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Vuelta de tuercas

Según narra Tito Livio en Ab Urbe condita libri, «Desde la fundación de la ciudad», durante la Segunda Guerra Púnica en la campaña de 211 A.C. y tras vencer en Cannas, Aníbal Barca, el general cartaginés, se encontraba prácticamente a las puertas de Roma. Es un misterio qué ocurrió y por qué falló en tomar la ciudad.

Parece extraño iniciar un escrito sobre la recesión del coronavirus con una referencia al mundo clásico, pero hay una buena razón. Las oportunidades de cambiar la historia, más bien, de hacerla, rara vez se presentan en racimo. Dejarlas pasar es pelearse con la diosa fortuna. La recesión del coronavirus es una de esas raras oportunidades. Hoy la economía política del mundo está cambiando, da un giro brusco a la izquierda, al estado de bienestar, rechaza abiertamente el consenso económico de las últimas décadas y da un paso muy firme de vuelta a la idea de una prosperidad colectiva. 

En estas circunstancias tan extraordinarias en las que se encuentra el mundo, México, fiel a su historia económica, parece querer ir a contracorriente. En el siglo XIX llegamos tarde a la Revolución Industrial, producto de guerras y más guerras. Cuando era el mejor momento para abrir la economía en los años setenta del siglo XX, los intereses empresariales lo impidieron; la apertura sería en medio de una crisis en los años ochenta, en un mal momento. Después de la crisis financiera de 2008 reafirmamos nuestra ortodoxia cuando el mundo se empezaba a librar de ella. Hoy, en lo que parece será la crisis económica mundial más fuerte desde la Segunda Guerra Mundial y, quizá, desde la Gran Depresión, México se aferra a la disciplina fiscal y parece dejar de lado la oportunidad de reformar la economía al mismo tiempo que la reactiva.

No cabe duda que la forma en que México ha manejado sus crisis económicas en el tiempo ha dejado mucho que desear: en los ochenta, en 1995 e incluso en 2009, se privatizaron los beneficios y se socializaron las pérdidas, lo opuesto a lo que cualquier gobierno con un genuino interés nacional hubiera hecho. Estando de acuerdo en esto, la pregunta relevante es si todo rescate, toda deuda, todo gasto contracíclico debe seguir este patrón. La respuesta es un evidente no; hay formas de hacerlo y beneficiar al Estado y sus habitantes. Una manera es cobrándole a los que más tienen; otra forma es conservando una posición accionaria dentro de las empresas como garantía hasta su pago, se trata de rescatar a las personas y sus empleos no a sus accionistas.

Es natural que, conociendo nuestra historia económica, se sea cuidadoso con el manejo de la deuda; el sobreendeudamiento tiene sus peligros que ya hemos conocido en muchas ocasiones. Es cierto que la deuda pública se suele transformar en riqueza privada, por eso quizá la mejor forma de financiar su pago es con la riqueza privada. En la historia en tiempos de emergencia es común encontrar emisiones de bonos soberanos para financiar guerras, crisis y eventualidades inesperadas. Para eso existe el espacio fiscal, para suavizar las necesidades de liquidez de un gobierno en ese tipo de situaciones.

La clave es mantener la solvencia en el largo plazo, la capacidad de pago. Frente a esto, en todo el mundo se escuchan propuestas de impuestos a la riqueza. En Europa y Estados Unidos son ideas que se discuten y hasta los más ortodoxos –como el Financial Times– han terminado por conceder que el mundo ha cambiado y la hora de este tipo de ideas ha llegado.

En México, un impuesto a la riqueza del 6 por ciento a los miembros del 0.1 por ciento más rico conseguiría recaudar para el Estado poco más de 2 puntos del PIB, casi 500 mil millones de pesos. En un país donde la riqueza de algunos cuantos individuos supera una décima parte del tamaño de la economía lo más justo sería que estos fueran los que pagaran el rescate de todos, incluido el de ellos mismos.

¿Cómo esto resuelve el problema de solvencia?

Es simple si lo que se desea es poder financiar el gasto hoy con recursos de mañana: deuda. Lo que hace falta es garantizar que mañana se tendrán los recursos para pagarla. Un impuesto a la riqueza resuelve este problema al asegurar una fuente de financiamiento intertemporal. La deuda de hoy se paga mañana con la recaudación del impuesto. Si la deuda crea riqueza privada no importa, es al final la riqueza privada la que la pagara. Una solución de este tipo requiere de un compromiso de todos, un pacto por una reconstrucción de la economía nacional bajo principios de equidad.

Salvar empleos en los sectores más afectados requerirá llegar a acuerdos con empresas: liquidez a cambio de conservar las nóminas. Rescatar personas en el sector informal requerirá algún compromiso de formalidad. Como en las tormentas cuando para salvar al barco que se hunde se deben tirar los bienes que transporta, lo correcto es que el costo de salvarse se comparta entre todos, sobre todo entre aquellos que tienen más posibilidades.

Gabriel Zucman, Emmanuel Saez y Camile Landais nos recuerdan en su propuesta de un impuesto a la riqueza para financiar la deuda de los estados europeos que esta es, en esencia, la forma en que Alemania pagó su deuda durante la posguerra de la Segunda Guerra Mundial, con un impuesto muy progresivo sobre la riqueza. Para el caso mexicano, una solución de este tipo se podría pactar en función de lo que se estime necesario para salvar empleos, rescatar personas y permitir una recuperación rápida. Un pacto que mantenga el impuesto de forma excepcional por algunos años hasta que la economía se recupere podría ser suficiente y, después, con esta experiencia, transitar hacia una reforma fiscal progresiva que asegure la estabilidad de las finanzas públicas al mismo tiempo que asegura que México transite hacia un pleno estado de bienestar.

El país necesitará una expansión fiscal de 2 o 3 puntos del PIB, quizá algo más si la crisis es larga. La mejor solución es el impuesto a la riqueza, el mundo no lo vería mal. La economía política del mundo está cambiando rápidamente abriendo la oportunidad de implementar políticas que apenas hace meses quizá se antojaban imposibles. Aunque es cierto que podría encontrar resistencia entre algunos grupos, el simple hecho de enfrentar la posibilidad de una economía ruinosa debería ser suficiente motivo de cooperación. De otra forma las mismas fuentes de su riqueza correrían peligro. Por lo tanto, pronto entrarían en razón y se darían cuenta que salvar al barco requiere su sacrificio.

No reconocer esta oportunidad es una falla de la imaginación. Hoy –como nunca– en nuestra historia es posible transformar el país. El contexto de la crisis abre la posibilidad de, al resolverla, salvar a millones de mexicanos del desempleo y la pobreza y también de atender nuestra desigualdad y nuestra debilidad fiscal.

Hoy México está frente a las puertas de Roma: si toma la oportunidad que se le presenta, un camino de mayor prosperidad estará a su alcance. Si falla en tomarla, como Aníbal en su vejez y miles de historiadores desde entonces, quizá nos preguntemos: ¿por qué la dejamos pasar?

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Diego Castañeda

Economista e historiador económico

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