Y de pronto se quedó en el aire, sin lugar y sin sentido
Ante la misteriosa desaparición de los espectadores que su mismo nombre reclama, Theatron («lo que se mira») perdió el rumbo. Fulminado, se decidió a indagar la sinrazón destructiva que le había enmarañado el destino. Y se decidió por invertir los papeles. Se sentó a vernos. El espectáculo que ahora le tocó avistar era el de una especie de desbandada de personas que se repelen y esconden, brutalmente atemorizadas por una fuerza invisible.
Para explicar este fenómeno tan notable, hurgó en su propio nombre hasta dar con otro de sus significados: «lo contemplado». Tal vez ahí, en el vigor de su propia sangre, en la dramaturgia (en ese cúmulo de frases, y pericias), encontraría el ingenio y las armas necesarios para dilucidar esa singularidad.
Primero aguzó el olfato para ver si así podía «ver» lo que no se puede ver. De inmediato, la frase de Marcelo[i] en Hamlet: «algo huele a podrido en Dinamarca» le permitió percibir un tufo generalizado. Y es que la muerte, normalmente agazapada, se anda paseando por las calles y arrastra consigo el espejismo de estar al resguardo de los infortunios. Es la malignidad de la propia vida, su deterioro concomitante –pensó–, pero ahora con prisa y sin distingos.
Sin embargo, Theatron no podía soslayar el recurso a su mayor fortaleza, la disección de las acciones humanas. Y al analizar la trama de sus historias le pareció que, en el desconcierto, en el lamento humano, en cierta mordacidad oblicua que en momentos se asomaba, otro hedor se levantaba que potenciaba el primero, como si la podredumbre del cuerpo se desdoblara en una corrupción del alma.
Ahora todos se asemejan a Parris –se dijo–, aquel personaje creado por Arthur Miller que «dondequiera que fuese creía estar perseguido».[ii] Y claro –concluyó–, algo insólito acecha a estos humanos, algo con el mismo poder amenazante con que el diablo y las brujas a su servicio fustigaron la ciudad de Salem. Encontrado el símil, Theatron lo amplió con sagacidad.
En aquella obra miramos con estupor el ritmo creciente de acusaciones que se suceden, la rapidez con la que se contagian las confesiones y las condenas. Ante el señorío del coronavirus, hoy en día presenciamos lo mismo: la propagación incontrolada de una enfermedad.
Y también, devorados por el temor, ahítos de cuidados y bajo la guisa de la prudencia, constatamos cómo se propala el virus de la suspicacia y el recelo, esos azotes morales que Miller retrató con tanta crudeza y penetración. En cierto modo, pienso que Theatron se arredraría ante la coacción sutil pero brutal que ejercemos unos sobre otros y que, como un virus –invisible por impensado– puede contagiar gravemente nuestro tejido social.
Habría mucho que meditar a partir de presagios como el que urdió Gabriel García Márquez en el guion cinematográfico del mismo nombre[iii] y en el que el propio Miller evoca en la introducción a su obra: «La predilección por meterse en asuntos ajenos fue tradicional entre la gente de Salem e indudablemente creó muchas de las sospechas que alimentarían la locura que estaba próxima». El teatro piensa para dejarnos la tarea de pensar.
Los ánimos están exacerbados, y con razón. Hoy, como reza la frase que cierra aquella pieza de teatro, «los tambores baten como huesos en el aire de la mañana».
Cabría entonces esperar que ante el trastrocamiento de nuestra vida diaria y la amenaza devastadora de un semi-bicho, seguramente Theatron tendría la piedad de traer igualmente a colación la célebre frase de Cassio: «¡La culpa, querido Brutus, no es de nuestras estrellas, sino de nosotros mismos que consentimos en ser inferiores!»,[iv] y conminarnos así a diferenciar entre destino y designio. La calamidad que hoy nos cimbra ha sacado a relucir virtudes de excelencia como la solidaridad y la creatividad: el futuro sigue estando en nuestras manos y puede ser un futuro más humano.
Por el momento, el teatro ha quedado relegado a lo último que es: no se puede ver. No obstante, ya se vislumbra el fulgor con el que hace estallar la dureza técnica de los vidrios de plasma; ya cristaliza en ráfagas de posibilidades inéditas y deslumbrantes… como siempre lo ha hecho.
El teatro se queda entre nosotros para seguir desnudándonos, para seguir pensando…