La sucesión del líder: los pies de barro de los populismos latinoamericanos
Latinoamérica vive una época signada por el auge del populismo. Líderes y partidos con un estilo similar llegan al poder por voto popular en nuestra región. Es la época de movimientos y gobiernos que priorizan el antagonismo por sobre la búsqueda de consensos y que llegan al poder cabalgando olas de insatisfacción ciudadana causadas por los problemas sin resolver acumulados a lo largo de las cuatro décadas que pasaron desde el inicio de las transiciones democráticas. Políticos y presidentes de todos los puntos del arco ideológico se mostraron aptos en aprender a manejar un discurso político que se basa en el mito populista.
Como desarrollé en mi libro ¿Por qué funciona el populismo? El discurso que sabe construir explicaciones convincentes para un mundo en crisis, el mito populista es un discurso centrado en una narración que hace un líder sobre el daño común que un (supuesto) adversario llevó adelante contra el pueblo.
En esta definición, la identificación entre líder y pueblo se produce por el hecho de que el colectivo inviste al líder con la autoridad «performativa» necesaria para explicarles quién es el villano que los ha dañado, y en qué ha consistido ese daño. (Una nota importante es que cuando digo “líder” debe entenderse que puede ser un político varón o una mujer quien ocupe ese lugar. De hecho, el populismo es una vía al poder muy adecuada para la construcción de liderazgos femeninos, como el de Marine Le Pen o Giorgia Meloni.) En el populismo, los problemas sociales no se explican por fallos de procesos abstractos que pueden solucionarse con mejoras graduales o con gobernanza tecnocrática adecuada, sino por una traición de carácter moral de los adversarios hacia el pueblo.
El antagonismo populista está basado en un principio: presentar a la dupla líder/pueblo como el «perdedor», el «desfavorecido», el «excluido» que va a dar la pelea contra los poderosos y la élite. Sobre todo en contextos de crisis económica, social, o de inseguridad, el mito populista puede generar una gran corriente de energía, de solidaridad, un entusiasmo por participar en un movimiento de carácter épico.
Sin embargo, el populismo es un fenómeno que tiene pies de barro, y que inevitablemente tiende a agotarse. Primero, porque el antagonismo cansa a las sociedades. Es posible que en un primer momento esa corriente de energía genere un afecto social de fuerte identificación positiva, sobre todo si el país está saliendo de una crisis económica o social explosiva. Sin embargo, puede verse que con el paso del tiempo aparece un nuevo deseo: el deseo de retornar a, o construir, una vida civil con un grado menor de politización y de pelea. Cada día que pasa con el populismo en el poder se vuelve más difícil convencer a la sociedad de que el culpable de los problemas es un adversario poderoso: llegado cierto punto, el populismo se convierte, simplemente, en el establishment a los ojos de la gente.
El segundo factor problemático es la sucesión del líder. Los populismos son extremadamente dependientes para su funcionamiento de la palabra y las decisiones del líder original, que es el único que posee la autoridad performativa para designar quién es el adversario o enemigo en cada momento particular. Por eso mismo, ningún gobierno populista latinoamericano de tiempos recientes ha podido solucionar la sucesión de buena manera. Ninguno. Esto hace que los populismos tengan grandes dificultades para transformarse en regímenes hegemónicos luego de la desaparición física del líder, de su derrota política-electoral, o simplemente de la finalización de los mandatos que prevé la constitución del presidente en ejercicio.
En algunos casos, el líder simplemente se negó a aceptar las limitaciones constitucionales e intentó continuar en el poder por medios extralegales (por ejemplo, Evo Morales en Bolivia en 2019). En otros casos, intentó imponer un sucesor por medios electorales pero éste fue derrotado. Este fue el caso de Cristina Fernández de Kirchner en Argentina en 2015, que llegó a la finalización de su mandato pero su sucesor elegido fue derrotado.
Sin embargo, lo más interesante es que aún en aquellos casos en que el líder pudo imponer un sucesor por medios electorales, entró rápidamente en conflicto con él. Rafael Correa eligió personalmente a Lenin Moreno como su sucesor en Ecuador en 2017 y él ganó las elecciones, pero Moreno rompió rápidamente con el correísmo y Correa no pudo retornar al poder; a decir verdad, no pudo retornar al país. Luis Arce Catacora, el ex ministro de economía de Evo Morales fue electo con el apoyo del ex presidente en 2020 en Bolivia, pero la fractura entre ellos fue inmediata y el durísimo conflicto entre ambos (que incluye acusaciones de intento de desestabilización democráticas cruzadas) amenaza el futuro electoral del MAS. Cristina Fernández de Kirchner eligió personalmente a su ex jefe de gabinete Alberto Fernández para competir por la presidencia en 2019 mientras ella optó por la vicepresidencia. Su victoria contra Mauricio Macri fue amplia, pero el feroz y público enfrentamiento entre presidente y vice, y entre “albertistas” y “cristinistas”, fue el principal factor en el fracaso de su gobierno y el ascenso de Javier Milei.
Es cierto que el chavismo en Venezuela “resolvió” la sucesión de Hugo Chávez al convertir a su sucesor en la cabeza de un régimen autoritario sin matices. Pero el contexto de esta transformación fue la desaparición física de Hugo Chávez: uno puede especular que la convivencia entre Nicolás Maduro en el poder y Chávez vivo habría terminado en una historia de conflicto similar a la de Bolivia o Argentina.
En definitiva: los populismos en el poder parecen no tener fisuras, pero estas inevitablemente aparecen. En este contexto, resulta estratégico apostar a la construcción de nuevos liderazgos y fuerzas políticas y sociales alternativas.