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Entre lo popular y lo electoral: la Constitución olvidada

La elección más grande de nuestra historia se ha celebrado ya. Los resultados están a la vista. Habrá impugnaciones ante los tribunales electorales y, una vez cerrada la etapa de calificación de las elecciones, vendrán los debates sobre el futuro de la representación política y del país.

Sobre el primer aspecto, en principio, la impugnación de los resultados electorales es un derecho constitucional básico para la defensa de los derechos y principios constitucionales. No obstante, su ejercicio se justifica plenamente cuando existen elementos que generen incertidumbre o condiciones que respaldan seriamente un planteamiento de nulidad. La impugnación como mera estrategia política resulta infructuosa en lo jurídico y riesgosa en lo político.

Al respecto, se suele aludir a cuatro estrategias judiciales frente a procesos políticos que son también estrategias políticas: las estrategias de connivencia o de ruptura; el litigio estratégico-estructural o el litigio dilatante o rampante.

La estrategia de connivencia, a diferencia de la ruptura (más próximas ambas a los procesos penales como lo destacó Vergès,[1] pero aplicables a otros procesos judiciales), respeta la legitimidad de las reglas institucionales y procesales y asume sus consecuencias (incluso las adversas) como una muestra de civilidad política o como un sacrifico estoico a fin de evidenciar la injusticia del sistema. La estrategia de ruptura, por su parte, cuestiona la legitimidad del sistema y revierte simbólicamente la relación procesal entre las partes y el juez, poniendo en tela de juicio al sistema en su conjunto. Como lo señala el propio Vergès, ésta última estrategia puede resultar más eficaz si lo que se busca es la pérdida de legitimidad de la autoridad; la incertidumbre procesal, la empatía social o la opacidad de los hechos.

El litigio estratégico-estructural, por su parte, busca más que legitimar o deslegitimar al sistema de justicia, su eficacia, a partir de una finalidad específica, consistente en la transformación de las condiciones sociales imperantes que generan desigualdad, discriminación o exclusión política y social; asimismo, procura el cambio en las reglas procedimentales de forma tal que el proceso sea más deliberativo, abierto o justo. Finalmente, la estrategia de litigio dilatante o rampante busca demorar o posponer, en la mayor medida posible, la resolución del asunto para obtener ganancias económicas, sociales o políticas que de otra forma no podría obtener o que se perderían si no se hace.

Evidentemente, puede haber múltiples estrategias en un litigio postelectoral, las causas pueden justificarse ante la evidencia de irregularidades sustanciales o ante causas que requieren una respuesta judicial imperiosa frente a lagunas, contradicciones, omisiones o injusticias del propio ordenamiento jurídico. Cada actor político cruza el umbral de los tribunales con sus pretensiones, argumentos, estrategias y expectativas. Todas deben obtener una respuesta judicial.

Ahora bien, concluida y defina la dimensión cuantitativa de la representación política y su legitimidad de entrada; vendrá el momento para evaluar la dimensión cualitativa de la representación y su legitimación a través del ejercicio del poder político.

Esto se reflejará en el previsible debate sobre la necesidad y el contenido de una nueva constitución (y un nuevo constituyente), de una constitución renovada o abreviada, o de una reforma estructural de la constitución vigente.

Hasta el momento los planes anunciados por el Presidente hacen pensar que una alternativa será acelerar el proceso político a costa del proceso democrático y aprobar, sin más, y con una deliberación deficiente o escasa, reformas de enorme envergadura institucional. Otro camino, más reflexivo, puede privilegiar el debate y el proceso democrático y abrir los espacios para la deliberación y la discusión no sólo con las minorías políticas parlamentarias, sino también con los diferentes sectores implicados de la sociedad.

Esto es, podemos seguir fomentando la miopía histórica y el daltonismo político que solo mira lo próximo y lo uniforme, sin capacidad de mirar lo diverso y lo distante, o transitar a un proceso más deliberativo, acorde con la pluralidad política, social y cultural del pueblo de México, y abrir los espacios, no sólo del parlamento, sino también de los medios de comunicación y de otros ámbitos (como la academia), a las alternativas constitucionales que se requieren para construir un modelo político, económico y social que responda a las exigencias de igualdad, justicia y dignidad, lo mismo que dé seguridad, eficacia, transparencia y rendición de cuentas.

Estamos en el umbral de un nuevo momento constitucional; dado que la conformación de mayorías calificadas parlamentarias permite ajustes estructurales significativos en el diseño institucional, así como en aspectos sustanciales en materia económica, de representación política, de promoción cultural y de desarrollo social. Un proceso democrático de reforma constitucional debería preferir la deliberación sobre la imposición mayoritaria, así como la inclusión sobre la exclusión en la participación de la ciudadanía.

En la actualidad, se reconoce que la representación política no se agota en la representación electoral, que existen otras formas de representación popular y societal, y que si bien el parlamento es el foro por antonomasia de la representación política, no debiera ser el único, y menos tratándose de reformas constitucionales de gran calado, donde es preciso escuchar la mayor cantidad (o todas) las voces que vayan a verse afectadas o implicadas.

Llama la atención la ausencia en México de mecanismos plebiscitarios de entrada y de salida para las reformas constitucionales. La apertura del proceso democrático a partir de mecanismos de consultas y asambleas populares y comunitarias, así como de referendos de entrada y de salida pueden demorar el proceso de reforma, pero contribuyen a su legitimidad al propiciar un modelo de constitucionalismo más participativo.

Además de la apertura dialógica del proceso democrático y legislativo, es preciso también generar un debate en torno a la idea misma de constitución y constitucionalidad democrática. De hecho, debiera ser un debate previo y urgente.

