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La judicialización del discurso político en redes sociales

En 1835, tras su paso por los Estados Unidos de América, Alexis de Tocqueville formuló una observación que ha demostrado ser casi profética: la ineludible migración de asuntos políticos hacia los dominios de los tribunales. Así, el pensador francés no sólo cartografiaba la dinámica constitucional estadounidense, también presagiaba un desarrollo que se manifestaría con creciente intensidad en todas las democracias constitucionales: la expansión de la judicialización que alcanza incluso los recovecos más alejados de la vida pública y política.

La realidad al día de hoy difícilmente podría acallar ese vaticinio. Se podría argumentar que, en la intrincada red de intereses sociales ya no existe un solo tema colectivo o individual que permanezca inmune a la intervención judicial. Ya sea un derecho explícito o un principio implícito, cada aspecto de la vida pública parece haber encontrado un camino, directo o indirecto, hacia las salas de los tribunales (recuerdo, por ejemplo, el llamado ‘amparo grinch’). Este escenario resonaría con la noción del ‘foro de los principios’, un concepto que juristas como Ronald Dworkin pusieron en circulación en la década de los años 80 del siglo pasado para ilustrar la importancia de los tribunales en la articulación de valores y principios democráticos.

En el amplio espectro de la judicialización de la vida pública, uno de los ámbitos más cargados de tensiones y complejidades es indudablemente el político. Lo que está en juego es el riesgo siempre presente de que una intervención judicial excesiva pueda asfixiar el tejido mismo de la política democrática. Este fenómeno adquiere una tonalidad aún más dramática en democracias emergentes o frágiles. En tales contextos, los tribunales se enfrentan a un delicado equilibrio, parafraseando a Samuel Issacharoff: deben, por un lado, ser custodios de los principios democráticos, garantizando que éstos no sean traicionados o deformados.1 Pero al mismo tiempo, tienen la tarea espinosa de calibrar la calidad del proceso democrático mayoritario; de pulirlo cuando sea necesario, y en casos extremos, limitarlo, todo ello sin alienar la ‘voluntad popular’. ¿Cómo pueden los tribunales intervenir en la esfera política sin convertirse en sus árbitros supremos y, en el inter, diluir la vitalidad de la democracia?

En la era del auge tecnológico, marcada por la proliferación de las redes sociales, el fenómeno de la judicialización se ha extendido hasta invadir el discurso político en la esfera digital. Twitter (ahora red social “X”) ofrece un campo fértil para la libre circulación de información y opiniones de todo tipo: actúa como un foro ad hoc para la formación de una opinión pública. Los usuarios participan activamente en la conformación de una esfera pública digitalizada o virtualizada.

La actividad desarrollada en las redes sociales no ha eludido la mirada, cada vez más penetrante, de la regulación y la judicialización. Varios países han promulgado legislaciones específicas para combatir la proliferación de noticias falsas. Además, el discurso de odio en estas plataformas no escapa a las repercusiones legales, al igual que casos notorios de difamación o de ciberacoso. Una preocupación particularmente grave en este ámbito es la misoginia. Por ejemplo, Twitter ha sido criticado por ser un entorno especialmente hostil para las mujeres en el ámbito político. Un caso ilustrativo de esta toxicidad fue el aumento de actitudes misóginas en esa plataforma durante la campaña presidencial de Hillary Clinton en el año 2016.2

Un acontecimiento reciente que ilustra la judicialización del discurso político en las redes sociales en México es el de Ricardo Salinas Pliego. El propietario de TV Azteca enfrentó acciones legales por una serie de mensajes dirigidos contra Citlalli Hernández, senadora por el partido Morena. La senadora presentó una queja ante el INE el 3 de agosto de 2023, acusando a Salinas Pliego de ejercer Violencia Política de Género (VPG) contra ella. De acuerdo con la denuncia, las publicaciones de Salinas no sólo la discriminan al hacer alusiones a su aspecto físico, sino que también vulneran sus derechos político-electorales. Por esas razones Citlalli Hernández solicitó medidas cautelares para la eliminación de dichas publicaciones y una tutela preventiva para que Salinas Pliego y otros usuarios de la red social se abstengan de hacer futuros comentarios que generen VPG. La autoridad accedió a ambas solicitudes y ordenó el retiro de las publicaciones. Recientemente, el caso arribó a la Sala Superior del Tribunal Electoral y hace unos días se hizo público un proyecto de sentencia que ratificaba las medidas impuestas.3

