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América Latina: hegemonía o pluralismo

Los fines que se proponen estos reformadores son diversos, pero sus medios son siempre los mismos. Quieren retener en sus manos el poder central a fin de acabar con todo y de rehacerlo de acuerdo con un nuevo plan concebido por ellos mismos; sólo el poder central les parece estar en posibilidad de realizar esta tarea. El poder del Estado, dicen, debe ser ilimitado, así como su derecho.

Líneas escritas en 1856 por Alexis de Tocqueville en El Antiguo Régimen y la Revolución, para referirse al contexto previo al estallido de la Revolución Francesa.

Más de siglo y medio ha transcurrido desde que Tocqueville destacó la concentración del poder como la mayor contradicción de la Revolución Francesa. Actualmente existen indicios para afirmar que la concentración del poder político busca la ruta de retorno para convertirse en el principal paradigma con el cual gobernar a una sociedad exigente y diversa. La división de las sociedades ha sido el argumento de quienes pretenden ejercer el poder de manera absoluta. Hacer ver la diversidad social como división política es en ocasiones el método utilizado por quienes arriban a los cargos públicos por vía de elecciones libres y auténticas, no solo por regímenes abiertamente autocráticos.

¿Cómo crear esa división? En nuestra era existen diversas formas de influir sobre las decisiones y opiniones de la ciudadanía, más cuando esta tarea se intenta hacer desde el Estado con atribuciones casi ilimitadas. Una manera efectiva es la creación de “cascadas de desinformación”, como algunos autores las denominan para referirse a la dispersión de mentiras o desinformación usando la conformidad como un importante medio para ello. Justamente Cass Sunstein define la conformidad como una respuesta casi automática que permite encajar a alguien en determinado grupo o, también, no ver disminuida su reputación a causa de la disonancia que pudiere propiciar una opinión contraria a la sostenida por la mayoría. Así, sin cuestionar para encajar, se toma como verdad lo dicho por quien o quienes ostentan el poder. No con poca frecuencia la opinión y la conversación artificial son disfrazadas como una vigorosa deliberación democrática. 

 

Para describir el contexto de la naciente democracia americana, Tocqueville escribió en La democracia en América: “Una gran revolución democrática se produce entre nosotros: todos la ven, pero no todos la juzgan de la misma manera”. Ante los mismos hechos y datos es posible generar ideas distintas e incluso contradictorias entre sí. En el caso de la democracia, no cabe duda de que se le invoca como idea fuerza para comunicar e imponer algunas decisiones en su nombre, pero sustancialmente contrarias a ella. Después de todo, ¿quién podría oponerse en nuestros días a la democracia?

Los mecanismos de democracia directa (plebiscito, referéndum, iniciativa popular, iniciativa consultiva, entre otras) se han expandido en los sistemas políticos del continente americano, particularmente en las últimas cuatro décadas. Algunas investigaciones demuestran que los resultados de estos mecanismos son distintos en un régimen democrático que en uno autoritario; son de mayor recurrencia en los países democráticos, aunque la decisión se sustenta regularmente en márgenes próximos al 50%. Las autocracias también recurren a ellos, de manera menos sistemática conforme logran concentrar exitosamente el poder político, siempre para legitimar decisiones con un rango del 90% en procesos electorales dudosamente auténticos y libres.

Estos instrumentos de democracia directa son una forma de expansión de los derechos de participación que promueve que la ciudadanía se involucre y decida en temas de trascendencia para la comunidad. Se conceptualizan como complementos de la democracia representativa y no como sustitutos de ésta. En ocasiones, sin embargo, como todo instrumento, pueden ser empleados para fines contrarios al espíritu incluyente que animó su creación. En investigaciones recientemente publicadas por quienes integran el Observatorio para las Reformas Políticas en América Latina, se evidencia que se han utilizado como instrumentos autoaclamativos o para buscar la autolegitimación en algunos países no democráticos.

