¿Dónde queda el centro?

Discurso de agradecimiento a la recepción del Premio en Derechos Humanos
«Ramón Sánchez Medal 2020», en la categoría internacional, otorgado
por la Comisión Mexicana de Derechos Humanos en el marco del Día
Internacional de los Derechos Humanos.

 

Mi primera celebración del Día Internacional de los Derechos Humanos (DH) fue en 1991, en El Salvador, para ser preciso en San Miguel. Fue también el primer encuentro entre los líderes regionales del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional y el ejército de El Salvador en un terreno de diálogo y no en un campo de batalla. Desde ese día los Derechos Humanos han sido para mí un factor de reconciliación nacional –o por lo menos de civilidad política.

Llegué a El Salvador prácticamente en las maletas de Iqbal Riza (antiguo jefe de la oficina del Secretario General de la ONU), después de dos misiones electorales –primero en Nicaragua y después en Haití– con Horacio Boneo (primer director de la división de asistencia electoral de la ONU). En ese tiempo las cosas eran muy sencillas: yo empacaba mis maletas cuando estos dos mentores me lo pedían. El mandato importaba poco, los «jefes» decidían, y si no teníamos el conocimiento necesario, lo adquiríamos en la práctica. Lo más importante para mí, en mi tiempo profesional, es merecer la confianza que ellos depositan en mí, a nombre de la institución.

La primera fase de la misión (ONUSAL) consistía en la observación del respeto de los acuerdos sobre derechos humanos. Como coordinador de los departamentos de San Miguel, Usulután, La Unión y Morazán, estuve a cargo de un equipo de alrededor de una centena de personas en el que participaron abogados, policías y oficiales políticos. Las noches en vela, leyendo los textos internacionales sobre derechos humanos, solo me dieron un vago entendimiento de lo que son esos derechos y ningún instrumento para saber cómo observarlos.

Pero en el hacer, aprendí. El coronel jefe de la 3ra Brigada de San Miguel se convirtió en un amigo. Un día, mientras le explicaba que era necesario hacer un esfuerzo para respetar los derechos fundamentales, me tomó del hombro y dijo «Dong, si tuviera tu salario, tu estabilidad y tu residencia, yo también sería un férreo defensor de los derechos humanos». Lucidez de su parte y, por la mía, una lección de humildad. En efecto, ¿quién soy yo para dar lecciones de conducta?

Un día, en San Miguel, un hombre se presentó en mi oficina para denunciar el maltrato y abuso que había sufrido por parte de la policía municipal. Ojos vendados, cachetadas e insultos. Uno de mis colaboradores, que era policía, le preguntó: «¿Es verdad que cometió un robo a mano armada?» «Sí, es verdad, pero no se los dije a ellos», contestó. «Entonces, ¿de qué te quejas?».

Fue un primer shock. Sabemos que todas las comunidades de seres humanos necesitan tener un cierto sentido de la justicia. Sabemos también que los peores criminales tienen derecho a un juicio, prueba de su dignidad y de la nuestra. Hannah Arendt lo ha explicado. Una justicia sin ley es una justicia sumaria (la excepción es la de los campos de batalla), y una ley sin justicia sería la ley de la selva.

¿Cómo explicarlo en 10 minutos a un colega apenas graduado de la escuela de policía y apasionado de su trabajo?

El segundo shock: una joven de 19 años, trabajadora sexual, denuncia a un policía por violación. Sabemos que este tipo de asunto es complejo. Es la palabra de una contra la palabra del otro. Y el estatus social de las partes puede influir en un juicio sesgado.

Después de una investigación rápida nuestra interpretación fue que no hubo violencia, pero sí falta de respeto del contrato: el individuo se fue sin pagar.

Fui a ver al jefe del policía para sugerirle –lo que yo creía– fuese una sanción apropiada: una suspensión de una semana y una compensación a la señorita con el pago de 10 veces su tarifa (las cachetadas ya habían sido propinadas antes de que yo llegara). La División de Derechos Humanos de ONUSAL me llamó para decirme que no había entendido nada de lo que son los derechos humanos. Hay que respetar el debido proceso, el cual consistía en presentar al culpable ante los tribunales correspondientes con una defensa financiada por la misión. La sentencia solicitada consistió en tres meses de cárcel y la separación definitiva de su cargo en la policía. Así fue.

A la salida de la cárcel, en escasas semanas, el ex policía se convirtió en un bandido y lo mataron durante un asalto. Su viuda fue a mi oficina para pedirme ayuda, dado que había dejado huérfanos a tres hijos. La respuesta de la División de Derechos Humanos fue: no es nuestro mandato, que busque el área de asistencia social. Mientras tanto, la joven en cuestión había regresado a su negocio.

La lección que saqué fue que los DH no son sólo un asunto de normas y aplicación de la ley. Son, en primera instancia, un asunto de seres humanos.

