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Control y equilibrio

La crisis de la democracia –y por tanto de sus riesgos– son tema recurrente de la reflexión política por lo menos desde hace una década. Acaso sea más preciso hablar de las crisis y reconocer la pluralidad de riesgos que amenazan a las muy diversas democracias, también en plural.

Más allá de los fenómenos particulares, hay que reconocer que hay una suerte de fenómeno generalizado. En la segunda década del siglo XXI, la democracia representativa y constitucional ha entrado en una fase crítica de desprestigio que puede hacerla sucumbir. Una novedad de este tiempo es que hemos visto que las democracias pueden quebrarse sin necesidad de un golpe de Estado. Líderes electos democráticamente y titulares de los poderes de gobierno se convierten en promotores de deformaciones constitucionales que –a la postre– consiguen fuertes concentraciones de poder en el titular del Ejecutivo.

Este siglo, especialmente después de la crisis económica de 2008, se hicieron evidentes las graves limitaciones de los gobiernos democráticos para satisfacer las necesidades de los gobernados: las promesas incumplidas de garantizar acceso a cuestiones básicas de seguridad, de salud o de educación; por esto, se han exacerbado las críticas a la política, a los políticos y sus instituciones. Abundan los pronósticos apocalípticos que nos sitúan en la antesala del agotamiento de la democracia.

Para hablar de los riesgos que puede suponer a las democracias en general, y a México en particular, desaparecer o alterar sustancialmente la estructura de la división de poderes a la que comúnmente llamamos el sistema constitucional de pesos y contrapesos, es menester decir por qué éste es esencial a un Estado democrático de derecho. El Estado moderno sostiene que el poder político no es innato a ninguna persona o grupo social; surge del pacto social y, por tanto, debe estar sujeto a los controles que éste le impone a través de normas. Se reconoce como premisa básica la necesidad de controlar al poder, porque como bien nos advertía Montesquieu, hay una tendencia natural a la acumulación del poder que deriva fácilmente en autoritarismos. El poder, el poderoso, prefiere actuar sin límites y, sobre todo, sin responsabilidades, sin rendir cuentas de sus acciones.

Las constituciones democráticas modernas establecen las normas que consagran los derechos fundamentales y distribuyen el poder. El Federalista #51 no sólo habla de la necesaria división de poderes, enfatiza la necesidad de que cada rama del gobierno pueda controlar a las demás. Los arreglos constitucionales son verdaderas piezas de ingeniería que a través de facultades y límites establecen complejos y delicados equilibrios para que los gobiernos funcionen sin abusos. Sólo a través de la separación de poderes es posible garantizar un Estado democrático de derecho que al mismo tiempo salvaguarde las libertades y los derechos fundamentales y evite o –en su caso– pueda corregir y castigar las transgresiones de poder.

Después de la gran crisis económica de 2008 se volvió casi una moda el rechazo a la democracia representativa, los ataques a los partidos políticos y los parlamentos. El desafecto de la “clase política” a la que se acusa, acaso con razón, de ser distante de los intereses de sus representados, ha servido para justificar propuestas que alteran sustancialmente la participación en la política, la división de poderes y el papel de los partidos políticos. Pareciera apetecible la construcción de un sistema político sin políticos, la desaparición de la fallida y corrupta clase política para sustituirla por un líder, carismático o no, que sea capaz de apelar al Pueblo sin la mediación de los partidos políticos o las instituciones de la democracia representativa; las limitaciones de las leyes o de los otros poderes aparecen como un estorbo y se populariza la idea de suprimirlas o –al menos– la justificación para ignorarlas. Nos advierte Ferrajoli[i] que en la Italia de Berlusconi se fue diluyendo la división de poderes, se hicieron flexibles –cuando no imperceptibles– las fronteras entre el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial. 

En México transitamos muy lentamente de un sistema de partido hegemónico autoritario a una democracia, si se quiere procedimental, pero democracia al fin y al cabo, que transformó estructuralmente las condiciones del híper presidencialismo donde la existencia de equilibrios y controles[ii] al Poder Ejecutivo eran una quimera. Salvo la limitante del tiempo, cumplida sin excepción de 1934 hasta la fecha, el presidente era quasi omnipotente.

