo.
En términos generales, el clientelismo se ha definido como una forma de relación de dependencia personal de intercambios recíprocos de favores entre dos personas, patrón y cliente, los cuales controlan recursos desiguales. No obstante, la relación resulta mucho más compleja que la mera manipulación de los dominados por los dominantes y presenta una doble paradoja que implica un tipo de relación que es a la vez voluntaria y obligatoria, interesada y desinteresada, y que además se inscribe en una forma de Estado neo patrimonial (los estados neopatrimoniales son cuerpos institucionales que se estructuran sobre formas jurídicas, no obstante, los funcionarios que se encargan de administrar estas estructuras desvían los recursos de la función pública para procurar sus intereses privados; se caracterizan por adaptar de manera simultánea estructuras políticas modernas y tradicionales, autóctonas y extranjeras, de acuerdo con Médard).
La sola mención de la palabra en un contexto electoral implica asumir la manifestación de una relación jerárquica y desequilibrada mediante la cual se dan intercambios desiguales, asociados generalmente a un tipo de recurso instrumental: los votos por favores que implican dinero, entrega de tarjetas, productos de consumo básico (arroz, frijoles, etc.), productos para las viviendas (tinacos, bultos de cemento), acceso a programas sociales, o promesas de cargos en la administración pública una vez obtenidos los puestos en disputa.
Quizá porque nuestra democracia ha avanzado con mayor fuerza por la vía electoral, es que la observación del fenómeno clientelar se ha centrado en este ámbito. No obstante, hay miradas que lo observan desde otras perspectivas, lo que enriquece su análisis y comprensión.
Puede verse en términos de un concepto addenda donde las formas institucionales modernas y el clientelismo no solo son compatibles sino complementarias ya que las formas constitucionales no satisfacen todas las necesidades de la comunidad y de sus miembros, y las relaciones diádicas proveen el marco adicional necesario para satisfacer necesidades individuales bajo formas voluntarias o selectivas cargadas de afecto, según Günes-Ayata.
Desde este enfoque, las redes clientelares son parte de los mecanismos mediante los cuales las instituciones pueden incorporar las demandas y necesidades de una gran diversidad de grupos e intereses en una lógica de eficiencia institucional. Las mismas redes asumen funciones de coordinación y conducción que por la complejidad de funciones, mecanismos y tamaño, los estados contemporáneos no pueden satisfacer.
Javier Auyero ha colocado esta reflexión como un tema fundamental cuando alude a la transformación del clientelismo en formas de acción colectiva desde dos perspectivas: redes cuyo mal funcionamiento hace colapsar y transforma la reciprocidad en rivalidad, o redes clientelares bien aceitadas, en buen funcionamiento que soportan la acción colectiva.
Autores como Gurza y Zaremberg han optado por repensar la categoría clientelismo para inscribirla en el léxico de la intermediación política que permite “observar diversas modalidades de política indirecta, descentrando la representación electoral como polo superior y parámetro normativo” y recuperando su significado: “ser medio de” o “estar en el medio de”
Otra propuesta interesante es la de Partha Chatterjee quien contrapone a los conceptos de sociedad civil y ciudadanía para proponer el de “sociedad política” donde incorpora la diversidad de grupos sociales y pobladores, así como un tipo de prácticas y estrategias generadas por ellos en sus luchas por lograr mejores condiciones de vida, las cuales casi siempre transgreden la legalidad instituida. Chatterjee las describe como una serie de soluciones paralegales que utilizan los grupos para la obtención de mejores condiciones.
El análisis de Chatterjee permite ampliar el horizonte para observar que las relaciones que tradicionalmente hemos leído en clave clientelar ocupan un espacio analítico singular, que, desde el punto de vista de la gubernamentalidad, permite comprender a la población que recurre a este tipo de soluciones paralegales en una categoría analítica funcional para la garantía de derechos y la solución de problemas. Se trata de una propuesta que toma distancia de las concpeciones occidentales de ciudadanía en términos liberales para plantear una forma política de hacer exigibles derechos sociales.
Sin duda, repensar el clientelismo en el espacio electoral pero también fuera del mismo permite ampliar nuetsra capacidad de análisis y observar dimensiones generalmente olvidadas cuando lo circunscribimos al terreno electoral. Otro autores como Robert Gay por ejemplo, han visto en las redes clientelares un importante potencial para la construcción de capital social mediante intercambios que presentan tanto elementos jerárquicos como relacionales y de organización colectiva e identidad.
El trabajo de Gay es relevante porque aporta elementos para distinguir entre formas clientelares que promueven la consecución de beneficios particularistas y formas que logran beneficios colectivos en términos de capital social.
Lo que parece interesante recuperar en este espacio son reflexiones que permitan pensar más allá de la dimensión electoral. Más allá de las redes de inequidad personalistas, los intercambios suelen ser complejos y no adscribirse en exclusiva al particularismo. Pueden también extenderse hacia la generación de beneficios colectivos.
Desde estas revisiones es posible entender las relaciones clientelares como formas de intercambio político, participación e intermediación, basadas en arreglos que combinan elementos jerárquicos, relacionales, de apoyo y organización colectiva e identidad para facilitar el intercambio o acceso a recursos que pueden ser instrumentales (políticos y económicos) y expresivos o simbólicos (promesas de lealtad y solidaridad) y cuyos mecanismos de relación y representación de intereses incorporan formas tradicionales de cooptación y corrupción pero también formas de deliberación y negociación características de sociedades plurales.
Hay todavía mucho por avanzar en los estudios sobre las formas de relación clientelares. Líneas recientes de investigación abordan la perspectiva de género para comprender el papel que juegan las mujeres en este tipo de redes, que en ocasiones parecieran de sumisión a los liderazgos masculinos pero que también funcionan para la constrcción de espacios de independencia que les permiten tejer sus propias redes –vinculadas a los asuntos de cuidados y apoyos en sus comunidades, y también a los electorales.
Así como Gay observa el potencial para construir capital social a partir de redes clientelares, desde una perspectiva de género también es posible encontrar nuevas rutas que desdibujan el carácter corruptor con el que solemos etiquetar este tipo de relaciones.