Supremacía constitucional
No soy abogado, pero a lo largo de muchos años me he beneficiado de las lecciones que recibí de connotados juristas mexicanos. Mencionarlos a todos sería largo, pero no puedo dejar de hacerlo con mi siempre recordado amigo y maestro, el doctor Jorge Carpizo MacGregor (1944-2012), del que aprendí el significado del término “supremacía constitucional”.
Carpizo me decía que la propia Constitución, en su artículo 133, establece la jerarquía de normas en el sistema jurídico mexicano:
“Artículo133. Esta Constitución, las leyes del Congreso de la Unión que emanen de ella y todos los tratados que estén de acuerdo con la misma, celebrados y que se celebren por el Presidente de la República, con la aprobación del Senado, serán la Ley Suprema de toda la Unión. Los jueces de cada entidad federativa se arreglarán a dicha Constitución, leyes y tratados, a pesar de las disposiciones en contrario que pueda haber en las Constituciones o leyes de las entidades federativas.”
Según recuerdo, para el doctor Carpizo, que dedicó una parte de su vida profesional a la defensa y promoción de los derechos humanos, el orden jerárquico de la las normas no era exactamente el que podía desprenderse de la letra del texto del citado artículo 133, ya que en materia de derechos humanos los tratados suscritos por México debían considerarse solamente un escalón debajo de la Constitución. Una tesis de la Suprema Corte de Justicia dejó establecido ese orden jerárquico en el mismo sentido que el ex rector de la UNAM postulaba.
Por definición dogmática, me explicaba quien fuera fundador de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, las normas de la Constitución no pueden ser inconstitucionales, por lo que el máximo tribunal de control constitucional, la SCJN, tiene como límite la propia Constitución. La Corte no puede declarar inconstitucional una norma contenida en nuestra Constitución.
Lo anterior viene a cuento por lo ocurrido con el proyecto de sentencia del ministro de la Corte, Luis María Aguilar, que propuso declarar “inconvencional”, es decir contrario a los convenios o tratados internacionales suscritos por México en materia de derechos humanos, la norma de la Constitución que permite a los jueces imponer prisión preventiva oficiosa a los presuntos responsables de delitos señalados en la propia Carta Magna.
De haber prosperado la propuesta, por vez primera en nuestra historia una norma contenida en la Constitución habría sido expulsada de la misma por una vía distinta a la reforma de la propia Carta Magna, facultad reservada al órgano reformador de la Constitución, que se integra por las dos cámaras del Congreso y las 32 legislaturas locales, en lo términos y requisitos señalados en el mismo texto constitucional.
Sin embargo, el proyecto fue retirado por su autor al constatar que no alcanzaría los votos requeridos para su aprobación. Queda pendiente que la Corte conozca y vote un nuevo proyecto sobre este importante tema.
La lógica sugiere que si un tratado internacional, aun si está ratificado por el Senado, contraviene la Constitución, ésta última debe primar sobre el otro. En el caso de la prisión preventiva oficiosa lo que la Corte podría hacer -creo- es dar un plazo a los poderes Ejecutivo y Legislativo para que hagan cualquiera de dos cosas: reformar la Constitución para ponerla en sintonía con el tratado que contraviene, o denunciar la parte del tratado en cuestión, a fin de que prevalezca lo dispuesto en la Constitución.
Es mi opinión que la prisión preventiva oficiosa debe ser expulsada del orden jurídico mexicano, por ser contraria los derechos humanos. Ese es el punto de partida para encontrar la mejor solución al embrollo provocado por querer tapar con una contrahecha reforma a la Constitución el boquete que en la procuración de justicia provoca la incompetencia de los ministerios públicos y la actuación de jueces corruptos.
Para reformar la Constitución uno de los requisitos es que la iniciativa de que se trate obtenga, al menos, dos terceras partes de los votos en cada cámara del Congreso. Desde inicios de los años 90 se colocó en la propia Constitución una norma según la cual ningún partido puede obtener, por si mismo, más de 300 curules. Reformar la Constitución requiere, en el límite superior, 333 votos en la Cámara de Diputados. Creímos que esa garantía evitaría cambios constitucionales sin el consenso de las principales fuerzas políticas y sería un contrapeso al enorme poder presidencial. Así fue… hasta 2018.
Avizorar las reformas para el México de los años por venir requerirá diseñar nuevos pesos y contrapesos para evitar que el despotismo presidencialista convierta nuestra Constitución en libro para reescribir según las ocurrencias o caprichos del Tlatoani en turno. Uno de esos contrapesos está en los requisitos para reformarla; otros requieren para su diseño repensar el control constitucional por parte de la SCJN, hoy roto por la subordinación del actual ministro presidente -y de varios de sus colegas- a los designios presidenciales.