El amarre de Morena

Las autoridades electorales, en particular el Instituto Nacional Electoral, han vivido bajo asedio presidencial a lo largo de cuatro años. De manera contumaz el presidente las ataca cotidianamente. Desde su pecho, que sí resultó bodega, alimenta el odio por la institución. 

En este sentido, las más de cincuenta marchas del 17 de noviembre le demostraron la eficacia de su estrategia de polarización. Para no entrar en el juego de las cifras me limitaré a decir: ni el presidente, ni Morena, calcularon la magnitud del rechazo a la reforma electoral; fue contundente la defensa de la autonomía del INE. ¿Cuántos de los manifestantes del 17 de noviembre repudiaron también el proyecto y la gestión de López Obrador? Tratar de adivinar cualquier número absoluto o porcentaje sería inútil, digamos simplemente que fueron muchos. López Obrador hizo del ataque al INE un símbolo, y cuando la realidad le reflejó la profundidad de la polarización que él mismo había cultivado, dobló la apuesta, reaccionó con una demostración de fuerza que pretendió fuera mayor. Sin embargo, el rechazo quedó visiblemente instalado.

En este contexto de polarización exacerbada habrá que entrar al inminente proceso de renovación de cuatro consejerías, entre ellas la de la presidencia. El próximo 3 de abril terminan su periodo de 9 años: Adriana Favela, José Roberto Ruiz Saldaña, Ciro Murayama y el presidente Lorenzo Córdova. En teoría se esperaría que, para esa fecha, estuviesen nombradas las cuatro personas que habrán de ocupar sus lugares. Podemos prever que habrá un proceso de negociación muy complicado para arribar a esta decisión.


Vale la pena reflexionar sobre las reglas constitucionales vigentes (artículo 41) que detallan el proceso de nombramiento de las personas consejeras. Primero, el nombramiento de los integrantes del Consejo proviene de la Cámara de Diputados, sin intervención alguna del Poder Ejecutivo; segundo, se requiere de mayoría calificada; tercero, son los diputados quienes designan a la persona que ocupará la presidencia y, cuarto, el proceso de renovación se hace de manera escalonada.

 Analicemos estas decisiones y sus implicaciones una por una. Primero, cuando en 1996 el Constituyente Permanente decidió hacer del otrora Instituto Federal Electoral un organismo constitucional autónomo (OCA) decidió separarlo del Ejecutivo, arrebató al presidente todas sus facultades en materia electoral, incluida la posibilidad de nombrar a quienes integran el Consejo General. Ni siquiera le dejó, como en muchos otros procesos de nombramiento de organismos con autonomía constitucional, la posibilidad de proponer ternas para que, de entre ellas, los diputados hagan la selección final. La negra historia del control del Poder Ejecutivo sobre la autoridad electoral llevó al destierro total de la influencia del presidente sobre la organización de las elecciones. 

Hay que reparar, aunque parezca una obviedad, en la decisión del Constituyente Permanente que estipuló que la máxima autoridad electoral descanse en las manos de un cuerpo colegiado y no sea unipersonal. Un cuerpo colegiado, por definición, previene la concentración de poder, disminuye la posibilidad del abuso de poder, es una vacuna en contra de la discrecionalidad. Lo más importante: dificulta, cuando no imposibilita, su captura por algún poder, sea éste institucional o fáctico. 

Segundo, al exigir una mayoría calificada, dos terceras partes de los votos de la Cámara de Diputados, se obliga a que haya un acuerdo entre las principales fuerzas políticas. En 1996 la hegemonía del Partido Revolucionario Institucional había disminuido sustancialmente y estaba a una elección de desaparecer. La obligación de un acuerdo súper mayoritario se consideró como una póliza de garantía para la imparcialidad de las decisiones que habría de tomar la autoridad electoral. 

Si un partido político, por sí mismo, pudiese elegir a todos los integrantes del Consejo, o a la mayoría, de nada valdría la colegialidad; casi podríamos afirmar que la captura sería irremediable. En otras palabras, por diseño, la selección de las personas consejeras exige el acuerdo de las fuerzas políticas, al menos de las más importantes, que en ese momento y hasta 2018 eran el PRI, el PAN y el PRD. Afortunadamente, hoy Morena también necesita de alianzas con las oposiciones para designar a las nuevas personas consejeras. 