El caso Salinas Pliego se puede convertir en un referente en los debates académicos y jurídicos sobre los contornos de la libertad de expresión en las redes sociales. Este caso pone de manifiesto una serie de interrogantes que invitan a una reflexión más profunda y matizada sobre las tensiones inherentes a la libertad de expresión en el ciberespacio. Uno de los dilemas centrales es, a mi parecer, la jurisdicción competente para abordar estos asuntos. ¿Es el ámbito de las autoridades electorales el más apropiado para delimitar la libertad de expresión en casos que involucran a figuras públicas influyentes, o estamos más bien en el territorio del daño moral, que recae bajo la jurisdicción civil? La elección de una jurisdicción sobre otra podría tener implicaciones profundas en la conceptualización jurídica (y ética) de lo que es permisible en el discurso público en línea. Tampoco el papel de las propias plataformas y sus mecanismos de regulación pueden ignorarse. ¿Qué nivel de responsabilidad deberían asumir estas empresas en la regulación de los intercambios discursivos?

 La incursión del poder judicial en la regulación y adjudicación del discurso político en redes sociales lleva consigo serias ramificaciones para el intercambio libre y fluido de ideas en el ámbito público. Cuando los tribunales se involucran en la regulación y adjudicación de asuntos relacionados con el discurso político en plataformas como Twitter, es innegable que introducen una capa de escrutinio legal que puede tener un efecto disuasorio en la disposición de las personas para participar en discusiones abiertas y honestas. Incluso, podría reducir la calidad del debate público. La resistencia pública de Salinas Pliego a acatar las directivas judiciales sobre la eliminación de ciertas publicaciones de su perfil, como lo ha revelado recientemente, introduce una dimensión adicional al ya difícil panorama de la judicialización del discurso en redes sociales. La desobediencia pone de manifiesto, en los hechos, las limitaciones prácticas en la aplicación de medidas legales en un entorno digital, especialmente cuando la plataforma en cuestión, Twitter, es propiedad de un sujeto de derecho privado como Elon Musk. 

Es indiscutible que las redes sociales se han convertido en una plataforma destacada para el discurso político, permitiendo a las personas expresar sus opiniones, participar en discusiones y compartir información con una amplia audiencia. En sus inicios, muchos de nosotros fuimos proclives a idealizar la capacidad de estas plataformas para catalizar una deliberación pública robusta. Es la nueva ágora de Atenas, decíamos. En este sentido, la formación de una esfera pública ad hoc en Twitter se corresponde con el concepto de la ‘esfera pública’ tal como fue teorizada por el filósofo Jürgen Habermas. 

Habermas conceptualizó la esfera pública como un espacio donde las personas se reúnen como iguales para participar en un discurso racional, intercambiar puntos de vista e información y deliberar sobre asuntos de interés público. Twitter, con su capacidad para facilitar conversaciones abiertas y públicas, puede verse como una manifestación digital de la esfera pública habermasiana. A pesar de la sintonía entre las redes sociales y la teoría habermasiana, hay que reconocer que el propio autor alemán ha abordado los riesgos que generan estos espacios. En una entrevista reflexionó sobre el impacto pernicioso que figuras como Donald Trump han ejercido en la cultura política y el nivel de degradación al que este personaje contribuía continuamente en redes sociales. Sin embargo, con una visión cautamente optimista acerca del papel de estos instrumentos en la vida pública sugirió que “es posible que con el tiempo aprendamos a manejar las redes sociales civilizadamente”.4 

En contraste, debo confesar un nivel de optimismo considerablemente más restringido. La posibilidad de manejar las redes sociales de manera civilizada se aleja cada vez más de nuestro horizonte. Ante este escenario, surge nuevamente la cuestión de si los tribunales deberán contribuir a la formación de un ideal de discusión civilizada en las redes sociales ante el riesgo de que su intervención inhiba el debate público, como se mencionó anteriormente. ¿Es función de las autoridades purificar el discurso público intentando modelar los contornos de un debate ideal en las redes sociales?