En el proceso de construcción de un nuevo sistema de control entre poderes debemos tomar en cuenta, además de las reformas electorales que ciertamente fueron muy relevantes, otras reformas. La reforma al Poder Judicial de 1995[iii] fue de capital importancia. Se reestructuró la Suprema Corte de Justicia de la Nación y se creó el Consejo de la Judicatura Federal, lo que por sí mismo fortaleció al Poder Judicial. Además, se establecieron nuevas garantías constitucionales de carácter jurisdiccional y se regularon otros importantes medios de control constitucional que –a la postre– han tenido un papel fundamental tanto en la relación del Ejecutivo con el Legislativo como en la relación entre la Federación, los estados y los municipios. El número de controversias constitucionales y acciones de inconstitucionalidad son un buen indicador de ello.

En 1997, por primera vez en casi siete décadas, el partido del presidente no tuvo mayoría absoluta en el Congreso; desde entonces y hasta 2018, los gobiernos divididos fueron la regla. Entre 1997 y el año 2000 se les dotó de autonomía constitucional a tres instituciones del Estado: el Banco de México, el Instituto Federal Electoral y la Comisión Nacional de Derechos Humanos.[iv] Estas reformas sustrajeron facultades al Poder Ejecutivo en áreas estratégicas.

La pluralidad en el Congreso y la fuerza política cobrada por las oposiciones obligaron a los presidentes Zedillo, Fox, Calderón y Peña Nieto a negociar las principales definiciones de sus políticas públicas. Asimismo, tuvieron que pactar los cambios a las leyes y, por supuesto, las reformas constitucionales.[v] Casi todas las decisiones del presidente tuvieron que buscar el respaldo de al menos dos de los tres partidos políticos que en esas dos décadas dominaron la escena política nacional, a saber: el Partido Revolucionario Institucional, el Partido Acción Nacional y el Partido de la Revolución Democrática.

Si se hace una revisión puntual de las reformas constitucionales a los artículos 73, facultades del Congreso; 74, facultades de la Cámara de Diputados y 76, facultades del Senado, es evidente la fuerza que ha adquirido el Poder Legislativo. Destaca de manera especial la importancia de su participación en los nombramientos de los titulares de un gran número de órganos y organismos de Estado. 

Formal e informalmente, el Congreso se adaptó a nuevas formas de equilibrio. Sin embargo, es necesario reconocer que estos nuevos equilibrios no se tradujeron en mejores controles. Rápidamente los partidos políticos, en especial los tres mencionados, se comportaron como partidos cártel. Se repartieron el poder sin controlarse mutuamente, sellaron un pacto de silencio, una omertá política. Valga como ejemplo la renuncia tácita de los legisladores a hacer de la Comisión de Vigilancia de la Cámara de Diputados un auténtico contrapeso al presidente en turno.[vi]

En julio de 2018 ganó la presidencia Andrés Manuel López Obrador de manera contundente. Tanto como candidato como ya siendo presidente, ha echado mano de un discurso maniqueo identificado con liderazgos populistas. Se presenta a sí mismo como el bueno y se asume referente ético. El enemigo es, por un lado, el neoliberalismo con sus fracasos y contradicciones y, por otro, los políticos ambiciosos, carentes de ética pública que sistemáticamente han abusado del poder en perjuicio del Pueblo. Estableció las conferencias de prensa diarias, con una duración promedio de 120 minutos, que le sirven para dominar la agenda mediática. En su arenga cotidiana insulta sin mayor reparo a la prensa crítica, a los empresarios neoliberales y a cualquier actor político que critique su proyecto y acciones de gobierno. Polariza a los malos contra mí y el Pueblo, bueno y monolítico, no plural.

Morena, el partido político de AMLO, obtuvo mayoría absoluta en ambas Cámaras.[vii] El golpe electoral fue de tal magnitud para los partidos de oposición que estos se han hecho irrelevantes en la arena pública. El presidente ha vuelto a tener, como antaño, un Congreso dócil que no le presenta resistencia alguna: se aprobaron todos los cambios a la Administración Pública Federal –incluida la creación de la controvertida Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana–, se aprobó sin chistar su Plan Nacional de Desarrollo, a pesar de que carecía de las exigencias legales de una auténtica planeación económica que había preparado su propio secretario de Hacienda, quien acabó por renunciarle.

El Poder Legislativo se ha sometido a las decisiones presidenciales de manera francamente bochornosa. Merecen especial mención el papel de comparsas que han jugado en los nombramientos de los titulares de órganos y organismos que deberían servir de contrapeso a la autoridad presidencial; el peor de ellos, sin duda, el de la titular de la Comisión Nacional de Derechos Humanos que ni siquiera reunía los requisitos legales para ser nombrada y el Senado hizo verdaderas maromas políticas para lograr cumplir con la voluntad del presidente.