Triste ha sido la crítica en contra de las cuotas partidarias. El diseño exige las cuotas, es decir los acuerdos, la negociación. La legitimidad de las decisiones del Consejo depende del acuerdo de los principales partidos políticos. Una negociación que se pregunta: ¿Cuáles son tus personas de confianza? ¿cuáles son las mías? ¿cómo garantizamos que un Consejo no pueda tomar decisiones apartadas de la ley que favorezcan a un partido y perjudiquen al otro? Precisamente a través de un diseño institucional que nos asegure que ningún partido puede tener una mayoría de consejeros propuestos por él para defender sus intereses en contra de la ley y en contra de la democracia. 

Quizá se ha satanizado el acuerdo partidario porque en los procesos de selección las élites partidistas (dirigencias, más líderes de las fracciones parlamentarias) se enfocaron más en buscar cuates que les fueran leales “a toda prueba”. Cada proceso los legisladores han entrado en un perverso juego de vetos impidiendo la llegada a muchos hombres y mujeres porque consideraron que serían correas de transmisión de una u otra fuerza política. A pesar de este juego perverso hay múltiples pruebas de que la colegialidad sí ha producido imparcialidad en las decisiones del Consejo General. Por mucho que se ha esforzado el presidente en acusar de parcialidad al INE, no ha podido demostrarlo nunca.

La importancia del acuerdo entre fuerzas políticas nos la demostró la realidad histórica. El conflicto postelectoral del 2006 se apalancó en el proceso de selección de consejeros del 2003. Con o sin razón el PAN y el PRI marginaron de la negociación al PRD porque este había abusado de su capacidad de chantaje. Obstruyó hasta el extremo de la irresponsabilidad toda negociación posible. Cansados de una presión intransitable, el PAN y el PRI decidieron que como contaban con los votos suficientes sería inocuo prescindir del PRD. La aritmética pura no garantiza la legitimidad. Cuando en 2006 el PAN (partido en el poder) obtuvo el triunfo con una mínima diferencia con respecto al candidato del PRD (partido excluido) estaban todos los elementos necesarios para alimentar el escándalo de un supuesto fraude. La deslegitimación del Consejo General era de origen y, en ese momento histórico, ya era irremediable. Más que un problema de cuotas fue un problema de exclusión en la construcción del indispensable acuerdo político para la conformación del Consejo General legítimo que gozara de la confianza de todos los partidos.

Tercero, un innegable factor de estabilidad institucional ha sido que la presidencia es designada por la Cámara de Diputados y no es elegida por el propio cuerpo colegiado. Cuando la presidencia es rotativa depende de los votos de los colegas, esto introduce un elemento extra de tensión que puede llegar a ser disfuncional. Nunca falta la tentación de quienes no están en la presidencia para tratar de derrocar a quien la ocupa. 

También se eliminan otras tentaciones golpistas: ni los partidos, ni el presidente, ni cualquier otra persona física o moral obtendría provecho alguno en sembrar la intriga en el seno del Consejo incitándolos a cambiar de manos la presidencia. Permítanme traer a colación el ejemplo de la inestabilidad de la presidencia del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación en su actual composición en la que ha habido tres cambios prematuros y conflictivos en la presidencia. A pesar de las muchas presiones políticas, el Tribunal no anuló la elección para la gubernatura de Puebla, entonces el consejero jurídico de Presidencia, Julio Scherer, “operó”, a través del presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Arturo Zaldívar, el golpe que derrocó a la magistrada presidenta Janine Otálora.

Cuarto, la Constitución mandata que la renovación en las consejerías se haga de manera escalonada, con ello se procura un equilibrio entre renovación y preservación de la experiencia. El diseño original (1996) preveía la posibilidad de reelección, esta nunca funcionó. Cuando en 2003 había que renovar el Consejo General, los partidos políticos optaron por proponer baraja nueva completa. A los nueve consejeros se les negó la posibilidad de reelección. Tanto el PRI como el PAN no perdonaron la estricta fiscalización que condujo a las multas millonarias del Pemexgate y Amigos de Fox. En otras palabras, se les castigó por haber hecho bien su trabajo. 