El caso de Salinas Pliego suscita reflexiones más profundas y complejas, que me llevan a un ensayo revelador de Jeremy Waldron, titulado “A Right to Do Wrong”. Ahí explora la idea de los derechos morales planteando la interrogante de si estos abarcan una especie de “derecho a hacer el mal”. Waldron sugiere que este derecho proporciona una razón especial para no interferir con la decisión de un individuo de actuar de cierta manera, incluso si esa acción es moralmente incorrecta. Esto no significa que seamos libres de infringir la ley, pero sí sugiere que no todas las consideraciones éticas deben ser objeto de regulación jurídica o de intervención judicial.

Trasladando esta perspectiva al ámbito de las redes sociales, uno podría preguntarse si existe no sólo un “derecho a hacer el mal”, sino también un “derecho a ser un imbécil” en plataformas digitales como Twitter. En el caso de Salinas Pliego, donde la medida de retirar sus mensajes podría considerarse una limitación a la libertad de expresión, emerge la interrogante sobre si los tribunales deberían ser los garantes de una especie de moralidad pública en el discurso en línea, incluso cuando tal decisión pueda justificarse a través de una interpretación de los derechos humanos. 

Pensemos, por ejemplo, en las medidas de reparación que ha exigido la Sala Especializada y que ha llegado a instruir a ciudadanos comunes a fijar disculpas públicas en sus perfiles de redes sociales, una acción que no está exenta de connotaciones simbólicas y éticas. Esas soluciones pueden ser interpretadas como una suerte de estigma digital, reminiscente de la “letra escarlata” del puritanismo, ahora reimaginada para la judicialización en la era digital. Dicho esto, considero que, al menos en el contexto de medidas cautelares, hay una presunción subyacente a favor de la libertad de expresión, inclusive cuando dicha expresión proviene de un individuo cuyas acciones podrían ser moralmente cuestionables. La presunción a favor de la libertad de expresión debería pesar significativamente en cualquier interpretación, incluso si esa libertad es ejercida de manera irresponsable o imprudente.

Podríamos preguntarnos si acaso una intervención judicial demasiado estricta podría inhibir el florecimiento de un debate público vigoroso y diverso. Quizás valdría la pena explorar un enfoque más descentralizado y democrático para moderar el discurso en línea, y delegar la responsabilidad de la autorregulación a las propias plataformas y a sus comunidades de usuarios, pero la autorregulación conlleva también sus propios riesgos y desafíos, como la potencial exclusión de ciertas voces y la perpetuación de prejuicios y sesgos comunitarios. La judicialización de la política siempre conllevará tensiones inherentes en una democracia constitucional. Las cuestiones de interpretación de las leyes y de la constitucionalidad se convierten en ejercicios de equilibrio (algunas veces más bien de alquimia) en este delicado acto. No hay soluciones fáciles. Lejos de poder ofrecer respuestas definitivas o soluciones normativas, nos vemos inmersos en un laberinto de interrogantes y dilemas que parecen resistir una resolución clara y definitiva.

1 Fragile Democracies. Contested Power in the Era of Constitutional Courts, Cambridge, Cambridge University Press, 2015.

2 https://www.nature.com/articles/s41598-023-31620-w

3 https://www.te.gob.mx/media/pdf/5aa63e173b67f6f.pdf

4 https://www.latercera.com/culto/2018/05/12/jurgen-habermas-redes-sociales/

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Leopoldo Gama

Doctor en derecho por la Universidad de Alicante, España. Miembro del cuerpo académico del Centro de Investigaciones Jurídico-Políticas de la Universidad Autónoma de Tlaxcala. SNI nivel 1.

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