Es así que, de manera tangencial dado que sólo me ocupaba de manera indirecta de derechos humanos a través de asuntos electorales entendí que, más allá de las convenciones internacionales, estos derechos no pueden ser la política, sino que necesitamos reflexionar sobre una política de DH. ¿Cuál es la diferencia?

Me permito recordar que la Declaración Universal de los Derechos Humanos, adoptada en 1948, constituye la base de nuestro mandato y actuación. Esta misma Declaración es hija de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América en 1776 y de la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, de 1789.

En concreto, los derechos fundamentales, como el derecho a la vida, a la dignidad, a la libertad de expresión y a la felicidad, entre otros, son derechos que no son concedidos ni demandados. Son derechos proclamados por ciudadanas y ciudadanos; y la razón de ser de un sistema –al que nombramos democrático– es garantizar estos derechos.

El Libro XI de El Espíritu de las Leyes, de Montesquieu, el cual se enfoca en la construcción de instituciones de poder, así como en sus relaciones (cooperación, competencia e incumbencia), tiene como principal objetivo defender el derecho a la libertad. La idea de construir un pueblo con derechos es una idea de intelectuales en búsqueda de originalidad. El pueblo francés en armas en 1789, la movilización de Martin Luther King en 1965, la lucha por décadas del Congreso Nacional Africano de Sudáfrica o la Primavera Árabe en 2010 fuieron, entre otros, los que condujeron a la construcción de instituciones a la medida de las exigencias populares.

Decir que los DH son lo esencial de una política es asumir un cierto paternalismo que consistiría en decir: los derechos humanos están en la base de nuestra política que consiste en defender sus derechos. Hay una diferencia enorme entre proporcionar la felicidad al pueblo (el discurso de todos los regímenes autoritarios) y el derecho del pueblo a la felicidad. Esto también implicaría ignorar que los derechos cambian y se diversifican, y que su defensa debe también adaptarse a los cambios.

Cuando fui enviado a Afganistán en 2003 para participar en la organización de las elecciones, entendí claramente que los derechos acordados no son derechos proclamados. Cuando los soviéticos llegaron para ocupar el país en 1979 prohibieron el uso de los «burkas» e impusieron escuelas mixtas. En abstracto, son medidas positivas. Pero en el contexto de la ocupación, estas medidas fueron nefastas para las beneficiarias potenciales: granadas contras las escuelas y ataques con ácido a las mujeres que no llevaban el velo, etc...1

¿No sería probablemente más deseable dejar florecer el deseo de la ciudadanía y que ésta, con la ayuda de la educación de todos, permitiera fortalecer la voluntad de tener una identidad política y cívica autónomas, factores fundamentales de la emancipación?

Es una pregunta especulativa porque solamente la población afgana (ellas) tiene la respuesta válida.

Decir que se necesita una política de derechos humanos es, por lo contrario, decir que, frente a ciudadanos que han decidido defender los derechos que ellos mismos han proclamado, las autoridades tienen la obligación de encontrar soluciones políticas e institucionales para proteger y reforzar estos derechos.

Esta es la razón por la cual la política no puede limitarse al debido proceso ni a un conjunto de derechos existentes, sino los que pueden venir en el futuro. Debe abrirse a otros campos de acción, llámese política social (justicia social) o económica (o sanitaria en el contexto de la pandemia), del refuerzo de la arquitectura del sistema democrático a través del sufragio universal, el estado de derecho constitucional, el pluralismo y la civilidad política.

Gracias a las lecciones de mis mentores –a quienes ya mencioné– y a cientos de horas de discusión con actores reales de la vida política y social, he logrado hoy en día entender que –en el fondo– la ciudadanía es el fundamento de esta política.

Tuve la oportunidad y el privilegio de haber participado en esta labor, entre otras, con la Comisión Mexicana de los Derechos Humanos. Por ello, el que me haya otorgado este premio es un honor. Pero este honor se acompaña de una exigencia: alejarse de la concepción paternalista de los Derechos Humanos y participar en la construcción de una concepción ciudadana de estos derechos.

Este premio es otorgado a un individuo, pero el mérito es el de muchos más: los ex colegas de las distintas misiones de paz de las Naciones Unidas, los miembros de la sociedad civil en México, así como los de Nicaragua, Haití o Sudáfrica. No podría nombrar a todas y todos, pero se reconocerán en el recuerdo de las discusiones acaloradas que tuvimos sobre este tema.

Permítanme, amigos de la Comisión aquí presentes, y amigos y colegas lejanos, presentarles mi más profundo reconocimiento.

Gracias y mil veces gracias.

1 De hecho, la prohibición de usar el burka es ambigua. Puede entenderse como una forma de liberación de la mujer afgana o como un ataque frontal a las tradiciones del país. La historia nos dice que las mujeres nobles portaban el burka antes de que esa práctica se hubiera impuesto en las tribus pashtun.

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Dong Nguyen Huu

Experto en temas electorales.

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