Popularidad, resultados y discurso
Faltan once meses para las elecciones federales y estatales en México, pero el foco político y mediático ya se encuentra en la sucesión presidencial. El partido oficial está de lleno en sus primarias. La estrategia de quienes aspiran a la candidatura presidencial no se ha centrado en la mejor construcción de diagnósticos, la presentación de propuestas de políticas públicas más innovadoras o el discurso más apelativo. El énfasis de las personas aspirantes ha sido mimetizarse con el presidente y líder del partido Morena, Andrés Manuel López Obrador. ¿Cuál es la motivación para imitar estrategia, lenguaje y apariencia del mandatario saliente?
En una democracia, lo más importante son los resultados. Si el gobernante tuvo éxito, es lógico que la población vote por mantener la inercia y el buen trabajo. Restan quince meses para la conclusión del sexenio de Andrés Manuel López Obrador y su administración presenta claros y (muy) obscuros. La estabilidad macroeconómica durante y después de una pandemia es de destacar. Poner énfasis en la política social es beneficioso, aunque la universalidad y una carencia de rendición de cuentas habla de una estrategia con alcance, pero regresiva. El país enfrenta una de sus peores crisis de inseguridad. En salud, la institución pensada para mejorar el sistema fue absorbida por otra ante la disfuncionalidad. Los megaproyectos están bajo cuestionamiento por aspectos ambientales y administrativos. Este breve diagnóstico pone en duda la justificación para imitar al presidente.
Las razones deben ser, entonces, otras. Se proponen dos: por un lado, el presidente saliente tiene la inobjetable potestad de selección de candidato; desde sus orígenes, Andrés Manuel López Obrador ha tenido control absoluto de las decisiones del partido Morena. La decisión de imitar es una estrategia pragmática políticamente, problemática para una democracia. Por el otro, el presidente tiene el mayor índice de aprobación tras 54 meses en el cargo, con 68%, según la poll of polls de Oraculus.[1] El personaje es tan popular que las personas aspirantes presuponen como ganador a quien reciba la unción presidencial. Nos enfocaremos en el segundo elemento.
La popularidad es un fenómeno intersubjetivo; es decir, es una apreciación ciudadana sobre un personaje, desde su comportamiento hasta su lenguaje y corporalidad. Si empleamos como parámetro las redes sociodigitales, la persona más popular del mundo es el futbolista Cristiano Ronaldo con 594 millones de seguidores en Instagram. ¿Para qué sirve tener tantos seguidores? Cristiano, por ejemplo, es el deportista mejor pagado del mundo: dos tercios de sus ganancias no provienen de su contrato deportivo, sino de publicidad y negocios fuera de la cancha. La popularidad nunca es un fin en sí misma, sino un medio para obtener otra cosa.
Están descartadas como fin de la popularidad presidencial la publicidad o los negocios, sería un claro conflicto de interés. Tampoco le funciona para buscar un nuevo puesto: la presidencia es el pináculo de la política nacional y, a pesar de ser uno de los mandatarios de mayor aprobación internacional, no pretende una posición internacional o regional.
El presidente acepta la mimetización de las personas aspirantes bajo el razonamiento de esperar una transferencia de su popularidad a la persona candidata y, así, mantener a su partido en el poder. Sin embargo, eso no ha pasado en una campaña presidencial postransición en México. Vicente Fox Quesada, con 62% de aprobación al cierre de su sexenio, ha sido el único presidente desde el 2000 que ha entregado a un candidato de su partido la banda presidencial, aunque Felipe Calderón Hinojosa no fue su precandidato preferido y el énfasis no estuvo en transmitir su popularidad, sino en impedir la victoria del candidato opositor. La abanderada del partido de Felipe Calderón Hinojosa, quien contaba con 58% de aprobación, perdió contra el PRI; y el candidato priísta a suceder a Enrique Peña Nieto, con 23% de aprobación, contra Andrés Manuel López Obrador.
No sólo la historia contrarresta la estrategia de transmisión de aprobación. El origen de la popularidad es relevante: no está en los resultados, sino en su discurso basado en elementos intangibles. Las académicas María José Canel y Vilma Luoma-aho definen los intangibles como “realidades no físicas que proveen valor”: son los atributos medibles, pero que no se pueden tocar, como valores, creencias, habilidades, conocimientos. Su estudio surgió en los años noventa del siglo pasado cuando empresas notaron un incremento en su valor al invertir en factores como construcción de marca y en la capacitación de trabajadores, contrario a la inercia por invertir en tangibles, como maquinaria o herramientas.
Canel y Luoma-aho proponen una lista de intangibles relevantes para la comunicación política en el sector público: reputación, confianza, legitimidad, capital social, compromiso y capital intelectual. El presidente López Obrador ha construido su discurso buscando, primero, reputación. Se trata de una valoración colectiva de la imagen a partir de experiencias directas o mediadas. Andrés Manuel López Obrador es un político con una larga trayectoria cuyo discurso ha tenido dos ejes principales. El primero es la reivindicación de las personas en situación de pobreza, fundamental en un país con uno de los más altos índices de desigualdad. Su lema “Por el bien de todos, primero los pobres”, independientemente de los resultados, ha tenido eco. El segundo eje es su constante diatriba contra la corrupción. Así como el primero, a pesar de contar con casos antes y durante su gobierno, los resultados pasan a segundo plano al prometer “no mentir, no robar, no traicionar”.
La reputación no es suficiente para obtener un voto. El siguiente paso es convencer a la ciudadanía de ser el indicado para atender ambos problemas; es decir, necesitan confiar en él. La confianza es el segundo elemento intangible de su discurso. Confiar en alguien significa tener un nivel de certeza de que la otra persona hará algo a tu favor. Tener alta confianza reduce el “deseo de control” de la población sobre sus gobernantes, según Canel y Luoma-aho. Andrés Manuel López Obrador mantiene altos niveles de confianza entre la ciudadanía: 66.6% de confianza en 2018 y 56.3% en 2021. Esto explica cómo, aunque los resultados no acompañen el discurso y la confianza vaya en descenso, la reputación y confianza depositadas en su proyecto han sido lo suficiente para convencer a la población y mantener una alta popularidad.
Es importante destacar la gravedad de un discurso basado únicamente en intangibles para la democracia. La política en este régimen político debe considerar la construcción de valores y comportamientos, pero también debe tener un sustento material en políticas públicas y resultados que mejoren las condiciones de vida de las personas. La administración de Andrés Manuel López Obrador ha demostrado el desbalance actual entre estos dos ejes.
No es suficiente para las personas aspirantes a la presidencia ser el más obradorista de los obradoristas. La popularidad es un fenómeno complejo y, dependiendo su origen, intransferible y un discurso como el del presidente no se construye de la noche a la mañana. El error más severo es confundir la población objetivo de un discurso de mimetización: pareciera que no es la ciudadanía quien votará, sino el mimetizado. El presidente es el elector de su partido, pero no de la presidencia. Mantener un discurso basado únicamente en estos elementos, sin un soporte en resultados, no sólo es una receta para perder una contienda electoral, sino para poner en peligro la democracia de un país.
[1] Se reconoce la existencia de una discusión conceptual en torno a la diferencia entre popularidad (apreciación) y aprobación (validación). Principalmente, encaminada a la diferenciación en los ejercicios demoscópicos que actualmente miden aprobación y popularidad de manera indiferenciada. En este texto, con el objetivo de tener datos, se emplean ambos términos de manera indistinta.