La idea de Constitución (su valor, sus principios, sus fundamentos) como piedra angular de la arquitectura y la ingeniería social e institucional de nuestra nación –una nación diversa, plural y marcadamente desigual que requiere de acuerdos estructurales y no sólo coyunturales. Sin una visión relativamente clara de la Constitución –considerando tanto el sistema de derechos (nuevos y viejos) y de sus garantías, como el diseño y estructura institucional, la “sala de máquinas” (Gargarella dixit),[2] que permite la desconcentración del poder, establece “frenos y contrapesos” y define la llamada “constitución económica”– es difícil construir una cultura constitucional que garantice el debate y haga efectiva la representación política, al tiempo que genere un contexto de exigencia y crítica al poder, y en defensa de los derechos y las libertades desde una perspectiva interseccional e incluyente.

El debate en torno a la reforma al poder judicial, por señalar uno de los más complejos, requiere la definición de cuál es el papel que le corresponde como garante de los derechos del pueblo y de la Constitución, lo mismo que de la seguridad jurídica e institucional. Para ello es preciso pensar en el mejor modelo de justicia constitucional acorde con la idea de un Estado constitucional y democrático.

En este debate, todas las voces deberían ser escuchadas. Por supuesto que hay diferentes opiniones y perspectivas en torno a tan relevante tema. Las hay conservadoras, populistas (radicales o moderadas), liberales, deconstructivistas, etc. Lo importante es que se analicen las alternativas y las consecuencias frente a los derechos de la ciudadanía y las garantías de estabilidad del sistema jurídico, más allá de las diferencias políticas o personales entre quienes integran los poderes públicos.

No hay tribunal en el mundo que no se encuentre siempre en la encrucijada, frente a estrategias de connivencia o de ruptura respecto a un proceso o una sentencia. Siempre una parte encontrará motivos para desacreditar la labor jurisdiccional antes o después, según su estrategia. Siempre también pueden presentarse “fallos” que son verdaderos “errores” judiciales y no sólo sentencias definitivas; en ocasiones, también sus propios integrantes enmarañan la madeja procesal o desarman la maquinaria institucional sin tener la seguridad de cómo enredarla o armarla de nuevo.

Nada de ello justifica un deconstitucionalismo irreflexivo a partir de cambios profundos en la arquitectura institucional sin previa reflexión y amplia deliberación. Se quiera o no, la deliberación es una cualidad de la democracia contemporánea. La politización de la justicia y la judicialización de la política son también rasgos de nuestro tiempo, por lo que deben encontrarse causes institucionales para evitar sus males o reducir sus riesgos. No toda legitimación es electoral, ni lo electoral resuelve todo problema institucional. La elección de jueces puede traer más problemas que soluciones respecto de la legitimidad del poder judicial. Se requiere una visión más amplia y una intervención más quirúrgica.

En general, ni en el gobierno actual ni en los gobiernos anteriores –cuyos partidos ahora son parte de la llamada “oposición”– ha existido una concepción clara de la Constitución. Ni la propia reforma en materia de derechos humanos de 2011 –que para muchos implicó un nuevo paradigma constitucional– encuentra en la práctica institucional y en las políticas públicas congruencia y consistencia: El tema de las restricciones constitucionales es un buen ejemplo.

Debemos añadir que los desacuerdos y la desconfianza (como sugiere Rosanvallon)[3] son parte del proceso político y contribuyen a la legitimidad del sistema cuando se orientan a la participación ciudadana por medio de un pueblo más vigilante y crítico frente a las formas de ejercicio del poder, cualquiera que sea su origen, público o privado, institucional o fáctico. No todo cuestionamiento implica oposición y no toda oposición se reduce a los partidos políticos minoritarios. Hay más voces en la democracia que la de los partidos políticos.

No hay duda de que la exclusión y la desigualdad son algunos de los principales temas que retumban en los oídos de esta tardía modernidad, como latidos de un corazón que requiere cirugía mayor para seguir impulsando la vida en el cuerpo social. Ojalá que quienes tienen en sus manos el bisturí asuman su responsabilidad cuando llegue el momento de entrar al quirófano, y que la retórica partidista ocupe su lugar como parte de una narrativa más amplía que incluya la participación sustantiva de aquellas voces representativas que no se agotan en los emblemas que vimos en la boleta electoral.

La Constitución no es solo un texto, es un contexto, una práctica y una narrativa; un pasado, un presente y un futuro; un sentimiento y una convicción. Los poderes públicos son sus guardianes; todos –en el ámbito de sus competencias– representan al pueblo en una dinámica institucional compleja, pero no toda representación es electoral. El sistema en su conjunto debe responder y representar, de la mejor manera, al interés general y atender las necesidades específicas de los diversos componentes de la sociedad; resultando más urgente la atención de aquellas personas, grupos, comunidades y pueblos que han sufrido y siguen sufriendo discriminación, exclusión, violencias y pobreza; esto es, las necesidades básicas y urgentes de los olvidades de la sociedad, ignorarlas es también una forma de olvido constitucional.

[1] Vergès, Jacques, Estrategia judicial en los procesos políticos, Anagrama, España, 2008.

[2] Gargarella, Roberto, “La ‘sala de máquinas’ de las constitucionales latinoamericanas. Entre lo viejo y lo nuevo” Nueva Sociedad No. 257, Julio-agosto, 2015, https://www.nuso.org/articulo/la-sala-de-maquinas-de-las-constituciones-latinoamericanas/.

[3] Rosanvallon, Pierre, La contrademocracia. La política en la era de la desconfianza, Manantial, Buenos Aires, 2015.


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Mauricio del Toro Huerta

Especialista en derechos humanos y derecho electoral.

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