La embestida a la división de poderes incluye al Poder Judicial de la Federación y, de manera particular, a la Suprema Corte de Justicia de la Nación. No sólo han sido cuestionables los nombramientos hechos en este año y medio: se forzó la renuncia del ministro Medina Mora[viii] para poder contar con los votos necesarios que le permitieran influir con mayor fuerza en las decisiones de la Corte. Hay fundadas sospechas de que el ministro Arturo Zaldívar fue elegido presidente gracias a la operación política de Julio Scherer, Consejero Jurídico de Presidencia.

López Obrador ha reconstruido una relación de control con los gobernadores a través de la creación de la figura ilegal de los coordinadores estatales del gobierno federal, apodados irónicamente los superdelegados, quienes coordinan un «minigabinete» de seguridad, economía, comunicaciones y transportes y bienestar social y que llevan la relación directa y cotidiana con los gobernadores.

Para cancelar proyectos de gobiernos anteriores e impulsar los propios ha organizado «consultas populares» al margen de la ley, sin ningún control democrático de la autoridad electoral y asumiendo como vinculatorias las «decisiones directas del Pueblo». Las figuras de la democracia directa se consideran un riesgo para la democracia representativa porque eliminan todo el proceso de deliberación al que Habermas[ix] le concede tanta importancia. Estos ejercicios han sido impulsados con toda la autoridad del Ejecutivo, absoluta manipulación mediática y sin ninguna ley.

Paradójicamente, parece que la transición hacia una nueva forma de autoritarismo será más bien acelerada y sin golpe de Estado. En sólo dieciséis meses en el poder, López Obrador ha alterado de manera fundamental el sistema de controles y equilibrios de la división de poderes y ha nulificado –por la vía de los nombramientos– la fuerza de varios órganos constitucionales autónomos. Al momento de escribir este artículo (8 de abril de 2020) surge una nueva preocupación: el abuso de gobernar a través de decretos y acuerdos, al margen de la aprobación del Poder Legislativo o la posible sanción del Poder Judicial. La crisis sanitaria mundial que ha generado la aparición y propagación del Covid-19 ha propiciado que el Poder Ejecutivo emita, en sólo tres semanas, al menos cuatro decenas de decretos o acuerdos para tomar las medidas extraordinarias que requiere la situación. Sin desconocer la gravedad de la emergencia, queda la preocupación de que esto sirva para diluir aún más la división de poderes y permita al presidente actuar con absoluta irresponsabilidad frente al Legislativo y el Judicial. Es muy temprano para aquilatar si el daño será permanente, pero ciertamente hay razones suficientes para encender todas las alarmas.

[i] Ferrajoli, Luigi (2011) Poderes salvajes. La crisis de la democracia constitucional. Mínima Trota, Madrid, España.

[ii] Se usa la traducción de «controles y equilibrios» para la expresión anglosajona de checks and balances por considerarla más clara que la comúnmente usada como «pesos y contrapesos».

[iii] Se publicó en el Diario Oficial de la Federación el 31 de diciembre de 1994 y entró en vigor el 1 de enero de 1995.

[iv] Las tres instituciones existían desde antes, pero dependían de manera directa del Ejecutivo.

[v] En los cuatro sexenios hubo muchas y muy importantes reformas constitucionales, pero ningún partido pudo aprobarlas por sí mismo.

[vi] En 2005 se sometió al Pleno de la Cámara de Diputados la aprobación de la Cuenta Pública del año 2003. El dictamen era negativo y eso generó una gran tensión entre el gobierno de Fox con los diputados del pri y el prd e incluso con los de su propio partido. Fue la última vez que se sometió al Pleno la aprobación de la Cuenta Pública. Esto ha propiciado que el titular en turno de la Auditoría Superior de la Federación anualmente asuma un papel protagónico en los medios de comunicación para llamar la atención sobre su informe, que la Comisión de Vigilancia ignora, inclusive violando disposiciones legales.

[vii] Morena no es sólo el partido político que lo postuló, es el partido que él creo para que fuera su vehículo a la presidencia. Esta no es una diferencia sutil, por el contrario, es esencial.

[viii] No se prejuzga sobre la culpabilidad o inocencia de Eduardo Medina Mora en actos de corrupción; se afirma la intencionalidad de las maniobras políticas para obligar a su renuncia.

[ix] Jürgen Habermas es un filósofo y sociólogo alemán reconocido en todo el mundo por sus trabajos en filosofía política, ética y teoría del Derecho. Entre sus aportes destacan la construcción de la Teoría de la Acción Comunicativa, la Ética del Discurso y la Teoría de la Democracia Deliberativa.

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María Marván Laborde

Doctora en Sociología Política por la New School for Social Research. Investigadora del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM

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