Analizadas las consecuencias del diseño institucional regresemos al proceso de selección de este año. La marcha del 17 de noviembre también rechazó la terminación anticipada del Consejo actual y, sobre todo, que se mermara la autonomía del INE a través del regreso del Ejecutivo al proceso de selección. La propuesta lopezobradorista de que los consejeros electorales fuesen elegidos a través del voto popular universal y secreto a partir de 10 propuestas de cada uno de los poderes. Esto hubiese supuesto regresar al Ejecutivo al proceso de nominación de consejeros, además de privilegiar al partido mayoritario en detrimento de los demás. Ante la demostración de apoyo de la sociedad al INE, que fue considerada por los manifestantes como piedra angular de nuestra democracia, fue evidente que el presidente no tendría los votos necesarios para revertir la autonomía del INE.

Las oposiciones advirtieron que no pasaría esta reforma; el PAN, lo que queda del PRD, y Movimiento Ciudadano, siempre fueron claros en su rechazo; el PRI se ha visto forzado a reiterar una y otra vez que en esta ocasión no traicionaría a las oposiciones y que votaría en contra. Los partidos aliados de Morena guardaron críptico silencio con respecto a su apoyo; tengo para mí que tampoco la veían con agrado ya que aprobar la reforma constitucional en los términos propuestos por el presidente habría sido suicida.

El proceso de selección de los nuevos consejeros debe arrancar con el tiempo suficiente para generar acuerdos consensuados y no dejar incompleto al Consejo General. No sería esta la primera vez. La Cámara de Diputados ya lo ha hecho en 2008, 2010 y 2013. En 2008 decidieron renovar de manera anticipada el Consejo General como vía de resolución del conflicto postelectoral de 2006. En 2010 se les empantanó el acuerdo político y completaron el Consejo casi catorce meses después, hasta diciembre de 2011, ya iniciado el proceso electoral 2011-2012. A finales de 2013 dejaron solo cuatro consejeros porque la negociación de la reforma electoral estaba en curso. 

En dos de estas ocasiones la irresponsabilidad de los diputados dejó vacante inclusive la silla de la presidencia. En la primera ocasión las y los consejeros que sobrevivieron a la destitución del consejero presidente, Luis Carlos Ugalde, decidieron darle la presidencia a Andrés Albo. En la segunda ocasión, cuando yo era consejera, decidimos que ante la irresponsabilidad de la Cámara de Diputados nosotros no decidiríamos lo que a ellos correspondía por ministerio de ley. Acordamos entonces que asumiríamos la presidencia de manera rotatoria hasta que la Cámara de Diputados llegara al acuerdo político necesario para nombrar a las once personas del nuevo Consejo General. Las presidencias rotativas funcionaron del 30 de octubre de 2013 al 4 de abril de 2014.

A raíz de las dificultades a las que se han enfrentado las élites partidistas para elegir a las personas consejeras, los legisladores, en su calidad de Constituyente Permanente, rediseñaron el proceso de selección con múltiples candados que deben servir para que el Consejo General no vuelva a quedar incompleto. Sin embargo, para que funcionen estas previsiones es indispensable completar dos pasos previos: primero, que la Junta de Coordinación Política (JUCOPO) emita el acuerdo con la convocatoria para iniciar el proceso de elección de consejeros; segundo que el comité técnico de evaluación le entregue las quintetas a la JUCOPO. No hay previsión legal que conmine a los diputados a emitir dicha convocatoria en una fecha fija ni se establece qué hacer si el comité técnico no completa su cometido. 

Si a principios de 2023 vemos transcurrir los días sin que se publique la convocatoria, significa que al menos Morena podría estar considerando ir a la elección de 2024 con solo siete de los once asientos del Consejo General ocupados. ¿Afectará la legitimidad de la elección presidencial un Consejo incompleto? Sí, definitivamente sí. ¿Lastimaría la credibilidad del Consejo si las cuatro personas son impuestas por un golpe de mano sin negociación con las oposiciones? También la falta de legitimidad del Consejo General propicia la desafección democrática y puede llevar hasta el desconocimiento del triunfo de quien obtenga la Presidencia.

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María Marván Laborde

Doctora en Sociología Política por la New School for Social Research. Investigadora del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM

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