El uso que se hace de estos mecanismos, así como la vigencia misma de la democracia en buena medida, como evidencian Aníbal Pérez Liñán y Scott Mainwaring, depende de las preferencias normativas de quienes ejercen el poder público. En una democracia, en ese aspecto, nos enfrentamos a dos escenarios: el ejercicio del poder se sustenta en una cosmovisión acorde con los principios y componentes de un Estado Constitucional Democrático o bien, en discrepancia, el acto de gobierno parte de una concepción distinta a la democracia, incluso contraria a ella, pero con discursos y procedimientos de apariencia democrática.

Como ha destacado Nadia Urbinati, quienes distorsionan la democracia trastocan el principio de mayoría al sustentarlo en lo que consideran paradigma de hegemonía, tergiversando el término propuesto por Antonio Gramsci por uno más propicio al totalitarismo promulgado por Carl Schmitt. Bajo ese enfoque, quienes ganan las elecciones consideran poseer el derecho a todo por ser mayoría y asumen que quienes pierden, por ser minoría, no tienen derecho a nada. La fuente de legitimidad democrática proviene de las urnas, pero argumentan que el mero triunfo mediante el sufragio alcanza para hacer lo que se desee; la mayoría obtenida sirve para debilitar a la oposición y justifica perpetuarse en el poder. Al fin y al cabo, bajo este enfoque, la hegemonía se consolida como absoluta y excluyente, a diferencia del principio de mayoría democrático, el cual considera que toda minoría pueda conformarse en mayoría; el pluralismo político parte de que tanto mayorías como minorías, son temporales, conviven y deliberan, en el entendido de que en democracia la alternancia en el poder es un hecho. El término de hegemonía de Gramsci, incluso, reconoce este requerimiento democrático, pues reconoció que la izquierda requería partir de una visión incluyente de la pluralidad política para aspirar a ser gobierno.

La perspectiva que reconoce la legitimidad democrática asume que la democracia no se agota con la realización de elecciones. Aunque se reconoce que son la condición necesaria, también exige que los procesos electorales sean auténticos, periódicos, por “sufragio universal e igual y por voto secreto o cualquier otro procedimiento equivalente que garantice la libertad del voto” como establece la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Así, las elecciones conforman una ruta continua de ejercicio democrático del poder público. El faro que guía este paradigma lo constituye el pluralismo y el Estado Constitucional de Derecho. Supone la pluralidad política como una realidad en la que toda política pública, ley y acto de autoridad deben apegarse al respeto y defensa de los derechos fundamentales. El mandato de las urnas no es un cheque en blanco. Las y los oponentes políticos tienen el legítimo derecho a estar en desacuerdo y no ser descalificados por pensar diferente. Bajo esta cosmovisión, la democracia tiene sentido solo si hay reglas claras e instituciones diseñadas en y para la democracia.

El continente americano, en particular la región de América Latina, enfrenta una reciente pero sostenida ola de erosión democrática. En el centro de la política se encuentran enfrentados dos paradigmas: hegemonía o pluralismo, un contexto de confrontación que el mundo ya ha visto en otras épocas, como la previa a la Segunda Guerra Mundial. La disyuntiva es clara: por una parte, el gobierno de pocos con autoproclamada superioridad por atributos supuestamente monolíticos de carácter moral, étnico, político o religioso con la intención de legitimar la hegemonía propicia para la exclusión política y social. En contraste, la democracia, el gobierno regido por el Estado de Derecho al que se someten y responden por igual ciudadanía y gobernantes (gobierno del pueblo), sustentado en el pluralismo político propio de la diversidad social (gobierno por el pueblo) orientado a la plena inclusión, protección y salvaguarda de todos los derechos humanos para todas y todos (gobierno para el pueblo).

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Roberto Heycher Cardiel Soto

Es especialista en materia electoral, educación cívica y comunicación política institucional. Cuenta con más de 20 años de experiencia en procesos e instituciones democráticas, incluyendo su rol como Director Ejecutivo de Capacitación Electoral y Educación Cívica del INE del 2015 al 2023. Es miembro del comité asesor del Observatorio de Reformas Políticas en América Latina de la UNAM/OEA.

 

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